El sueño de pongo —Primer Premio Concha de Oro en el Festival de San Sebastián, España (1971)—, del célebre realizador cubano Santiago Álvarez Román (La Habana,1919-1998) recrea un ingenioso cuento de uno de los más destacados narradores peruanos del siglo XX, José María Arguedas (Andahuaylas,1911-Lima, 1969), también etnólogo, quien lo había escuchado en Lima de un comunero del Cuzco —nombre también aceptado como Cusco, ciudad de los Andes peruanos que fue la capital del Imperio Inca—.
Con ocho minutos de duración, este cortometraje que arriba hoy al medio siglo de estrenado, trata sobre la historia de un hombrecito indio, que cuando comenzó a trabajar de pongo (sirviente) en la mansión de un adinerado y cruel patrón, es víctima de humillaciones, burlas y maltratos. El relato —publicado en 1965— forma parte de la tradición oral Quechua y fue enriquecido por la brillante imaginación del Arguedas, reconocido por sus aportes a la literatura de inspiración indigenista.
Origen del corto
Un terremoto de 9.9 en la escala sismológica de magnitud de momento —grado VIII en la escala de Mercalli Modificada (MM)— sumió en el caos, la destrucción y el terror al Perú, el domingo 31 de mayo de 1970, causando unos 75 mil muertos y más de 380 mil heridos. Con el fin de reportar las incidencias del terrible desastre, poco tiempo después hacia ese país andino partió Santiago Álvarez y su equipo, donde filmaron infinidad de imágenes del lamentable desastre natural para el ya célebre Noticiero Icaic (Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos). Durante ese recorrido, el prestigioso cineasta obtuvo las esencias de su enternecedor documental que llevó por título El sueño de pongo, homónimo del original de Arguedas.
Álvarez, sensible ante aquella leyenda que insta a la reflexión sobre cualidades antagónicas del ser humano, como la superioridad y la obediencia, la riqueza y la pobreza, la prepotencia y la debilidad, durante uno de sus escasos momentos libres durante su estancia en Perú buscó a un niño limeño que, con su voz, grabó en un casete aquella emocionante narración de Arguedas, sobre la que solicitó a su gran amigo, el prestigioso poeta, ensayista y promotor cultural cubano, Roberto Fernández Retamar (La Habana, 1930-2019) que le hiciera una adaptación para ser llevada al cine.
En La Habana, el proceso creativo
Con tales gestiones hechas, y ya en La Habana, el autor de célebres documentales considerados clásicos del cine, como Ciclón (1963), Now! (1965), Hanoi, martes 13 (1967), L.B.J. (1968) y 79 primaveras (1969), entre muchos otros, apeló a dos talentosos jóvenes del departamento de Trucaje y Animación del Icaic, Pepín Rodríguez y Jorge Pucheux, para que se encargaran de proponer una idea para un corto de ficción con los planos sobrantes de las filmaciones hechas en Perú: «podrían hacer algo sencillo y rápido. Tengo en mi cabeza desde hace rato un cuento que escribió un escritor peruano que me gustaría hacer algo con él», les dijo.
Años después Pucheux afirmó que al principio no sabían qué hacer con ello. Había un audio con una historia, pero nada más. Dedicaron muchas horas a escuchar, una y otra vez la cinta, y finalmente acordaron que cada uno —Pepín y él— harían diferentes versiones sobre El sueño de pongo. Así fue, y al cabo de dos semanas Álvarez unió ambos proyectos y obtuvo —trabajo de edición mediante— una definitiva que, en última instancia no es ficción, pero tampoco es documental, aunque suele calificarse bajo esta categoría. La historia narrada por aquel niño peruano es un poco de ambas cosas, y al decir de muchos especialistas es «cine puro», surgido bajo la excelente e imaginativa creación en el montaje visual y sonoro.
«Yo soy Hernán, y les voy a contar el sueño del pongo»
Al inicio de esta producción en blanco y negro, en la introducción de los créditos, una imagen sorprende al espectador: la cabeza de un indígena peruano, con los ojos cerrados, va creciendo —mediante el uso del zoom— poco a poco en la pantalla y sobre ella el título del corto, deformado como si aludiera al sueño. Luego ese extraño rostro se multiplica, y encima de él se insertan otros que se difuminan. Finalmente quedan los ojos cerrados del pongo. Y aparece una voz: «Yo soy Hernán, y les voy a contar el sueño del pongo».
Desde el comienzo de esta obra clasificada como cortometraje de drama social, en el relato magistralmente expuesto por el niño Hernán Zapata —el único actor— se evidencia la amarga relación entre el sirviente y el indígena:
«Un hombrecito se encaminó a la casa-hacienda de su patrón. Como era siervo iba a cumplir el turno de pongo, de sirviente, en la gran residencia. Era pequeño de cuerpo, miserable de ánimo, débil, todo lamentable; sus ropas viejas. El gran señor, patrón de la hacienda, no pudo contener la risa cuando el hombrecito lo saludó en el corredor de la residencia. —Eres gente u otra cosa —le preguntó delante de todos los hombres y mujeres que estaban de servicio.
«Humillándose, el pongo no contestó. Atemorizado, con los ojos helados, se quedó de pie. —¡A ver! —dijo el patrón— por lo menos sabrá lavar ollas, siquiera podrá manejar la escoba, con esas sus manos que parecen que no son nada. —¡Llévate esta inmundicia! -—ordenó al mandón de la hacienda.
«Arrodillándose, el pongo besó las manos al patrón y, todo agachado, siguió al mandón hasta la cocina. El hombrecito tenía el cuerpo pequeño, sus fuerzas eran sin embargo como las de un hombre común. Todo cuanto le ordenaban hacer, lo hacía bien. Pero había un poco como de espanto en su rostro; algunos siervos se reían de verlo así, otros lo compadecían. “Huérfano de huérfanos; hijo del viento, de la luna, debe ser el frío de sus ojos, el corazón, pura tristeza”, había dicho la mestiza cocinera…»
Finalmente, el pongo le dijo a su patrono que había tenido un sueño con el Padre San Francisco, el cual le ordenó a un hermoso ángel que embadurnara el cuerpo del malvado amo con la miel más pura y dorada y al ángel más ruinoso que trajera un bidón de gasolina lleno de excretas para untar al indiecito. Entonces, el patrón exclamó:
—«Así es como debe ser. Continúa. ¿O todo concluye allí?». —«No, padrecito mío, señor mío. Cuando nuevamente, aunque ya de otro modo, nos vimos juntos, los dos, ante nuestro gran Padre San Francisco, él volvió a mirarnos, también nuevamente, ya a ti, ya a mí, largo rato. Con sus ojos que colmaban el cielo, no sé hasta que honduras nos alcanzó, juntando la noche con el día, el olvido con la memoria. Y luego dijo: “Todo cuanto los ángeles debían hacer con ustedes ya está hecho. Ahora. ¡lámanse el uno al otro! Despacio, por mucho tiempo”. El viejo ángel rejuveneció a esa misma hora: sus alas recuperaron su color negro, su gran fuerza. Nuestro Padre le encomendó vigilar que su voluntad se cumpliera». (fragmentos tomados del texto de José María Arguedas)
Brillante metáfora de rebeldía
Con su habitual manera de hacer cine —denominado por él «documentalurgia»—, Santiago Álvarez aprovecha el sentido mordaz e irónico del cuento al que impregna de imaginación artística, y lo asume como una brillante metáfora de rebeldía, adaptada con sobresaliente lucidez por Retamar, quien ya había colaborado con él en varios de sus noticieros y documentales sobre la guerra de liberación de Viet Nam.
A través de la fusión de fotos fijas, pero portadoras de un extraordinario movimiento en sus composiciones, y un profesional y encomiable trabajo técnico en los difuminados, las disolvencias, los desenfoques, los zooms, los cambios de tamaños y el destaque de fragmentos, Santiago y su equipo logran crear un universo visual que armoniza con la grabación del texto, en el que el propio infante asume la voz, en forma de eco, del desalmado dueño de la opulenta morada.
De tal forma, valiéndose de las fotografías de Iván Nápoles
y con un loable diseño de banda sonora a cargo de Idalberto Gálvez, el guion de El sueño de pongo —acreditado a Santiago Álvarez y Roberto Fernández Retamar— sensibiliza al espectador de principio a fin, como un ensayo narrativo de imágenes fijas animadas. Excelsa obra en la que trasciende una premisa esencial del gran cineasta cubano: «el cine documental no es un género menor, como se cree, sino una actitud ante la vida, ante la injusticia, ante la belleza y la mejor forma de promover los intereses del Tercer Mundo». De ahí que obtuviera los títulos de Gran Brujo de los Andes y Cronista del Tercer Mundo, respectivamente.
Esa sensibilidad ante la injustica, la humildad y la pobreza, presente en casi toda la producción cinematográfica de Álvarez, sin dudas fue forjada a través de sus difíciles años de vida en Estados Unidos —partió a esa nación a los 19 años de edad—, donde para poder subsistir tuvo que desempeñarse como minero, fregador de platos, corrector de pruebas, pulidor de metales y vendedor de ropa interior de mujeres. Regresó a Cuba en 1941 y poco después comenzó a laborar en la emisora CMQ, donde inició su vínculo con la creación artística. En 1959, empezó a trabajar en el Icaic, una de las primeras instituciones culturales creadas por la Revolución, y allí, un año después, fundó el Noticiero Iciac.
Santiago Álvarez: «el lenguaje del cine sirviendo para expresarme»
«Tengo cuarenta años cuando triunfa Fidel y comienzo a hacer cine. Me sorprendo a mí mismo cuando hago el noticiero dedicado al cantante Benny Moré cuando él muere. Ahí veo por primera vez el traslado de mis sentimientos al cine. Veo el lenguaje del cine sirviendo para expresarme. Veo mi emotividad reflejada», dijo en una ocasión el maestro, cuyos primeros documentales, Escambray (1961), y Muerte al invasor (1961), fueron respectivamente codirigidos junto a Jorge Fraga y Tomás Gutiérrez Alea.
Con la realización de Ciclón (1963), Santiago Álvarez —quien informaba de los sucesos reflejados en sus obras «a partir de ideas que tengo sobre esos acontecimientos», tal expresó— le propinó un enorme salto a la documentalística nacional, situándola en los primeros planos a escala mundial.
El inolvidable cineasta que al fallecer había dirigido más de 700 realizaciones fílmicas y supervisado la producción de cerca de mil 500 noticieros cinematográficos semanales, obtuvo más de 80 primeros premios en festivales internacionales y concursos nacionales; así como numerosos reconocimientos, entre ellos, las órdenes Félix Varela de Primer Grado y Félix Elmuza, las más altas distinciones de la Cultura cubana y de la Unión de Periodistas de Cuba, respectivamente. Esta última institución le confirió, además, el Premio Nacional de Periodismo José Martí.
Integrante de la Academia de Artes de la República Democrática Alemana y maestro perenne de la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños, fue asimismo, miembro de la Asamblea Nacional del Poder Popular, entre otros muchos cargos. También recibió el Premio Coral Especial al conjunto de su obra, en el X Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano y la Paloma de Oro, por igual concepto, en el Festival de documentales de Leipzig.
En su honor anualmente se celebra en Santiago de Cuba, el Festival Internacional de Documentales Santiago Álvarez in Memoriam.
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