A Baracoa me voy… Una cruzada teatral, de cómo actores, espectadores y paisajes enamoran y encantan


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Fotos cortesía de Isabel Cristina López Hamze y Jorge Ricardo Ramírez Fuentes.

A Carlos Alberto y Rafael Rodríguez, in memoriam.

Un nuevo libro nacido a raíz de la práctica escénica comienza a circular entre nosotros: A Baracoa me voy… Una cruzada teatral, escrito a dos manos por Isabel Cristina López Hamze, teatróloga, crítica y realizadora audiovisual, y su compañero Jorge Ricardo Ramírez Fuentes, fotógrafo y documentalista. La publicación, en bellísima edición en pasta dura y a todo color, se debe a la alemana Fundación Rosa Luxemburgo, desde su filial en México.

El volumen refiere pasajes de la historia y la memoria de un acontecimiento muy relevante que se celebra cada año en las montañas del extremo oriental de nuestra isla: se trata de la Cruzada Teatral Guantánamo-Baracoa, sin dudas, el proyecto de acción comunitaria y sociocultural relacionado con la escena más importante de Cuba. El título sale del primer verso de la canción que cada día cantan los cruzados antes de que se haga el teatro. Así, A Baracoa me voy… es una suerte de saga del documental El lenguaje de la montaña, creado por el propio dúo en 2019 y dedicado también a la Cruzada Teatral, que yo misma reseñé para Cubaescena hace casi dos años —luego de que lo estrenáramos en la Sala Manuel Galich de la Casa de las Américas–. Y aunque Isabel Cristina hace pocos días, al regalarme un ejemplar, me comentara que el libro recogía materiales que no habían cabido en el audiovisual, les aseguro que estamos frente a una obra independiente en sí misma, que es mucho más que un descarte o un resultado subordinado al primero, por su riqueza literaria y visual.

No podría haber mejor exergo para abrir la lectura de este libro que las palabras del campesino Eladio Mazón Mosqueda, del poblado de Patana en Maisí, que ocupan la primera página. Desde el inicio nos dan una clave fundamental para descubrir quiénes son los protagonistas en la historia de este viaje de 34 días y para entender el sentido del libro. Porque el recorrido se expande más allá de sus propios límites, entre las quimeras de los hombres, mujeres y niños de la montaña, leyendas populares y fabulaciones de la autora. La cita del testimonio del guajiro guantanamero dice así:

Yo espero que, en vez de dejar de existir, las Cruzadas Teatrales se aumenten porque así aumentará el caudal, el potencial de la cultura. Sin la cultura no puede haber desarrollo, sin la cultura no puede haber un país. El símbolo de identidad de cualquier nación, de cualquier barrio, está en la cultura.

El público en la comunidad de Puriales.

Isabel Cristina asegura que la Cruzada es la más fascinante de las muchas peculiaridades que tiene Guantánamo, por encima del río Toa, el más caudaloso de toda la isla, de la comunidad indígena La Caridad de los Indios, de la villa primada de Baracoa, de la maravilla arquitectónica que es la carretera de la Farola, La Tumba Francesa, y de la ilegal Base Naval estadounidense. Nos cuenta que la singular aventura teatral fue fundada por un actor del grupo Teatro Esopo, el difunto Carlos Alberto, y que tuvo su primera salida el 28 de enero de 1991, en homenaje a Martí. A lo largo de las páginas del libro, en el periplo por los municipios que atraviesan los cruzados: Manuel Tames, Yateras, San Antonio del Sur, Imías, Maisí y Baracoa —en cada uno con escalas artísticas en varias comunidades campesinas–, la narradora relata presentaciones escénicas de artistas muy queridos entre las lomas, como Ury Rodríguez Urgelles, el más popular, y Eldy Cuba, el que carga con los diablos; funciones en escuelas para sólo los dos o seis niños que integran su matrícula y presentaciones multitudinarias; refiere los grupos que la Cruzada ha gestado en el corazón de las montañas, como el Teatro Campesino Monteverde, el Proyecto Arcoiris, El Amor toca a tu puerta, y La Flor de Café, y nos hace admirar la resistencia y la entrega de Rafael Rodríguez, uno de los fundadores, a quien la Covid 19 impidió seguir proyectando el futuro, trasmutado en el payaso Quirimbolo o timón en mano. Pero, definitivamente, los protagonistas de este libro son la gente de Guantánamo adentro, con sus costumbres y tradiciones, y su convivencia con el entorno, plagado de lluvia, piedras, fango y pendientes abruptas; cercanos a ríos como el Toa, el Jojo, el Bernardo o el Miel; rodeados de árboles y flores cimarronas, polimitas, animales de piedra, y de caminos sinuosos al borde del barranco que, mientras se recorren, aceleran los latidos del corazón.

Las fotos de Jorge Ramírez apresan la feracidad del paisaje montañoso y remoto tan bien como la fijeza en la mirada de campesinos y campesinas de todos los colores y expresiones, con privilegio para los niños. Uniformados en sus aulas, cercanos al infaltable busto de Martí que hay en cada escuelita, informales entre la multitud de espectadores, y silvestres entre las maravillas y la rudeza del campo. Entre los adultos desfilan arrieros, trabajadores azucareros, amas de casa, cafetaleros, maestros como Ramón, el de la escuela Julio Antonio Mella, de Patana, que camina cada día cuatro kilómetros para cargar consigo el saber hasta un aula multigrado, donde la misma pizarra comparte conocimientos diversos y genera niños sabios. Reaparece otro maestro más viejo, Rafael, el de La Loma del Nene en Cantillo, con la caligrafía y la ortografía impecables que tanto me admiraron cuando vi el documental El lenguaje de la montaña.  Mejor que ilustrar la palabra, el fotógrafo opta con acierto por hilar su propia saga, y con ella nos fascina y nos estremece en paralelo desde una dimensión más sensorial, en su juego entre luces y sombras.

El libro tiene otra virtud que es la que nos sorprende, en medio del relato, con pequeños poemas y crónicas en los que la autora deja volar su imaginación, estimulada por impresiones que le despiertan el ambiente rural y sus pobladores. Hay también en el texto momentos de humor hilarante, desde la inocencia con que se recogen anécdotas locales, como una digna del mejor absurdo: la de la “Casa Blanca” de Maisí, que sus propietarios pintaron con el contenido diluido de una paca de cocaína, sin saberlo, o la inusitada feria donde se casaban zapatos para componer un par.

En condiciones muy especiales se desarrolla el teatro en las montañas guantanameras.

Isabel Cristina reprocesa la realidad con enorme ternura, y mira con afecto a las gentes y el ambiente que le rodea, enamorada como los cruzados, que vuelven un año tras otro a ofrecer su arte, a pesar de la humedad, los mosquitos y el cansancio de subirse y bajarse tantas veces de un camión sobre el cual atraviesan largos kilómetros de caminos irregulares y empinados. La palabra dulce, empleada a menudo en función adjetiva, excita los sentidos palatales sin empalago, y el término amor, que se registra y se experimenta en carne propia, moviliza emociones genuinas.

Al inicio de más de un capítulo, el lector conoce y se lamenta que la visita a algunos municipios de la ruta se haya debido suspender —en el recorrido narrado de 2018, como en otros, seguramente–, a causa del mal tiempo y el deterioro de las carreteras, y añora porque otro camión Kamaz, nuevo y potente, le sea asignado a la Cruzada para que la aventura nunca muera. Y yo, como Isabel, tengo la esperanza de que la UNICEF aterrice en Yacabo Abajo con decenas de tenis azules que hagan juego con las mochilas donadas a los niños, para que sus pies inunden de alegría y espejismo marino el verde de las lomas.

Sólo me queda felicitar a Isabel Cristina y a Jorge Ricardo por A Baracoa me voy…, que espero pueda encontrarse en muchas bibliotecas públicas de la Isla, para que esté al alcance de todos.

 

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