Consumo, consumismo e hiperconsumismo


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El consumo está asociado al gasto de productos, bienes y servicios para satisfacer necesidades primarias y no tan primarias, según se entienda; la adquisición de estos nos hace sujetos consumidores y constituye el último proceso económico de la producción: el consumo genera más producción, se conceptualiza como parte de su ciclo y se ha estudiado bajo diferentes plataformas conceptuales. En la década de 1920 en Estados Unidos hubo un aumento considerable de la productividad y la cantidad de productos en el mercado coincidió con una baja demanda, debido a la existencia de un alto número de desempleados a causa de los avances tecnológicos; muchos productos tuvieron por fuerza que abaratarse y aumentó el consumo, tanto el privado como el público, mientras en la segunda mitad de los años 30 se amplió el gasto público como parte del capitalismo de Estado recién inaugurado. Hay un ciclo de consumo en la existencia de las personas, pues en los primeros años de vida se gasta y no se produce; al acceder a la vida laboral se resarce lo consumido y se empieza a ahorrar con el propósito de mantener el gasto en la vejez—desde el punto de vista social, comenzaron a tenerse en cuenta estas previsiones para el gasto público. Algunos sociólogos y antropólogos han estudiado el consumo dentro del conjunto de procesos socioculturales, en tanto se realiza la apropiación y uso de productos, materiales o no.

En algunas sociedades capitalistas desarrolladas y en el seno de oligarquías o clases pudientes de cualquier sitio ha existido una deformación de consumos muy estudiada y criticada, pero no por ello hay que negar la necesidad de consumir en las sociedades modernas. La cultura del consumo es esencial. Hay un consumo sostenible en el uso de bienes y servicios que responden a cubrir la demanda de las necesidades básicas humanas y proporcionan una mejor calidad de vida, y también minimizan el gasto de recursos naturales y el impacto tóxico o contaminante del ciclo vital. La satisfacción de necesidades humanas tiene incorporada una cultura de consumo y se debe favorecer la de “vivir bien”, según estándares dignos, bajo políticas de equidad, con un comercio justo y subsidios a determinados productos compensados con el incremento de precios a otros no tan necesarios, y un gasto individual y social responsable, a partir de una cultura de consumo equilibrada. La utilización razonable de bienes y servicios, y una provechosa gestión para el reciclaje, forma parte de esta óptima cultura del consumo, que debiera estar apoyada por leyes y por la educación desde la escuela para la fijación de esos patrones.

Casi sin darse cuenta, países cuyas políticas no promueven la sociedad de consumo, alientan el consumismo por la falta de debate o de una educación responsable hacia este tema. Cuando ciertas decisiones dependen solo de agentes económicos que basan su producción en metas de consumo sin otras mediaciones, se emprende un camino asociado exclusivamente a la satisfacción de deseos, cuyo final es la sociedad de consumo, con la adquisición de bienes materiales y servicios adicionales no pocas veces adoptados como representativos de un estatus social. Algunas personas contraen el “virus” del trastorno de compra compulsiva, necesidad incontrolable de adquirir el último producto o servicio para exhibirlo, que les proporciona una felicidad personal disfuncional. No siempre tienen suficientes recursos para hacerlo y buscan el dinero donde sea; incluso, desviándolo de necesidades esenciales, o robándolo. Se trata de una obsesión que solo se sana con la compra y cuyos síntomas más frecuentes son la ansiedad y la irritabilidad.

Hoy el consumismo es una enfermedad social generalizada, a causa de la cual el individuo, no pocas veces endeudado, se encierra en un callejón sin salida, pues siempre habrá para comprar algo más “novedoso”, que, por ley, es “mejor”. En las sociedades de consumo, la producción masiva de bienes y servicios en constante superación excede la demanda y el sistema estimula, y casi obliga, la compra infinita. No importa la necesidad estricta, lo importante es vender y comprar. Para este sistema, interesa más satisfacer deseos insignificantes que tener en cuenta necesidades básicas o esenciales. Lo principal es el comprador, a quien se le pueden crear necesidades falsas, explotadas sin escrúpulos por las empresas, y en esa trampa no solo caen las clases medias y altas, sino muchos pobres. Una buena parte de los ciudadanos de países pobres tienen inoculado el virus del consumismo, un sesgo cultural que no pocas transnacionales han aprovechado para crear un “consumidor ideal”, a veces buscado en el “sueño americano”. No es ocioso repetir que tales prácticas generan basuras y residuos que amenazan la supervivencia humana.

El consumismo implica un gasto innecesario, a veces inconsciente; crea relaciones de dependencia y tergiversa la noción de bienestar y genera una posesión en la que el poseído se siente amado cuando no puede adquirir el producto y se le regala. El consumista está afectado por un síndrome a causa del cual se hace presente la insatisfacción ante la acelerada muerte útil del objeto comprado, en tanto los productores han cambiado los objetos de larga duración por los desechables, apoyándose en la fabricación de necesidades que se convierten en deseos. El paradigma consiste en distinguirse dentro de las jerarquías sociales, bajo códigos materiales que expresan la posición del individuo: el acto de comprar “lo máximo” establece la diferenciación social. La ansiedad del comprador se adquiere en contacto con la publicidad y se transmite como un fenómeno ideológico generalizado, forzando la economía individual a fantasías impuestas por las empresas.

Posiblemente la ilusión de tener un Ford, el nacimiento de la mercadotecnia de masas y la consolidación del fetichismo de las marcas constituyeran las primeras etapas del consumismo. El mercado de oferta y la economía de la variedad contribuyeron a ampliar las gamas de productos, inflar las novedades, posesionar la rapidez del servicio como un valor adicional, direccionar la publicidad hacia una revolución caótica de la competencia, usando mecanismos de guerra psicológica. Los impactos sociales de años de consumismo han provocado una hipertrofia del consumo, cada vez más dependiente de la última tecnología. El dios mercado y los Estados privados, con gobernantes como simples administradores mercantiles al frente, han impuesto, por la acción de empresas líderes, modelos de consumo desequilibrados, manipulando a sus sociedades a través de los medios y endeudándolas mediante los bancos, creando una seducción subliminal en que siempre el dinero es el fin único y factor indispensable para adquirir bienestar y felicidad. Un individuo menos generoso y solidario es pieza clave y sujeto de esta degeneración, de esta “felicidad” incongruente del hiperconsumismo.

Ante la alienación y la soledad señorea la impostura de la felicidad comercial, un paraíso de goces lleno, paradójicamente, de frustraciones y decepciones. El confort es pobre en satisfacciones positivas después de su primer impacto; trabajar y ganar dinero, aunque lleve toda una vida, se vuelve más importante que gozar de esta; los productos personales estandarizados ofrecen pocos estímulos positivos duraderos; mobiliarios monótonos, comidas insípidas, programas y espectáculos estereotipados… producen nuevos vectores de decepción a mediano plazo. Las insatisfacciones y las frustraciones individuales crecen más de prisa que las ofertas de felicidad en el mercado: bienvenidos al hiperconsumismo. Al ampliarse la publicidad se crea una omnipotencia de ilusiones compartidas: siempre se carece de algo. Comienza a aflorar el individualismo salvaje en medio de la sociedad del espectáculo hedonista: todo es juego y diversión, beber y comer pantagruélicamente es la “aristocracia” del hiperconsumismo, la orgía permanente, el eros frenético, la aspiración a noches de embriaguez y drogas, y días de fiesta con mayores sensaciones del cuerpo y placeres de los sentidos… Se construye un paradigma de procurar a toda costa el mayor bienestar posible. Y todo es pregonado en las redes para provocar la envidia; de lo contrario, nada tiene sentido.

La miseria de esta utopía se basa en el consumo destructivo; la ética y la estética resultan una barbarie para el espíritu de consumo hipertrofiado y enfermo. No pocos sistemas de educación y cultura son incapaces, no solo de transmitir la herencia de un patrimonio, sino de enseñar lenguajes y comportamientos adecuados frente a esta dislocación. La telebasura entusiasma, la pereza de espíritu se impone, el gasto banal crece, la crisis de significados priva a los individuos de normas y valores: el ser humano se reduce a nivel amebiano. En los sectores de hiperconsumismo se aletarga el éxtasis sonámbulo de la desidia…En algún momento la búsqueda de la felicidad en esta deformación no tendrá el mismo poder y el frenesí consumista parará ante tanta frustración o decepción, pero mientras tanto: ¿el hiperconsumismo fagocitará la cultura?, ¿los valores referenciales de cultura se extinguirán en el placer consumista?, ¿el sistema educativo podrá detener la hipertrofia? Y una última pregunta de este momento: ¿después de la pandemia que hoy azota al mundo y con el ejercicio de inmovilización y aislamiento, los humanos tendrán un comportamiento más equilibrado ante la vida, que incluya el consumo responsable?


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