De camino al callejón de los suspiros II: La gente del barrio
No era un secreto para nadie que muchos en la UNEAC, en aquel momento y antes, no estuvieron de acuerdo con la presencia de aquellos gallos finos que campeaban por su respeto en los patios y jardines de aquella casona; pero qué se podía hacer, aquellos cinco gallos finos fueron regalo de Mariano Rodríguez a Nicolás el día de su cumpleaños setenta; los animales se habían reproducido y repuesto con el paso del tiempo y de ellos se encargó muchas veces el mismo Mariano. Los gallos eran un símbolo de la cultura cubana que definía la obra del mismo Mariano como las Floras definían la obra de Portocarrero; aunque aquellos gallos nunca hubieran pisado una valla y por momentos fueran una molestia.
Tampoco es secreto que para algunos escritores El Ambia no fuera un poeta con todas las de la ley. No era capaz de escribir un ensayo con todo el rigor académico que se exigía o un artículo profundo sobre un tema puntual o polémico de la cultura; y su gran crimen era que no conocía a Mallarmé o a los simbolistas franceses y mucho menos había pasado por las aulas de la Universidad de La Habana; pero, lo mismo que los gallos, estaba bajo “la protección de Nicolás” y nadie se atrevería a desafiar al poeta.
Ignoraban ellos que Nicolás se ocupó de darle a leer muchos libros que leía en la tranquilidad de su casa. Libros que a veces le resultaban somníferos u otros que disfrutaba como niño alegre. Después de cada lectura debía comentarle a su “ambia” sus puntos de vista. También no temía preguntar sobre aquello que no sabía de un mundo tan complejo como el de las artes en especial. También tenía otros “profesores” personales que respondían a los nombres de Tato Quiñones, Nicolás Reinoso, Abraham Rodríguez, Mario Balmaseda, Erick Romay, Guillermo Rodríguez Rivera, el “gordo” Raúl Rivero, los dos Wichy, “…el Rojo y el Negro…”; el uruguayo Daniel Chavarría y algunos otros cuyos aportes le fueron creando una base cultural mínima con que hacer nuevos poemas, sin necesidad de experimentar; pero poemas más complejos si se quiere y en los que estaban siempre su esencia de hombre de pueblo, de niño sufrido y golpeado por la vida, y la rumba, su lenguaje por excelencia.
No tenía un proyecto literario, pero tenía un proyecto cultural sólido y muy auténtico: una peña de rumba en la vieja casona de El Vedado en la que habían trabajado, en algún momento de su construcción, hombres nacidos, criados y residentes en el barrio de Cayo Hueso, de los solares en los que había vivido y descubierto la rumba como el mejor de los alimentos para matar el hambre y protegerse del frío.
A ese proyecto rumbero –la obra poética de su vida sin saberlo— dedicó sus energías y buscó las asesorías justas. Rogelio Martínez Furé y Helio Orovio le fueron dando las claves iniciales; su amigo Efigenio Ameijeiras el apoyo emocional y humano de siempre, y los rumberos se prepararon para llegar a un espacio en el que jamás soñaron estar; sobre todo aquel grupo de hombres que se hacían llamar el Guaguancó Portuario y que dirigía en ese entonces el compositor Calixto Callava; pero sobre todo, estaban sus vivencias.
Así llegamos a la tarde del día 10 de julio, cumpleaños ochenta y tres de Guillén. Para ese momento ya había sido aprobada su propuesta, se había coordinado el tema, la producción –que no era muy compleja pues solo se trataba de recoger los instrumentos de los rumberos— y para ello usaron el carro del mismo Nicolás.
Desde el mediodía los integrantes de Guaguancó Portuario se habían comenzado a reunir en el Hurón Azul; aunque se había previsto que “el rumbón” comenzara a las cinco de la tarde. En ese entonces el Hurón, como bar y cafetería para los miembros de la UNEAC, comenzaba su servicio después de las dos de la tarde; pero este día en particular estaba más concurrido que de costumbre.
Estaban algunos actores del Grupo de Teatro Político Bertolt Brecht junto a Abraham Rodríguez, que se conocían como “la familia de Andoba”, es decir: Luis Alberto García, Samuel Claxtón, Roly Núñez, Alberto Pedro Torriente y Mario Balmaseda y Eugenio Hernández Espinosa que por aquel entonces disfrutaba de la posibilidad de que su obra María Antonia fuera llevada al cine.
Nicolás había invitado entre otras figuras importantes al compositor Harold Gramatges, a Onelio Jorge Cardoso, a su amigo Ángel Augier, al poeta Luis Suardíaz, al poeta Santiaguero Jesús Cos Causse de paso por la ciudad y a otro importante grupo de personas con las que regularmente celebrara su cumpleaños.
Por vez primera, en muchos años, Nicolás Guillén no se reunía con amigos el día de su cumpleaños en la Bodeguita del Medio. La razón fundamental era apoyar al nuevo poeta.
Paralelo a ello, El Ambia se había preocupado de hacer correr la voz de la apertura de una peña de rumba en el Hurón Azul entre los habituales a ese espacio social de escritores y artistas; aquellos con los compartía un trago de ron (“todavía no formaba parte del personal de servicio”), mientras saciaba su hambre cultural. Aquel público heterogéneo le brindó su apoyo saturando el lugar.
También había otro público menos selecto. Eran los rumberos que durante años se habían reunido sábado tras sábado en aquellas rumbas que combinaban cemento, ladrillo y tambor. Venían de todos los barrios de La Habana; algunos eran parte del Conjunto Folklórico Nacional; también se había invitado a los Muñequitos de Matanzas que no llegaron a tiempo y a personas que por vez primera llegaban a la UNEAC, un templo de cultura en el que comenzaba la leyenda de un hombre negro, pobre y que solo tenía como arma cultural la rumba.
A las cinco de la tarde de ese día, en medio de tragos del santiaguero ron Paticruzado, Eloy Machado comenzó a recitar un poema que había escrito días antes, dedicado a Nicolás Guillén y al que llamó “Asere”. Esa fue la señal para que Helio Orovio hablara de la rumba, de su importancia para la cultura cubana y le deseara a Eloy Machado, “el Ambia o el Oficial” mucha suerte en su proyecto y que tras él Rogelio Martínez Furé presentara al grupo Guaguancó Portuario.
Esa tarde nacía para la cultura cubana la leyenda de quienes pocos años después se harían llamar Yoruba Andabo y que se convertiría en uno de los pilares de la rumba cubana y comenzaba la aventura de la peña de rumba que sería la punta de lanza del reconocimiento del papel de la rumba en la cultura cubana lejos de prejuicios y miradas antropológicas.
La rumba de El Ambia modificó la visión de la UNEAC, acercó la institución al hombre común y convirtió a este poeta en un promotor importante de la cultura cubana y en un personaje que lograba reunir con sus ocurrencias, su picardía tropical y sus poemas, a figuras de la cultura y la sociedad cubanas en un espacio en el que las jerarquías perdían sus fronteras, algo que era consustancial a la rumba: esa música que lograba que blancos y negros –todos mezclados— alzaran su vaso de ron en total igualdad.
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