El contingente Henry Reeve y el Premio Nobel de la Paz


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La corta vida de Henry Reeve merecería una película. Nació en 1850 en Brooklyn, Nueva York, tuvo una modesta participación en la Guerra de Secesión de su país y al enterarse del alzamiento de La Demajagua se enroló para servir a los cubanos contra el colonialismo español. Viajó a bordo del vapor Perrit, al mando de Thomas Jordan, militar y periodista estadounidense leal al Ejército Libertador de Cuba, merecedor de los grados de Mayor General en la Guerra de los Diez Años. La expedición desembarcó por la bahía de Nipe y desde el primer día sostuvo acciones armadas; Reeve cayó prisionero junto a otros compañeros, condenados a la pena por fusilamiento; aplicaron la condena y los dejaron insepultos, pero Reeve, con cuatro heridas de bala en su cuerpo, deambuló moribundo durante dos días hasta que el encuentro con un grupo de patriotas le salvó la vida.

Conocido como “Enrique, el Americano” e incorporado a las fuerzas de Ignacio Agramonte, este prefirió llamarlo “El Inglesito”, y a su vez, el estadounidense consagró para Agramonte el definitivo epíteto de “El Mayor”. Desde los primeros momentos se ganó la confianza de sus jefes por su firmeza, lealtad, valor y destreza; participó en el rescate de Julio Sanguily en 1871, una de las acciones combativas más espectaculares de la Guerra de los Diez Años, en la cual solo 34 jinetes vencieron una tropa fuertemente armada de 120 hombres. Obtuvo rápidamente ascensos militares por su arrojo y audacia, lo mismo en esta tropa que bajo las órdenes del Generalísimo Máximo Gómez. Por su temeridad, fue herido muchas veces; los médicos le aconsejaron no cabalgar por sus heridas en las piernas, pero como él se empecinaba en combatir, le adaptaron una prótesis metálica a una de sus piernas y un dispositivo para atarse a la montura, y así intervino en varios combates. Herido también en una mano y en el pecho, quedó al mando de las tropas en Camagüey en 1875, mas insistió con el gobierno en armas para formar parte de la invasión a Occidente, y estuvo a la vanguardia del contingente. En Yaguaramas, actual provincia de Cienfuegos, en desigual combate, fue derribado con impactos en el pecho, el hombro y la ingle; agotadas las fuerzas y las municiones, se dio un tiro en la sien para no caer prisionero. Al morir con 26 años, se había ganado el respeto de todos los que lo conocieron y los grados de General de Brigada. En varias ocasiones Cuba le ha rendido homenaje a uno de los mambises más valientes de su ejército.

En 2005, después de los desastres ocasionados por el huracán Katrina, por iniciativa de Fidel se fundó una brigada de más de 1 500 médicos dispuestos a brindar sus servicios en las zonas de mayor vulnerabilidad. La negativa del presidente George W. Bush a aceptar ayuda de Cuba no era un gesto aislado, ni tampoco la disposición de los galenos cubanos: el médico Antonio Lorenzo Luaces de Iraola combatió en la Guerra de Secesión, obtuvo el grado de Coronel y vino en la expedición de Thomas Jordan con “El Inglesito”, combatió bajo las órdenes de Reeve y fue apresado y fusilado en Camagüey en 1875; Manuel García-Lavín y Chapotín, uno de los más importantes clínicos cubanos en las dos primeras décadas del siglo XX, cuando cursaba el segundo año de su carrera en París participó en la guerra franco-prusiana de 1870-1871 y fue condecorado con la Cruz de la Legión de Honor; el doctor Luis Díaz Soto, médico comunista cubano que peleó en la Guerra Civil Española, fue nombrado cirujano jefe del batallón americano Lincoln-Washington, alcanzó los grados de teniente y adquirió gran experiencia en la organización médico-militar, de ahí que el hospital habanero que todos llamamos “El Naval”, hoy lleve su nombre. 

A pesar del éxodo masivo de médicos cubanos hacia Estados Unidos en los primeros años de la Revolución, que dejaron al país con la mitad de sus doctores en Medicina, Cuba no dudó en enviar una brigada médica emergente y varias toneladas de equipos e insumos a Chile por el terremoto de 1960, aunque se considera como primera colaboración internacionalista médica de la Revolución la enviada a Argelia en 1963, por un año. Todavía más compleja fue la ayuda ante el terremoto de 1972 en Managua, Nicaragua, bajo la presidencia de Anastasio Somoza Debayle —su padre, Anastasio Somoza García, había colaborado con la invasión por Playa Girón en 1961 cuando era presidente—, que ocasionó unos 20 000 muertos y un número equivalente de heridos. Hacia los años 90 varios huracanes azotaron América Central y el Caribe —los más devastadores, el George y el Mitch—, y ello contribuyó a dejar preparado un contingente de emergencia ante desastres naturales o grandes epidemias. El huracán Katrina fue el detonante para la creación en 2005 del Contingente Internacional de Médicos Especializados en Situaciones de Desastres y Graves Epidemias Henry Reeve. Desde entonces, brigadas de este contingente han asistido en situaciones de emergencia a países como Guatemala, Pakistán, Bolivia, Indonesia, México, Perú, China…, con un sobresaliente aval de éxitos y reconocimientos.

La Medicina y otras esferas científicas cubanas han acumulado logros indiscutibles, especialmente en la esfera asistencial, la preparación de vacunas y medicamentos, y en la docencia. Organismos internacionales, instituciones científicas prestigiosas y diversos especialistas de renombre mundial han certificado estas realidades, a pesar de políticas hostiles encaminadas a que la Isla no cuente con equipamiento y tecnología, materias primas para la fabricación de fármacos, bibliografía actualizada, financiamiento para proyectos… por la enfermiza obstinación de algunos políticos en Estados Unidos. Nuestros médicos se han sobrepuesto a todos estos obstáculos y han logrado significativos avances en programas hacia el exterior, como la Operación Milagro, un plan de asistencia médica iniciado por Cuba y Venezuela para dar solución a patologías que dejaban ciegas a muchas personas, y que después se amplió a varios países. La colaboración permanente en decenas de naciones con cientos de miles de trabajadores de la salud pone de manifiesto el prestigio alcanzado, al igual que el otorgamiento de becas para estudios de Medicina a cientos de miles de jóvenes de bajos recursos en la Escuela Latinoamericana de Medicina —ELAM— y la creación de facultades de Medicina en varias universidades extranjeras. Dentro de esta contribución a la salud en el mundo, el gobierno cubano ha mantenido activo al Contingente Reeve y ha labrado una historia destacadísima; baste mencionar la lucha contra la peligrosa epidemia de ébola en África entre 2014 y 2016, reconocida por la Organización Mundial de la Salud. Por eso no es de extrañar que instituciones y organismos de Europa y América hayan solicitado un Premio Nobel de la Paz para el Contingente Reeve.  

Alfred Nobel fue un químico e ingeniero, inventor y fabricantes de armas sueco, que registró 355 patentes a su nombre yal que se le ha atribuido la invención de la dinamita —usada por los chinos muchísimo antes de 1866—; al morir dejó una gran fortuna y en su testamento estipuló que financiara un fondo para un premio internacional en Literatura, Fisiología o Medicina, Física, Química y, curiosamente, de la Paz —luego le fue sumado el de Economía—; el de la Paz, en particular, no se concede en Estocolmo, sino por el Ayuntamiento de Oslo, en Noruega, elegido por el Comité Nobel Noruego compuesto por cinco personas designadas por el Parlamento de esa nación, hecho que se ha intentado atribuir a la amistad de Alfred Nobel con el escritor noruego Bjørnstjerne Bjørnson. Ningún premio puede declararse exento de influencias y hasta de manipulaciones, a pesar de los posibles esfuerzos de sus organizadores, menos el Nobel, con su prestigio y su dotación actual, de más de un millón de dólares; algunos lo mencionan cuando resulta políticamente conveniente y lo desconocen cuando no, y en ocasiones sus otorgamientos han sido obviamente incoherentes o parcializados, o han desconocido a figuras de extraordinaria e intachable trayectoria.

Hasta los años 60, Europa y Estados Unidos acapararon la gran mayoría de los Nobel de la Paz —Mahatma Gandhi nunca lo recibió, a pesar de haber sido nominado en varias ocasiones—, aunque a partir de los 70 se hicieron más “cosmopolitas”. Tradicionalmente se han reconocido cuestiones legales, o se han entregado más a cargos que a personas, lejos de las genuinas gestiones reales de paz. En cuatro ocasiones se le otorgó a presidentes de Estados Unidos: Theodore Roosevelt en 1906, por su mediación en la guerra ruso-japonesa y su interés en el Tribunal de Arbitraje de La Haya, a despecho de las intervenciones militares de su gobierno en América Latina; Woodrow Wilson en 1919, por ser fundador de la Sociedad de Naciones, como si fuera el suyo fuera el único país en integrarla; Jimmy Carter en 2002, por encontrar soluciones pacíficas a conflictos internacionales, a pesar de que otros lo hicieron también con más empeño y desde una posición más vulnerable, como Omar Torrijos, sin recibir el galardón; y Barack Obama en 2009, a solo unos meses de asumir la presidencia de su país, por fortalecer la diplomacia y la colaboración, lo cual no fue óbice para que la potencia que representaba continuara guerreando en Libia o Siria, y apoyando a la guerra sionista contra el pueblo palestino. Secretarios de Estado norteamericanos y figuras cercanas a su gobierno han alcanzado el reconocimiento, sin muchos argumentos convincentes. En 1973 se intentó entregárselo a Lê Ðức Thọ, firmante de los acuerdos de paz en París —entre el agresor derrotado, Estados Unidos, y el agredido vencedor, Vietnam—, junto al genocida Henry Kissinger; la maniobra fue abortada dignamente por el vietnamita, quien rechazó el premio argumentando diplomáticamente que para él su razón fundamental no era este, sino Vietnam. Algunos galardonados no parecen, precisamente, defensores de la paz, como Mohamed Anwar Al-Sadat y Menachem Begin (1978), firmantes de los Acuerdos de Camp David, que aun cuando abrieron paso a una paz entre Israel y Egipto, no resolvieron el problema en la región, al excluir al pueblo palestino y dejar manos libres a Israel para masacrarlo. Otros premios han sido ostensiblemente manipulados por la política, como los adjudicados a Lech Wałęsay a Mijaíl Gorbachov. Fue decepcionante, al menos para mí, su entrega al presidente Juan Manuel Santos por sus esfuerzos para poner fin a la guerra en Colombia, cuando cualquiera sabe que fueron compartidos por el líder de las FARC-EP Rodrigo Londoño, y por los mediadores de Cuba y Noruega, y los veedores de Chile y Venezuela.

Sin embargo, estas objeciones no deben conducir a descalificar la legitimidad del Premio Nobel de la Paz, porque se ha otorgado también de manera justa, en una especie de solución pendular que suele restarle objetividad y justicia. Fue muy bien recibido en 1962 su concesión al químico estadounidense Linus Pauling, que ya había obtenido el de Química en 1954 por sus descubrimientos sobre la naturaleza de las estructuras biológicas complejas, y ahora lo merecía por su activa campaña contra de las pruebas de armas nucleares. En 1964 otro Nobel de la Paz fue merecidísimo: el de Martin Luther King Jr. por su lucha a favor del movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos, tema pendiente y ahora de nuevo candente en su país. La líder de las Misioneras de la Caridad en la India y monja católica de origen albanés, Madre Teresa de Calcuta, ganó este Premio en 1979, en un escenario complejísimo de moribundos, ancianos enfermos y lisiados; a este llamado a la visibilidad le sucedió su beatificación por Juan Pablo II en 2003 y su canonización en 2006 por el papa Francisco. Otro galardón justificado fue el de 1980, al argentino Adolfo Pérez Esquivel, defensor de derechos humanos en medio de las juntas militares encabezadas por Jorge Rafael Videla y Roberto Eduardo Viola, entre otros asesinos. También creo justo el otorgamiento a Nelson Mandela junto a Frederik de Klerk, por su difícil trabajo en aras de llegar al fin pacífico del infamante régimen del apartheid y sentar las bases para la construcción de una nueva Sudáfrica.

No pretendo conformar una lista de aciertos y desaciertos; pero en el año de la Covid-19, no encuentro candidato más convincente para este Nobel que el Contingente Reeve, integrado en este momento por 34 brigadas médicas y más de 2 500 cooperantes en 26 naciones a solicitud de sus gobiernos. Solo la manipulación puede dañar la imagen de una labor humanitaria sostenida y hoy inobjetable, que ha contribuido con resultados exitosos a la solidaridad y hermandad entre pueblos de varios continentes, apoyando el más preciado de todos los derechos: la salud. ¿Qué cobran un salario por ello? Es verdad, como lo cobran los científicos que han merecido los Nobel dedicados a sus especialidades, o reclaman sus derechos de autor los escritores premiados en Literatura, o perciben abultados sueldos y otras “regalías” la larga lista de políticos que exhiben en sus currículos el de la Paz. ¿Que un país pobre como Cuba recibe una compensación monetaria —no siempre ni en todos los casos— por esa colaboración? Nadie pretende negarlo, y está contemplado dentro de las relaciones normales entre países. ¿Qué un alto por ciento del dinero que se paga por esta labor de los médicos engrosa los fondos del Ministerio de Salud Pública? No podría ser de otra manera en un país, repito, pobre, y además brutalmente bloqueado por el imperio más poderoso del mundo, que ha garantizado, contra viento y marea, la atención médica universal y gratuita para todos sus ciudadanos. Ninguna de esas interesadas objeciones debería ocultar ante el jurado del Premio la cantidad de dolores aliviados y vidas salvadas, muchas veces en lugares donde nunca antes había llegado un médico, ni mejor manera de fomentar la fraternidad entre las naciones —uno de los pilares del Nobel de la Paz—, que la de este contingente que va a curar a los más necesitados, sin preguntar por credos religiosos, filiaciones políticas ni ideologías.  

 


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