Después de la derrota francesa en la Guerra franco-prusiana que provocó la caída del régimen de Napoleón III, se produjo la Comuna de París, un movimiento insurreccional que gobernó a la ciudad entre el 18 de marzo y el 28 de mayo de 1871. Mientras sucedían estos acontecimientos históricos, en la comuna de Charleville, región de Champaña-Ardenas, no muy lejos de la capital francesa, un joven de 17 años escribía al poeta Paul Demeny, lo que pasó a la posteridad como la “Carta del vidente”. Se trataba de una larga epístola escrita en prosa y verso; el texto comenzaba: “He resuelto ofrecerle una hora de literatura nueva”. En la misiva, el joven declaraba que “el romanticismo nunca fue juzgado como corresponde” y aseguraba que “el poeta se hace vidente por un largo y razonado desajuste de todos los sentidos. Todas las formas de amor, de sufrimiento, de demencia; busca él, agota en él todos los venenos, para solo guardar sus quintaesencias”.
Con mucha vehemencia, este precoz joven afirmaba resueltamente que “el poeta es verdaderamente ladrón de fuego”. Convencido de su papel, dejaba establecido un cambio esencial: “Musset es catorce veces excecrable para nosotros, generaciones dolorosas y cautivas de visiones ─¡que su pureza de ángel ha insultado!... […] Musset no supo hacer nada: tenía visiones detrás de la gasa de las cortinas: ha cerrado los ojos. […] Baudelaire es el primer vidente, rey de los poetas, un verdadero Dios […] la nueva escuela, llamada parnasiana, tiene dos videntes: Albert Mérat y Paul Verlaine, un verdadero poeta. ─Eso es todo”. Con toda la firmeza y suficiencia, la “Carta del vidente” se convirtió en uno de los documentos esenciales de la historia de la poesía moderna: el adiós a la poesía romántica y la llegada del parnasianismo. El joven a que me refiero es Arthur Rimbaud ─1854-1891─.
Desde los 15 años de edad, Rimbaud se había tomado muy en serio la carrera literaria. Con cuatro hermanos, su padre abandonó a la familia; desde pequeño había obtenido reconocimientos como alumno brillante y compuso poemas a los 7 años en medio del desarreglo asfixiante del hogar y la rebeldía de su carácter. En 1870 publicó su primer poema en una revista, “Los aguinaldos de los huérfanos”; para entonces, había leído escondido de su madre Los miserables, de Víctor Hugo. Su obsesión por convertirse en parnasiano lo motivó a escribirle a Théodore de Banville, entonces líder del parnasianismo, y le envió algunos de sus textos poéticos que nunca fueron publicados en la revista El Parnaso contemporáneo; entre los poemas, se encontraba “Ofelia”, un poema sobre el amor y la muerte, en que “los nenúfares ajados suspiran en torno a ella”: el poeta había visto sobre el agua “a la blanca Ofelia flotando como un gran lis”.
El parnasianismo, movimiento literario posromántico francés iniciado a mitad del siglo xix, reaccionaba contra la exageración subjetiva de los románticos en su exacerbado “Yo” individualista, con más exigencia hacia la forma en la perfección de la belleza, hasta proclamar una supuesta autonomía de la obra literaria como joya artística; para ellos, el arte no tiene que ser útil, moral, educativo… afianzándose en un pesimismo desesperado que rechazaba el consuelo cristiano entre la mayoría de sus integrantes. Algunos de los poetas que se iniciaron como parnasianos fueron después grandes simbolistas. Agrupados por un manifiesto de 1886, abogaban por un mundo basado en los símbolos y creados por los poetas, un misterio por descifrar. Los simbolistas creían que resultaba imprescindible crear imágenes y figuras literarias hasta acercarse al símbolo; fueron grandes simbolistas Charles Baudelaire, Paul Verlaine, Stéphane Mallarmé, entre otros. En 1872 el pintor francés Henri Fantin-Latour presentó en el Salón de París una pieza que en esos momentos pasó inadvertida, Un rincón de la mesa ─Un coin de table─; el artista, con el propósito de hacerle un homenaje a Baudelaire, había intentado pintar a escritores que admiraba, pero todos se negaron a posar, por lo que tuvo que contentarse con pintar poetas menos famosos entonces, entre los que se encontraba Paul Verlaine y su amante, el joven Arthur Rimbaud.
Como siempre se encontraba entre personas mayores, Rimbaud declaraba que tenía más edad, con el fin de que fuera aceptado entre poetas más reconocidos. Él integró una legión de niños pobres, abandonados o huérfanos, algunos de ellos provenientes de pueblos pequeños del campo francés que tenían el sueño de triunfar en París. La huida a la Ciudad Luz fue su primer impulso, en medio de la angustia de su inocencia: la madre lo vigilaba y le exigía. Según interpretación de los que están arraigados a la salvación cristiana, tuvo la experiencia del pecado original. Otra explicación más sencilla sería la búsqueda de la libertad, sin conocer todavía que entraría en otra prisión. La rebeldía acudió tempranamente, una orgía de los sentidos que lo empujaba a la acción, no importa en qué sentido ni con qué causa; salió por las calles de Charleville en 1871, su pueblo natal, con carteles provocativos de “Muera Dios” ─Friedrich Nietzsche le declaró la defunción a dios, en 1888, con El Anticristo─. En medio de su precocidad, el joven poeta francés construyó un estilo identificado dentro de su temperamento calificado de demoníaco, nutriéndose de la vida errante y bohemia expresada poéticamente bajo una catarsis y grito delirante de locura.
Su primera fuga a París en 1870 terminó en prisión por ser descubierto en el tren sin boleto; de la cárcel lo sacó un profesor a quien le escribió y varias veces después lo amparó de las golpizas de su madre. En febrero de 1871 volvió a escaparse para la capital y contactó con revolucionarios conocidos por él. Rimbaud le escribió a Verlaine y le adjuntó varios poemas, entre ellos uno que conquistó al destinatario: “El barco ebrio”, inspirado en Veinte mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne; su verdadero tema dista de la fantasía de esta novela y se adentra en las visiones delirantes de un barco hundido en el mar, memorables imágenes ─entre la fantasía, lo fantasioso y lo fantástico─ de una embarcación en un navegar sin rumbo. Cuesta trabajo creer la edad del remitente, no solo por el talento al abordar algunos asuntos y la suficiencia de sus rotundas afirmaciones semejantes a las de un profeta, sino por la nueva manera de expresar esos mensajes, como si todos los sentidos estuvieran desordenados: “Conozco los cielos rajándose en rayos y las trombas / y las resacas y las corrientes: conozco la noche, / el Alba exaltada como un pueblo de palomas, / ¡y a veces he visto lo que el hombre creyó ver!”. Enseguida Verlaine le respondió: “Ven, querida alma. Te esperamos, te queremos”; y envió un boleto de tren a París.
Verlaine alojó a Rimbaud en su casa junto a su esposa Mathilde Mauté, embarazada con 17 años de edad. Fue recibido por las grandes figuras literarias del momento en París, incluyendo Víctor Hugo ─quien lo llamó “Shakespeare niño”─; frecuentó los círculos literarios del barrio latino de la ciudad, el Quartier Latin, y pronto se hizo muy famoso. Entre el ajenjo, el hachís y los escándalos, como el incidente con el fotógrafo y caricaturista francés Étienne Carjat ─discutió con él en una cena y lo hirió gravemente─, se ganó el sobrenombre de enfant terrible. Entre 1860 y hasta 1873 es el período en que escribió la gran mayoría de sus poemas, publicados posteriormente bajo el título de Poesías. Los críticos han establecido tres períodos: el primero, entre 1860 y 1870 ─desde que tenía 7 años hasta los 17─, bajo la influencia infantil y apasionada de Víctor Hugo y Leconte de Lisle, entre otros, con sonetos y versos, algunos de ellos, sin mucha importancia; el segundo, de 1871, cuando se escapó de su casa por segunda vez, que revela al anticristiano comunero satírico y el antiburgués violento; y el tercero, entre 1872 y 1873, más dado a las visiones proféticas con las técnicas impresionistas que aprendió de Verlaine.
Los primeros tres años de la década del 70 establecieron el carácter colérico de su poética y su proyección ambiciosa y rebelde, junto a un don profético de videncia dirigida hacia una renovación estética, con nuevas formas realistas, casi naturalistas, que la poesía de la modernidad amplió inicialmente bajo la visión parnasiana. La “Carta del vidente” y “El barco ebrio” anunciaron un arts poética que prepararon los cuadernos de poemas que vinieron después, continuando con el espíritu fundador de Las flores del mal ─1857─ de Baudelaire. Baste revisar el soneto alejandrino “Oración de la tarde” para reafirmar su apego a la naturaleza por encima de los dictados celestiales, en el momento en que abundaban por parte de los poetas románticos elevaciones de versos a dios durante la hora del crepúsculo. Rimbaud escribía: “Tierno como el Señor del cedro y los hisopos, / meo hacia el cielo oscuro, muy lejos y muy alto, / con venia y beneplácito de los heliotropos”. El poeta rendía tributo a las plantas y flores de la tierra, no al cielo.
Sin eufemismos y con reafirmación antirromántica, tituló las cuartetas “Las espulgadoras”. La ironía sardónica en medio de la insurrección de la Comuna, que también fue la suya, afloró en el título “París se repuebla”, azuzando un espíritu de reparación: “…Industriales, príncipes, senados: / Pereced! Poder, justicia, historia, ¡abajo! / Esto nos es debido: ¡sangre! ¡llamas de oro! / Todo a la guerra, a la venganza, al terror”. Por esos años la relación entre Rimbaud y Verlaine, quien abandonó a su esposa e hijo pequeño, se tornó tormentosa, entre humillaciones y el alcohol. Ambos se fueron juntos a Londres y cayeron en la pobreza; se encontraron en Bruselas y en medio de un desequilibrio y discusiones en estado de embriaguez, Verlaine le disparó en una mano a Rimbaud, sin mayores consecuencias médicas, aunque el joven se asustó y llamó a la policía: dos años de prisión cumplió el agresor a pesar de su arrepentimiento y del retiro de la denuncia por parte del agredido.
El único libro impreso que Rimbaud agenció fue Una temporada en el infierno, de 1873 en Bruselas, escrito en ese mismo año cuando ya estaba retirado a su granja familiar; el poeta no pagó después del encargo para imprimir el libro y el editor decidió guardar los 500 ejemplares de la tirada en un almacén; se creían perdidos o destruidos y solo en 1901 fueron descubiertos por un bibliógrafo belga. Una temporada… está ubicado dentro de un contexto personal turbulento: da cuenta de una transitoriedad, pero también de su trágica experiencia vivida en lo individual, lo estético, lo moral, lo espiritual… El poeta declaraba que había intentado reinventar el amor; en “Delirios I”, con el subtítulo “La virgen loca. El esposo infernal”, confiesa: “Nací sumisa a él […] El amor es algo que hay que inventar otra vez, ya se sabe. […] ¿Acaso posee secretos para cambiar la vida? […] ¡Si fuese menos salvaje, estaríamos salvados!”. En “Delirios II”, con el subtítulo “Alquimia del verbo”, exterioriza sus intentos para redescubrir la poesía y asegura haber inventado el color de las vocales: “A negra, E blanca, I roja, O azul, U verde”. Proclamaba su método: “La antigualla poética ocupaba buena parte de mi alquimia del verbo. // Me acostumbré a la alucinación simple: veía con entera sinceridad una mezquita en lugar de una fábrica, una escuela de tambores dirigida por ángeles, carruajes en los caminos del cielo, un salón en el fondo de un lago; los monstruos, los misterios: un título de sainete erigía espantos ante mí”.
Rimbaud proponía cambiar la vida y la sociedad por la fuerza del amor y emancipándose de la tutela del cristianismo. Para algunos estudiosos se trataba de un “místico en estado salvaje”, acompañado por Verlaine, un “ángel y demonio” a la vez. No pocos analistas de su poesía han estudiado su obra a partir de diferentes categorías, como los temas de la inocencia y la culpa, el éxtasis producido por los sentidos, la emoción de la rebeldía, el sentimiento del castigo, la necesidad del ser humano de su libertad individual, la urgencia frente a la belleza… Para muchos se considera un “abyecto insuperable”; para otros, la voz total de un poeta insaciable. Su convicción de que el poeta debe hacerse vidente mediante un razonado desarreglo de los sentidos, indica el registro de lo inefable, siguiendo la alquimia verbal, cuyo origen se halla en la alucinación de los sentidos: esas invenciones verbales tendrán para él el poder de “cambiar la vida”.
En 1874 Rimbaud viajó a Londres en compañía del poeta Germain Neuveau y terminó de escribir Las Iluminaciones, con dos poemas en verso libre. Al año siguiente, se encontró en Alemania con Verlaine, quien salió de la cárcel y había tenido una efímera conversión al catolicismo: fue la última vez que se vieron los dos. Rimbaud ya había abandonado la escritura y le da el manuscrito de Las Iluminaciones a Verlaine, cuya primera edición fue de 1886 con prólogo de este último, llamado “Romanzas sin palabras”. Este cuaderno reafirma la sobreabundancia de la imagen de lo desconocido, sus vértigos que explotan para alcanzar el absoluto, una fiesta de intuiciones y apariciones, la alucinación de la creación concluida con un cambio personal, optando por tener una vida estable de trabajo. Fue obrero en Alejandría y capataz en Chipre; traficante de oro, marfil, cuero y armas en varias regiones de África y la península arábiga; se enroló en expediciones como explorador y geógrafo…: se empeñó en ser independiente y rico, y logró ambas metas.
El enfant terrible también fue soldado del ejército colonial sirviendo a los actuales Países Bajos y estuvo en Indonesia, Chipre y Yemén. Rimbaud tuvo en esos recorridos varias amantes nativas y durante un tiempo vivió con una etíope en su país, donde hizo fortuna como traficante de armas. Allí se le descubrió un cáncer en una rodilla y tuvo que regresar a Francia, donde le apuntaron una pierna en 1891. Su hermana Isabelle lo cuidó con amor y lo consideró “un santo, un mártir, un elegido”. En ese año murió en Marsella con 37 años. Con tres libros: Poesías, Una temporada en el infierno y Las Iluminaciones, ha pasado a la Historia de la Literatura como uno de los poetas más originales de la poesía universal de todos los tiempos, bajo la extraordinaria fuerza y voluntariosa dignidad del espíritu de los pobres y el aliento libertario de una de las almas más rebeldes que ha conocido la especie humana.
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