El espejo y la máscara


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Jonathan Swift en la Inglaterra del siglo XVIII, con su visión satírica de la sociedad, fue uno de los críticos más certeros de la falsedad de considerar a los gobiernos europeos paradigmas de la sociedad; además, no vio como irreconciliables las diferencias religiosas de entonces. La profundización en su obra sobre la naturaleza humana y el origen de la corrupción, y sus indagaciones en las convivencias entre la tradición y la novedad, dejaron un impacto crítico en sociedades que comenzaban a construir la modernidad en el Siglo de las Luces, para preocupación de los aristócratas. Los viajes de Gulliver, publicado en 1725, dejó una huella definitiva en la cultura británica por la precisión del reflejo social en un relato simbólico o parábola literaria.

Se ha dicho que Los viajes… fue la respuesta a Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, publicado en 1719 y considerado la primera novela inglesa; la obra de Defoe, una supuesta autobiografía –se cree inspirada en hechos vividos por el marino escocés Alexander Selkirk— que narra la historia de un náufrago inglés que permaneció 28 años en una remota isla desierta, constituyó un símbolo del colonialismo inglés: el hombre perfecto, de moral intachable, capaz de sobrevivir intacto difíciles peripecias. En cambio, los ficticios viajes de Gulliver a sitios remotos como una isla semejante a Tasmania o a otra inexistente cercana a la India, no solo satirizaban un género literario tan popular como la llamada “literatura de viajes”, sino que atacaban comportamientos de superhéroes y actitudes coloniales de desprecio, pedantería e intolerancia hacia costumbres de otros pueblos; se trataba de una refutación al relato optimista y colonial de Defoe sobre la superioridad de los ingleses. Leyendo a Swift aprendemos que ninguna forma de gobierno es ideal y que en cualquier lugar del planeta es posible encontrar amigos dispuestos a comprender. Muy pronto estas enseñanzas se enmascararon y se presentó a Los viajes de Gulliver como texto fantástico para niños, estrategia de los editores del siglo XIX que aburguesaron la literatura para edades tempranas y la disfrazaron con máscaras convenientes a su ideología.

A George Orwell –seudónimo de Eric Arthur Blair—, en el siglo XX, su posición contra el imperialismo británico después de vivir el orden colonial en Birmania, su compromiso a favor del socialismo como resultado de sufrir las pésimas condiciones de los trabajadores en Londres y París, y su postura contra los regímenes de Hitler y Stalin, lo condujeron a escribir una de sus obras más famosas: Rebelión en la granja (1945), fábula sarcástica contra el totalitarismo. Orwell combatió en la guerra civil española con la idea de “matar fascistas porque alguien debe hacerlo”, según reveló en una carta; sin embargo, el excesivo control estalinista al Partido Comunista Español y las manipulaciones y falsedades propagandísticas que vivió allí, lo marcaron definitivamente. No obstante, según se ha conocido por un informe de la Inteligencia británica, fue vigilado durante 12 años por la policía de su país; también se sabe que entregó una carta a una amiga que trabajaba en una sección del Ministerio de Asuntos Exteriores Británico, en la cual incluía una lista de 38 escritores y artistas con supuestas inclinaciones “procomunistas” según él pensaba.

Rebelión… no fue muy conocida hasta la muerte de su autor y se ha considerado, exclusivamente, uno de los textos más mordaces contra el régimen soviético impuesto por Stalin, que corrompió la línea democrática de la Revolución de Octubre. Los animales en una granja se rebelan, y expulsan a los humanos opresores y crean un sistema de gobierno que termina convirtiéndose en otra tiranía más brutal; la obra analiza la corrupción generada por el poder absoluto a cualquier nivel y denuncia cualquier totalitarismo, lo mismo el nacionalsocialista alemán que el estalinista soviético; sin embargo, el libro fue usado en los Estados Unidos en plena Guerra Fría como propaganda contra el comunismo, y hasta se buscaron analogías precisas con los personajes y el sistema de la URSS. Orwell había publicado en 1949 la novela de ciencia ficción social 1984, en que introduce el concepto de Gran Hermano vigilante, partiendo de la represión policial sufrida por él mismo, pero quizás a causa de la vigilancia maccarthista de entonces no fue muy promovida.

Los críticos más mordaces de los problemas de su tiempo en Francia fueron escritores como Honorato de Balzac y Victor Hugo, quienes profundizaron en los grandes conflictos sociales del siglo XIX francés y brindaron aportes decisivos a diversas ramas de las ciencias sociales, políticas, económicas, filosóficas… Sus temas y asuntos, personajes y acción narrativa nos permiten hoy conocer mejor la sociedad francesa de entonces, y ya Carlos Marx había afirmado que aprendió más sobre esta con ellos que con todos los historiadores de la época, casi siempre empeñados en confundir la Historia con la propaganda política.

Francia tenía una tradición crítica en el pensamiento filosófico: François-Marie Arouet, conocido como Voltaire, concibió uno de los modelos de la Ilustración enfatizando el poderío de la razón y la ciencia, y desde sus primeras obras defendió la tolerancia religiosa y la libertad ideológica, e identificó al fanatismo dogmático como causa de casi todos los males sociales, a tal punto que se le atribuye la cita apócrifa: “No comparto lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. La literatura se apropió de ese espíritu y construyó un espejo social amplio y diverso, matizado por las verdades singulares de varios sectores, según el punto de vista de cada autor, especialmente desde la pasión romántica o la minuciosidad realista. Balzac, atormentado por las deudas, llevó la caracterización social de su espejo hasta las últimas consecuencias, mientras Víctor Hugo, adentrado en cuestiones políticas que lo comprometían, la contuvo bajo ciertos límites y con precauciones equilibradas, de acuerdo con responsabilidades en el Parlamento con fama que trascendió a Francia, con sus anhelos de construir a los “Estados Unidos de Europa”. Los espejos en unos y otros escritores fueron matizados con máscaras autoimpuestas a conveniencia, pues cuando los regímenes no son auténticamente emancipadores, casi siempre aparecen antifaces de protección, a veces por la necesidad de la sobrevivencia, pero enmascaradas o no, por lo general las verdades nunca dejan de escribirse.

Jean Paul Sartre, desengañado como Orwell de la modernidad, emprendió un desafío a los poderes y optó por no usar máscaras. Exponente del existencialismo con énfasis en los valores humanistas del legado de Marx, se solidarizó con la Revolución cubana –realizó una visita a la Isla en 1960 con Simone de Beauvoir y se entrevistó con el Che—, se opuso a la guerra de Vietnam y organizó junto a Bertrand Russell el tribunal para juzgar al gobierno de Estados Unidos por crímenes de guerra, fue activo luchador contra el colonialismo francés en Argelia, se alineó a los estudiantes en mayo del 1968, y fue uno de los más agudos críticos del estalinismo. Se comenta que un cercano a Charles de Gaulle sugirió detenerlo por su defensa de la independencia argelina, y la respuesta del entonces presidente fue definitiva: “No se encarcela a Voltaire”.

Sartre rechazó el Premio Nobel de Literatura en 1964, el único en hacerlo en toda su historia, y en carta a sus organizadores explicó que aceptar la distinción implicaría perder su identidad, porque creía que los verdaderos lazos entre el hombre y la cultura debían desarrollarse sin pasar por instituciones establecidas por ningún sistema. Creía firmemente que el ser humano estaba “condenado a ser libre” y debía arriesgarse a una acción responsable y una actitud rebelde y crítica: entendía al pensamiento crítico como la única manera de lograr el desarrollo social. Durante los años 60 tuvo una fama mundial extraordinaria, pero mantuvo una vida sencilla hasta su muerte, con pocas posesiones materiales y solo comprometido con las causas en las que creía. Por supuesto, recibió críticas de todos los tipos de ideologías que en el mundo han sido.

Los escritores y pensadores europeos a que hemos hecho referencia tenían una convicción profunda que no se podía separar el pensamiento de la crítica; construyeron su espejo personal, según sus circunstancias y posibilidades; usaron, o no, máscaras de sobrevivencia frente a regímenes y circunstancias sociales y políticas que combatían, o ante representantes de sistemas que los vigilaron y persiguieron. Todos dejaron una obra valiosa y útil, independientemente de errores, equívocos, desequilibrios, descontextualizaciones…

En América Latina hemos tenido y tenemos a nuestros Swift, Orwell, Balzac, Victor Hugo, Voltaire, Sartre…, pero no han sido atendidos debidamente, algunas veces ni por la comunidad intelectual; mucho menos por los gobernantes, y generalmente ni siquiera se han opuesto a ellos porque no los conocen. Silenciarlos ha sido el método. No hay que temerles a las verdades, aunque no convengan. La construcción cultural revolucionaria solo se puede edificar sobre la base del pensamiento crítico, y si no existe la crítica, se retrocede en la aspiración de lograr una sociedad mejor.

El gran ensayista mexicano Octavio Paz, antes que se produjera su viraje ideológico, dio a conocer un libro de ensayo social que no ha tenido mucha divulgación dentro de su amplísima obra de pensamiento cultural: Corriente alterna (Siglo XXI Editores, S. A., México D. F., 1967). En la página 196 de su segunda edición de 1968, puede leerse: “El ‘tercer mundo’ carece de una teoría general revolucionaria y de un programa; no se inspira en una filosofía ni aspira a construir la ciudad futura según las previsiones de la razón o la lógica de la historia; tampoco es una doctrina de salvación o liberación como lo fueron en su tiempo el budismo, el cristianismo, la Revolución Francesa y el marxismo revolucionario. En una palabra: es una revuelta mundial pero no es ecuménica; es una afirmación de un particularismo a través de un universalismo —y no a la inversa. Con esto no quiero decir que sea ilegítima. Al contrario, no solo me parece justa sino que en ella veo, después del gran fracaso de nuestra independencia, la última posibilidad que tenemos los latinoamericanos de acceder a la historia”. En los momentos en que se publicaba este libro, Ernesto Che Guevara, con la convicción de que debíamos formar un Hombre Nuevo para una sociedad socialista en América Latina, estaba combatiendo en Bolivia. ¿Y ahora?

 


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