El extravío de la palabra como involución humana


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Lo que nos distancia de otros seres vivos y nos otorga el carácter de humanos es la habilidad para ejercer la comunicación y la capacidad para articular lenguaje que contribuya a aprehender la realidad y a hacerla inteligible. El lenguaje abona a la construcción de la memoria histórica y es justo ésta la que crea proceso civilizatorio y progreso técnico.

Con el lenguaje representamos conceptualmente la realidad y nos apropiamos de ella. Aprendemos, a través de él, a discernir y a matizar los rasgos de cada cosa, de cada relación humana y de cada situación o circunstancia.

Lo que nos hace seres humanos es la capacidad para representar conceptualmente la realidad y para transmitir de generación en generación ese lenguaje que forma sociedad, acción social y pautas de comportamiento.

Pero estos procesos civilizatorios no son tales ni se reproducen sin la palabra y sin los ejercicios articuladores que desembocan en la comunicación y el diálogo entre individuos y culturas.

Sin embargo, ¿qué ocurre en aquellas sociedades donde la palabra es lapidada hasta ser diezmada? No solo se pierde la capacidad para contactar con “el otro”, sino toda posibilidad de diálogo y de ejercicio de un mínimo resquicio de razón.

Ocurre en las relaciones cara a cara, gestadas en el día a día. La incapacidad para escuchar a “el otro” aflora cuando se explaya el individualismo y el retraimiento de los individuos en posturas convenientes y que buscan el propio interés. Contactar con “el otro” supone comprender sus necesidades y urgencias a través de la empatía. Aunque no pocas veces se necesita del ejercicio de la ética de la compasión cuando el agravio se cierne sobre aquellos que padecen alguna forma de exclusión social. Una especie de autismo se padece entre quienes desde su trinchera no hacen más que defender y arrollar por sus intereses y beneficios. Y ese autismo se concatena con un anestesiamiento que mantiene sedados a los individuos presas del egoísmo. “La vida es hoy”, reza sarcásticamente el lema publicitario de una empresa de servicios funerarios. Y en ese hoy nos ensimismamos hasta perder los escrúpulos y desterrar el futuro como esperanza.

Las tecnologías terminan por inducir ese retraimiento al gestar una “realidad paralela” o una “virtualidad real y lapidaria” que sustrae a los individuos del contacto directo con el resto de los mortales. La tecnósfera está diseñando un homo digitalis que si bien tiene conectividad con entornos más allá de la proximidad, tiende a estar distante y ajeno de quienes le circundan en un mismo espacio físico. Estamos cercanos a seres que no forman parte de nuestro círculo vital, pero distantes de aquellos con quienes interactuamos en el día a día. La mutación antropológica podría llevar a tal extremo la involución que aquellos seres humanos desarraigados de su entorno reducirían su expresión a un simple mugido tras pedir algo o externar siquiera un saludo o un gracias.

Facebook e Instagram trazan con contundencia este panorama y, en medio de su estercolero visual y visceral, trivializan la palabra y entronizan a la imagen retocada y adulterada como sucedáneo de la comunicación. La emoción se impone a todo indicio de razón, y no queda más margen que para el impulso o la pulsión movidos por el narcisismo y la vanidad.

Lo anterior subsume a las sociedades y a los individuos en el cortoplacismo y en el hedonismo inmediatista, pero los extravía en el mar de la angustia, la desesperación y de la ansiedad insaciable e implacable que les trastorna y son exacerbadas con el vértigo de la incertidumbre.

La habilidad para comunicarnos es inversamente proporcional al progreso tecnológico y directamente proporcional a la deshumanización. Vaciada la palabra de sustancia sólo priva esa avidez emocional que seduce a quienes perdieron todo referente y a quienes privilegian el entretenimiento y la evasión de una vida de dolor y soledad.

No solo la vida cotidiana y sus relaciones cara a cara son vapuleadas por este sinsentido. A la misma praxis política le fue sustraída la palabra; al tiempo que el maniqueísmo y la polarización colapsaron sus vasos comunicantes y los mecanismos de cohesión y de formación de acuerdos que de ella pudiesen desprenderse. Es en este ámbito donde la industria mediática de la mentira se extiende a sus anchas y afianza mecanismos de encubrimiento, invisibilización y silenciamiento, tornando a las élites políticas como los villanos favoritos.

El diálogo de sordos hace presa de esta proclividad al mismo trabajo científico. Las posibilidades de construcción del sentido de comunidad son dinamitadas con el sectarismo, las vanidades y el afán de protagonismo. La pandemia del Covid-19 no hizo más que evidenciar a la ciencia en sus pobrezas y sus miserias, hasta extraviarla en la vorágine de las narrativas que apuntalan la construcción del poder.

Este desarraigo de la comunicación y el valor de la palabra gestan una involución que conduce a un marcado proceso anti-natura que marcha a contracorriente de la venerada ilusión del progreso, sustentada en la razón y en el intercambio de significaciones.

Quizás los individuos y las sociedades precisen de hacer un alto repentino y voltear hacia sí mismos y hacia los abismos que les surcan. Y en ese ejercicio reivindicar el valor de la palabra y de aquello que nos permite contactar con “el otro”. Solo la palabra salvará a la humanidad de su inmolación y de la pérdida de sentido que agobia a los individuos en su cotidianidad.

Tomado de: Alainet

 


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