El maestro cubano ante los desafíos


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Imagen tomada durante el acto de terminación de la Campaña de Alfabetización Foto: Liborio Noval

 

Aún puedo cerrar los ojos y ver las cuantiosas manos levantadas en el grupo de sexto grado del antiguo internado de primaria Coco Peredo, de Encrucijada, allá por el año 1971, con el fin de formar parte del círculo de interés Guerrilleros de la Enseñanza, significativa cantera en la formación de futuros maestros primarios, conocidos por tradición como maestros Makarenko. Nada material se nos prometía a cambio, solo el orgullo de pertenecer al patrimonio heroico del magisterio cubano.

A las alturas del Escambray nos marchamos un día de agosto de 1972 con el aliento de los seguidores de la obra de los Caballeros, los Varela, los Martí, los Varona, los Conrado y los Ascunce Domenech.

Más de un millar de adolescentes nos vimos, de golpe y porrazo, fuera de las faldas de nuestras madres y becados en el vetusto sanatorio de otros tiempos, en el pináculo mismo del Escambray. Detrás quedaban las voces y las aulas de aquellos maestros que, con su ejemplo, se convirtieron en nuestros primeros paradigmas profesionales.

Una vez en Topes de Collantes otro número de educadores vendrían a engrosar el abrazo de los agradecimientos. Y en esa escuela descubrimos, para nostalgia familiar, los cambios físicos y morales propios de la adolescencia; descubrimos igualmente nuestras primeras ambiciones amorosas y profesionales, escondidos tras la privacidad de una puerta o bajo el chorro de la ducha helada; las primeras grandes pasiones por las conquistas revolucionarias, por sus líderes —los mismos de la Sierra—, por las responsabilidades que nos entregaba la patria socialista de continuar la obra de los maestros voluntarios que se habían alzado con las cartillas y los lápices como armas de lucha a favor de la nueva ideología y de una cultura que abarcase el amplio espectro de transformaciones, germinadas ya desde los días del Moncada.

 Allí, acunados, por la inmensa fronda verde de la altiplanicie, cinco años después y tras colosales esfuerzos académicos y productivos, vinculados siempre a las duras faenas agrícolas de la montaña, nos graduamos de maestros primarios. Lejos quedaban las novias, las voces didácticas de los “profe”, las letanías autoritarias del Director, las riñas fugaces con compañeros, las muchas horas de estudios, los sueños de artista gracias a la formidable formación cultural que recibimos con el apoyo del Grupo Teatro Escambray, de su director, Sergio Corrieri y sus actores y actrices, de los instructores de música, danza, plástica, promotores literarios y de especialistas en programas audiovisuales, recién graduados de la primera escuela de instructores de arte creada por la Revolución.

Pero la huella de querer había sido profunda. Al fin solos con los alumnos, la clase y con el encargo ético de educar al ser humano que nos entregaban en bien de la nueva sociedad.

Entonces no pensábamos en esos goces mundanos que propician el desenfrenado desarrollo venido posteriormente, como resultado de la tercera revolución científico-técnica, en la definitiva decisión de los gustos. Recordaba cada vez que las dudas me asaltaban, las palabras del eminente escritor ruso Antón Chejov refiriéndose al maestro rural: «Ahí va con su ropa raída, con sus pies congelados, con su mala alimentación, pero algo muy grande y hermoso lo espera: sus alumnos». Y es que el deber con la profesión supera todos los obstáculos, todos los melindres.

Contra el desarrollo acelerado de la ciencia y la tecnología no se puede estar. El maestro cubano del presente milenio debe encontrar acomodo en el proceso docente- educativo a todos esos recursos, para aprovecharlo en aras de la dirección científica de su clase que le permita convertir su aula en un taller de comunicación viva y de hondos conocimientos de la cultura universal, persuadido de que sus alumnos viven en un mundo contradictorio, complejo e injusto que los llenará de desafíos y les exigirá soluciones.

No debemos olvidar que de las aulas de José Agustín y su sobrino José de la Luz, del presbítero Varela, del poeta Mendive y de tantos otros, convertidas en espacio de debate y saberes, egresaron los más grandes talentos y patriotas comprometidos con su momento histórico; ellos, que enseñaron a sus alumnos a amar la patria con la misma vehemencia con que impregnaron en sus discípulos el amor a Dios.

El pedagogo cubano de estos tiempos debe persuadirse de que la tarea de educar a la nueva generación en el apego a los mejor de sus tradiciones patrióticas y espirituales ha de conducirse con inteligencia y sólidos argumentos científicos, políticos y culturales, porque sobre esta recaerá la responsabilidad de conservar la Revolución, sinónimo de independencia plena y de convicciones profundamente humanistas, en tiempos donde un imperio brutal y salvaje presiona por aplastar el planeta.


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