El silencio de los excluidos


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En homenaje a Roberto Blanco

 

Tardó mucho el teatro en hacerse cargo de los excluidos. En la sociedad colonial, el bufo reivindicó, en el tono menor de un aire sainetero aspiraciones independentistas. Arrancó algunos recursos a la tradición hispana para introducir, sobre el guión escrito, con la libertad de la improvisación, el lenguaje de la cotidianeidad. Hablaba en cubano. La complicidad con el espectador hacía visibles sus claves secretas. En su intento por reflejar costumbres, forjó tipos. Su audacia lo llevó a desencadenar los sucesos del Teatro Villanueva. Era popular y su descendencia se prolongó hasta bien entrado el siglo XX. La picardía del chiste congeniaba con la audacia política. Los personajes dieron origen a los estereotipos del gallego, la mulata y el negrito, defendidos por actores carismáticos y talentosos. Subrepticiamente, la intención inicial se fue desdibujando. La voz de la resistencia devenía imagen de la subestimación.

Desde sus primeros textos, Carlos Felipe se detuvo en el mundo de los marginados. Sus tanteos cristalizaron el Réquiem por Yarini. A pesar de ciertas incertidumbres en la elaboración dramatúrgica y del empleo de un lenguaje falsamente poético en ocasiones, sentó las bases de un viraje necesario. Evitó los peligros de un costumbrismo populista. Evadió un paternalismo de tinte discriminatorio.

Comprendió que, para colocar a los olvidados en el escenario había que emplear los recursos del teatro más prestigioso. Era un modo de trasfigurar la cotidianeidad. De ahí sus intentos por apropiarse de una retórica seudopoética. Con su artificio, la palabra enfatiza la dimensión de lo extracotidiano, articulado en torno a claves de tragedia. Los personajes se mueven en un ámbito prostibulario, marginal por definición, periférico, aunque situado en el corazón de la ciudad. El poder político y económico existe allá lejos, distante, autónomo, ajeno.

Por tradición oral, el nombre de Yarini había crecido en la mitología citadina de la Cuba republicana. Procedente de ilustre familia habanera, árbitro de la elegancia, activo en los rejuegos de la política nacional, Yarini alternaba una vida pública brillante con el negocio del proxenetismo en el barrio de San Isidro. Aunque no se diga de manera expresa, el aristócrata proxeneta establece un puente con esa zona distante de donde emana el poder. Al mismo tiempo, se comporta como gallo de San Isidro, según la posterior definición de José R. Brene, verdadera encarnación del machismo, otro modo de ejercer el poder. Su imagen no se construye mediante la representación de los actos realizados de modo deliberado y progresivo. Por lo contrario, el personaje crece a través de la mirada de quienes lo rodean. El halo de la leyenda oculta una esencial fragilidad humana, sujeta al destino prefijado de una muerte anunciada. Víctima más que protagonista no atiende a las señales del peligro inminente. Sin cristalizar del todo, apuntan los rasgos característicos de la tragedia. En el trasfondo, el referente mítico anunciaba el desenlace inevitable.

Cuando Yarini cae en combate, su imagen ha sido desacralizada. Resulta un perdedor en la lucha por un espacio de poder. Entonces, el aliento trágico se diluye. Tal fue la perspectiva asumida por Gilda Hernández en ocasión del estreno habanero de Réquiem por Yarini.

Cierta vocación trágica rondaba el teatro cubano desde su renacimiento a mediados del siglo XX en un movimiento pendular ambivalente entre la voluntad desacratizadora y el rescate de un universo mítico. El Jesús de Piñera es apresado por un destino construido desde la mirada de los otros. La presión social suplanta la voluntad de los dioses. Con Electra Garrigó, en cambio, la parodia corroe los cimientos de la herencia clásica y restituye por otros medios la visión de un mundo sin salida. El ámbito aristocrático se transfiere a la cotidianeidad. Por eso, Electra Garrigó y Aire frío se iluminan mutuamente. El destino interviene en el proyecto de vida de un sujeto, marcado también por un contexto social concreto donde todas las puertas están cerradas. En Aire frío, Luz Marina intenta escapar. Su aventura se traduce en derrota, atrapada al igual que Fedra, como un frágil insecto, en las redes de una telaraña. Más allá del referente geográfico, la «maldita circunstancia del agua por todas partes» se constituye en metáfora de condición humana donde se entrecruzan el proyecto de la persona y el de la nación toda.

Eugenio Hernández Espinosa define María Antonia como «tragedia republicana». La aparente paradoja establece un punto de giro en la historia del teatro cubano. Según la tradición, ambos términos son inconciliables. El primero se sitúa más allá de un tiempo y un espacio delimitados. Al margen de cualquier condicionamiento, el individuo se debate, solitario, frente a los designios inescrutables de los dioses. A partir de la muerte de la tragedia, los nombres de Electra y de Medea han recorrido los escenarios de la mano de numerosos dramaturgos para contar historias diferentes. Sin preparación previa, desde la primera escena, los augurios anuncian un desenlace que habrá de cumplirse inexorablemente. Pero la historia se ubica en el centro mismo de una ciudad innombrada y reconocible, sufrida y vital. Carlos Felipe operaba en la periferia de una ciudad distante. Para Eugenio Hernández Espinosa, en cambio, lo marginado asume papel protagónico en un conflicto donde destino y proyecto emancipador se contraponen. Toda estrategia autoral se entreteje con extrema sabiduría, para conducir al reconocimiento de una realidad sumergida. La concepción de su proyecto artístico reafirma una voluntad liberadora. Entonces, el calificativo “republicano” yuxtapuesto a la noción de tragedia, revela el carácter transgresor de una obra que adopta para subvertir las reglas bien conocidas de un género prestigioso. Los nuevos dioses desplazan a los antiguos. En una balanza inestable, el conflicto se coloca en el centro de la Tierra. Porque María Antonia, portadora de una biografía personal, corporeiza la imagen simbólica de una dimensión social, apresada entre su misérrima condición y la búsqueda de una redención posible.

Primera puesta en escena de Maria Antonia.

Para el estreno de María Antonia, Eugenio Hernández Espinosa pudo contar con la colaboración de uno de nuestros más brillantes directores teatrales. Por su trayectoria artística, desde Prometeo hasta Teatro Estudio antes de pasar por el conocimiento de África y por la experiencia del Berliner Ensemble, Roberto Blanco estaba en condiciones de establecer un fecundo diálogo creativo con el texto del dramaturgo. Antes de escribir estas líneas, conversé con María Elena Molinet, diseñadora del vestuario producido en ocasión del estreno. Dejé correr la desordenada evocación memoriosa. Una misma clave de color, el amarillo de Ochún, me dijo, identificaba al personaje en un contrapunteo entre el plano de la cotidianeidad y el otro, el de los pasajes consagrados al ritual. En el primer caso, dominaba la estilización de las modas de los años cincuenta. Símbolo y ornamento en el segundo, la ropa contenía una densa carga de significados. María Antonia debía arrastrar una pesadísima cola llena de objetos testimoniantes de los avatares de su vida pasada. Sólo la energía y la fuerza física de la actriz Hilda Oates podían vencer en el movimiento escénico el lastre de tantos sufrimientos y de tanta culpa, comentaba María Elena.

En esa cola yace toda la pesadumbre de un universo de desamparados. La orfandad temprana, la infancia desposeída, la búsqueda del mendrugo necesario, la entrega del cuerpo para saciar el deseo de otros, la dignidad lacerada alimentan reflejos de autodefensa para el combate en un medio hostil. Las posibilidades de redención, escasas, son también ilusorias. Atada a Julio por una pasión convertida en dependencia obsesiva, el abandono la conducirá al despeñadero. Vulnerable antagonista de Julio, Carlos propone encarrilar la vida según las normas sociales establecidas. Construir casa y familia en el verde entorno del cazador de pájaros es un proyecto fugaz, espejismo y ensoñación, pulverizados por la implacable realidad. El efímero paréntesis desemboca en el sórdido prostíbulo, verdadero descenso a los infiernos hacia donde se encamina María Antonia, imantada por la presencia de su hombre. Cada vez más pesado, el lastre de su cola arrastra al fondo del abismo a la hija de Ochún.

El tiempo transcurre lineal, al ritmo de una secuencia implacable de acciones. Pasado, presente y porvenir se interceptan. El ayer subyace en la cola de Ochún y asoma, aludido, en el diálogo. El presente acompaña el recorrido de los protagonistas, palpita en la ciudad que los rodea. El futuro tiene dos vertientes. Una de ellas se sitúa en la frontera entre el sueño y la utopía. Se frustra a pesar de la modestia de sus ambiciones.

Aparece como cápsula cerrada sobre sí en el luminoso encuentro de Carlos y María Antonia. En sentido contrario, a las advertencias de los dioses se añade la presencia de Cumachela, discreta al inicio y cada vez más persistente a medida que los acontecimientos se precipitan. Al cabo, se convertirá en sombra y contrafigura de María Antonia. Entre grises y negros, por la miseria extrema y el descalabro físico del personaje, contrasta con la brillantez desafiante de la hija de Ochún, ya herida de muerte al borde de la caída. El deterioro físico se complementa con la carga de rencor inherente a la crisis moral y con la destrucción progresiva de todo rastro de dignidad humana. Casi paroxística la escena del prostíbulo muestra a Cumachela lamiendo en el piso un poco de ron en medio de la burla generalizada. El horror no está en la muerte sino, en el lacerante rebajamiento de la persona humana. La muerte es, entonces para María Antonia, una vez percibido su futuro posible, escape y liberación.

El espacio, el lugar, según los preceptos de las unidades clásicas, se define por el ámbito de la ciudad. Como en la tragedia clásica, lo privado se dirime en el centro de la esfera pública. El conflicto individual encarna los debates de la comunidad. La culpa se proyecta socialmente en términos de transgresión de los valores morales visibles, de castigo y de anagnórisis en el reconocimiento de la verdad. Al intentar eludir el designio de los dioses, Edipo aceleró con sus acciones el desenlace fatal. En ese torbellino involucró a los suyos, a su familia y a los tebanos. Tuvo que arrancarse los ojos porque no supieron ver. Y, paradójicamente, con ese gesto, además de redimir su culpa, recuperó la lucidez perdida.

Eugenio Hernández Espinosa se apropia de las convenciones de la tragedia para transfigurarla. En Grecia, en la Inglaterra de Shakespeare, en la Francia de Racinelos grandes culpables habitaban los palacios. A la nobleza del género, al enfrentamiento con el designio de los dioses, correspondía la condición nobiliaria de los protagonistas, reyes y semidioses. Frágil como mariposa encandilada por la luz, Fedra es víctima de un destino ineludible por su condición de descendiente de Minos y de Pasifae. María Antonia vive en un laberinto muy distante de Creta. Se mueve en el interior de una ciudad de covachas, animada por un misérrimo mercado. Todos los ojos la contemplan en tanto objeto de deseo o de rencor. Su culpa no procede de su nacimiento en una ilustre familia maldita. Proviene de su orfandad y de una historia conservada en la larga cola de su vestuario ritual. Así parece. Pero no es verdad. Insumisa, rebelde, María Antonia libra un combate. Al modo de los atletas de la antigüedad. Sometida a tres instancias de la subalternidad, soporta toda la pesadumbre del mundo. Su muerte anunciada constituye un sacrificio ritual. La sangre redime al conjunto de la comunidad, como la inmolación de Ifigenia favoreció la marcha de los saqueos hacia Troya.

La miseria material y espiritual domina la ciudad de los excluidos. Única, solitaria, totalizadora esa ciudad de rasgos particulares es representación simbólica de la que pertenece a todos. Efímero objeto de placer, María Antonia y Cumachela, su contraparte están sometidas a las dramáticas circunstancias de su condición femenina.

Negra, ha crecido en un sector subyugado, aunque su saber haya contaminado gran parte de la sociedad.

La estrategia emancipadora de Eugenio Hernández Espinosa opera desde la cultura y la creación artística. El mundo sumergido emerge a partir de la apropiación transgresora de los recursos expresivos prestigiados por la herencia occidental dominante. Género noble por excelencia, la tragedia se modula con una temporalidad historicista. Los dioses bajan a la tierra y la «muerte anunciada» se inscribe en un contexto social preciso. Fiel a una tradición instaurada por la vanguardia cubana, por Guillén a través de la norma clásica para El Son entero, por Caturla y Roldán en el modelo sinfónico, Hernández Espinosa rompe los límites que separan lo culto de lo popular. Su mirada viene de abajo.

Más que espectador cómplice es un participante activo, con sensibilidad y experiencia vital nutridas por una y otra. Concepto y realización obran en María Antonia el milagro de trascender la subalternidad. De ahí la elocuencia de la palabra castellana en contrapunto con las voces venidas de África. Una María Antonia guerrera renace agigantada en el sacrificio de la sangre convertida en uno de los imprescindibles personajes femeninos del teatro cubano.

El teatro se escribe en la letra y la escena. Para muchos, la evocación de María Antonia se separa de la visión deslumbrante de su estreno. El talento excepcional de Roberto Blanco, su sentido de lo espectacular, su dominio del color, de la música, de movimiento coreográfico contribuyeron a conformar el proyecto transfigurador implícito en la concepción original de la obra. Una fiesta sensorial pulverizaba la memoria subyacente de una realidad cotidiana. Rogelio Martínez Furé y Leo Brower lo acompañaron en la empresa. Junto al Conjunto Folklórico Nacional, intervino en el canto de Lázaro Ross. Los matices del color subvierten el acercamiento realista a la ciudad de la pobreza y la misérrima imagen de Cumachela.

La cultura de la subalternidad emerge triunfante, alentada por un proceso histórico liberador. Sobre los códigos de la tragedia se edifica una cantata para el autorreconocimiento y la autoafirmación. Desde tres instancias de la subalternidad, María Antonia asume el impulso descolonizador de la Revolución cubana. Señala una nueva perspectiva para la asimilación creadora de la cultura afrocubana reivindicada por algunos intelectuales del siglo XX. Fue necesario entonces romper los muros del silencio y de la subestimación, con su tinte discriminatorio clasista y racial. Ortiz, Lidia Cabrera, Carpentier, Roldán y Caturla revelaron valores musicales inscritos en un contexto portador de ideas y de un imaginario, donde vida y creación mantienen un intercambio permanente y permean el conjunto de la sociedad. Los estudios de folklore y etnología abrieron un camino pródigo en descubrimientos sucesivos, que no podían detenerse en ese punto. Faltaba tomar, con el escenario, los grandes espacios públicos y apoderarse de los códigos de la llamada «alta cultura», forjada en una secular tradición occidental.

Sobre las tablas, la operación se efectuaba mediante el uso eficaz del lenguaje del arte, en un diálogo con el espectador destinado a fracturar los antiguos enclaves.

La ambigüedad del arte favorece su proyección emancipatoria. El milagro consiste en partir, como semilla generadora, de una anécdota concreta, nacida en circunstancias precisas, sin reducir la propuesta a un mero descriptivismo, sin limitarse a la ilustración reduccionista. Más allá del núcleo central, los bordes se cargan de múltiples sentidos. En María Antonia, las instancias específicas de la subalternidad alcanzan a todos los marginados en razón de sus creencias, de su orientación sexual, de procedencia racial o clasista y aún para los escritores y artistas, supervivientes precarios en una situación de dependencia colonial. Por eso, la propuesta escénica crece en la recreación colectiva de los espectadores y en la individual de cada uno de ellos. Como María Antonia en su vestuario ritual, todos arrastramos a lo largo de la vida una pesada cola, hecha de historias personales moduladas por la gran historia, la de los acontecimientos que nos sacuden sin escapatoria posible.

En el escenario, María Antonia había tomado la palabra. De su condición subalterna, irrumpía en la asunción de un papel protagónico. A su alrededor, los restantes personajes intervenían como meros replicantes. Entre ellos, ninguno alcanzaba la categoría de verdadero antagonista. A pesar de su victoria aparente, el boxeador Julio resultaba un vencido manipulado por los otros, víctima de un espejismo. Alimentada por su historia personal, la voz de María Antonia encarnaba las aspiraciones de toda una comunidad. Su resonancia se extendía más allá de los límites de la isla. En el viraje de la posguerra, después de la pesadilla del universo concentracionario los oprimidos del coloniaje reclamaban su espacio libertario. Los combatientes de África y de Indochina hacían de la cultura un instrumento de acción libertaria. Esa tradición viviente, esa memoria actuante configuran una cultura de la resistencia atenidas a las circunstancias específicas de cada lugar rescatan los recursos de la antigua astucia subyacente y corroen las fórmulas impuestas por el ejercicio de la dominación. Entre tantos mundos diferentes y dispersos se articulan puntos de interconexión en el discurso de los condenados de la tierra. Nacido en Martinica, Frantz Fanón se involucró en la lucha por la independencia de Argelia. Desde abajo, el Caribe y el Mediterráneo volvían a encontrarse.

Después del auge de los movimientos emancipatorios de los años sesenta, cuando también los afronorteamericanos reclamaban sus derechos civiles, el movimiento pendular de la historia pareció encontrarse en otra parte. Pero no se trata de un péndulo, sino de una espiral. El cielo no se toma por asalto de una sola vez. Ahora en tiempos de globalización, la resistencia de los oprimidos recobra espacio. En esa coyuntura, la tragedia desplaza el apaciguamiento. María Antonia permanece viva, voz nuestra y de tantos desconocidos que se multiplican a través del mundo.

«Una pasión compartida: María Antonia». Editorial Letras Cubanas, 2004.

 


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