Elegía


elegia

En 1950 aparecía Elegía como un himno, un manojo de versos tan pequeño que cabía en la palma de una mano. Había nacido Roberto Fernández Retamar, un poeta veinteañero. Estaba dejando su primera huella, a la vez que asumía un destino, el suyo, el de un país, el de una historia, a los que nunca habría de renunciar. El libro bautismal rendía homenaje a Rubén Martínez Villena.

Esta propuesta iniciática preludiaba una extensa y renovadora obra de poesía y pensamiento imbricados. La alegría del autor ante su estreno en letra impresa fue también la mía. Éramos compañeros de estudio. Casi siempre sentados en pupitres vecinos, Roberto me pasaba los poemas que iba anotando en el curso de ciertas clases, particularmente aburridas. Nos habíamos conocido algo antes, cuando, estudiante de bachillerato, yo meditaba acerca de la selección de mi futura carrera universitaria. Lector insaciable, sensible a las artes visuales y a la música, Roberto unía a su curiosidad por las obras, el deseo de conocer a los autores. Una mañana, valido de su amistad con el pintor Víctor Manuel, se presentó en mi casa, centro de lo que el poeta llamaría más tarde, algo en broma, el «peñapobrismo», espacio de intercambio de ideas en nuestro pequeño apartamento de La Habana Vieja. Después de complacer a Víctor con su acostumbrado lager, comenté con el joven visitante mis deseos de estudiar Arquitectura. Casualmente, Roberto acababa de abandonar la carrera y me persuadió de no cometer su error. Así, apenas conocido, el muchacho delgado, con rasgos que marcaban todavía el tránsito de la adolescencia a la juventud, camisa de mangas cortas y pantalones algo anchos, entró de manera decisiva en mi vida. No podíamos adivinarlo en esa mañana calurosa de la calle Peña Pobre. Comenzaba una existencia compartida en el estudio, en el aprendizaje de la vida política universitaria y en el andar juntos a través de los hermosos y ásperos días de la Revolución. Ahora, cuando me habrá de faltar su cálida y bien timbrada voz, me espanta la dimensión de la deuda contraída por desidia, apresuramiento, espíritu de estar en la onda con la valoración, indispensable para marchar hacia adelante, con la contribución de la obra de la Revolución al pensamiento de nuestra América. En ese contexto, aún pendiente de edificación, habremos de conceder el sitio que merece a la huella dejada por Roberto Fernández Retamar. Lo afirmo con plena responsabilidad, despojada del dolor del momento y de un afecto fraternal, afianzado en la brega común.

En tiempos adversos de horizonte tenebroso, Elegía como un himno, expresa un compromiso ético y un llamado a la esperanza. Trabajador incansable, obsesivo cazador de ideas, riguroso en el detalle, Roberto Fernández Retamar dio a conocer una producción precoz en la poesía y en el pensamiento. En su memoria de artista convergían presencias tan contradictorias como las de Julián del Casal, Martí y el sentimiento trágico de Miguel de Unamuno. Lo obsesionaban preocupaciones de orden filosófico, cultural, estético, social y político. Las interrogantes esenciales lo perseguían noche y día en sus lecturas afiebradas, en el verso que brotaba repentinamente, en el incesante balanceo de su algo chirriante sillón.

A poco de terminar su carrera universitaria defendió una tesis sobre la poesía contemporánea en Cuba. Publicada luego, sigue siendo referencia obligada para los estudiosos del tema. Ganó por oposición una cátedra de Lingüística, que lo convirtió, a los 24 años, en el más joven profesor de nuestro más alto centro docente. Aunque su vocación literaria lo llevara a dedicarse a la enseñanza de las letras, la base científica resultó ventajosa cuando en el campo de la teoría literaria tomaba cuerpo la orientación estructuralista. De ese aprendizaje surgió Idea de la estilística. Todavía veinteañero, fue invitado a ofrecer un curso en la Universidad de Yale. En noches de desvelo, edificó una visión integral de la poesía latinoamericana.

Hubiera podido desarrollar una carrera académica, asido a la falsa noción de la «neutralidad de la cultura», en los Estados Unidos. Optó por regresar a Cuba. Para el autor de Elegía como un himno, el triunfo de enero representaba la Vuelta de la antigua esperanza, poemario que brotó en esos días fervorosos. Sin apelar a populismos paternalistas, su palabra dio carne al sentimiento de muchos.

Toca a los intelectuales orgánicos poner su experiencia y su conocimiento al servicio de la institucionalidad revolucionaria. Retamar lo hizo en la Universidad, en la Uneac, en el servicio exterior, en el Centro de Estudios Martianos y en la Casa de las Américas.

Parte irrenunciable de su tarea procede del reclamo de repensar el país, definir sus contextos y el lugar que le corresponde en el mundo. Impregnado por la obra de Martí, Roberto Fernández Retamar lo hizo teniendo en cuenta una relectura creativa del Maestro y rescatando en términos de contemporaneidad el múltiple legado del marxismo en sus fuentes originarias y en la tradición emancipatoria latinoamericana. Colocó a Martí en su «Tercer Mundo». Desde esa perspectiva original, perfiló un pensamiento descolonizador a través del cual revisa algunas de las polémicas en torno a nuestra América, repasa la llamada «leyenda negra» y desemboca en la redención de su Caliban, texto riguroso y provocador, motivo de estudio y debate en muchos lugares, aunque no tanto en la Isla para la que fundamentalmente fue escrito.  

Todavía bajo el impacto emocional de su pérdida, no tengo tiempo ni espacio para abordar el tema como lo merece. Convido a los jóvenes que están emergiendo, a los veinteañeros de hoy, a remprender una lectura crítica de la vertiente descolonizadora de nuestra cultura, a hacerlo prescindiendo de prejuicios y consignas. No hay que esperar la caída del árbol para medir la anchura de su tronco.


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