Érase una vez el jazz: una palabra maldita


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La primera vez que escuché hablar del jazz como algo importante en la música y en la cultura del siglo XX, fue en un programa de la televisión que hoy nadie recuerda; se llamaba Arte y folklore y junto al presentador estaban dos personas que tuve la suerte de conocer años después: Leonardo Acosta y Horacio Hernández.

Tenía en ese entonces unos once años y había crecido escuchando los discos de “las descargas cubanas” de Frank Emilio, primero con su Quinteto Instrumental de Música Moderna y después con Los amigos; y “La descarga caliente de Cachao”; disco que era de uno de mis tíos, pero que dejó en la casa.

También formaba parte de mi escucha los discos de un tal Benny Goodman y de un señor llamado Glen Miller. Recuerdo escuchar una y otra vez un tema llamado Serenata a la luz de la Luna donde los pasajes de la cuerda de metales enternecían mi naciente sensibilidad adolescente en materia de música. La colección de discos de casa incluía una versión completa de West Side Story y un disco de una mujer negra, gorda, llamada Billie Holiday, con una voz melancólica por momentos y otras veces de una fuerza impresionante, telúrica.

Aquellas cosas, mi padre y algunos de sus amigos que se reunían algún domingo a conversar y a revisar su vida, no les llamaban jazz, al menos que yo recuerde. Era simplemente “música americana”.

El término jazz la primera vez que lo escuché fue en boca de alguien con pretensiones intelectuales –la vida lo borró por siempre—y se refería al mismo como una cosa solo apta para entendidos; es –le escuché afirmar—“…un fenómeno cultural elitista e incomprensible para aquellos que no dominan la música complicada por la intensidad de las notas y los pasajes estilísticos que abordan los intérpretes… se trata de una música que no será nunca popular…”

Tal juicio fue emitido en el mismo momento que surgía el grupo Irakere e infiero que su razonamiento tenía que ver con la música que ellos proponían, más allá de Bacalao con pan, Moja el pan o Xiomara Mayoral.

En resumen, era algo inalcanzable. Una palabra maldita. Dígase jazz y el hombre común, el proletario, está obligado a no escucharlo por no ser capaz de entenderlo. Así de sencillo.

Por suerte para mí existió ese programa de televisión que me ilustró.

Sin embargo, mis amigos de la infancia que estudiaban música me fueron acercando a determinados fenómenos musicales que a ellos sorprendían; sobre todo a los pianistas que le impresionaban como Herbie Hancock y Chick Corea.

Pero hubo más, primero fue el conocer a Nicolás Reynoso y escucharlo en el bar Las cañitas del hotel Habana Libre. Ya rondaba en ese entonces los diez y seis años y me permitía algunos placeres, entre ellos tomar limonada frappé y ginger ale. También los acompañaba al bar elegante del hotel Riviera y esperaba a que el señor del piano les diera un chance para tocar con ellos. Así supe de la existencia de Felipe Dulzaides. Entonces, sin saberlo o notarlo, el jazz me fue entrando por las venas. Debí decir por los oídos.

Pero la verdadera apoteosis fue llegar a la Casa de la Cultura de Plaza una noche de febrero a escuchar al grupo Irakere. Aquella otra música de Chucho y sus músicos –parte de ella ya la conocía por los discos de la banda—me dejó en trance, un trance espiritual tan profundo del que años después no me he recuperado y no pretendo hacerlo. Descubrí, igualmente, que muchos de los que me rodeaban estaban también en trance… hipnotizados y solo atinaban a tratar de imitar con bocas y gestos de las manos el sonido de los instrumentos. Fue mi primer ejercicio de éxtasis colectivo.

Fue en esos años que gracias a mi inagotable hambre cultural me llegaron las novelas de los escritores norteamericanos de los años veinte y treinta como Scott Fitzgerald, entre otros, cuyas novelas tenían ese ritmo interior y trepidante de una música que aparentemente no conocía a cabalidad, pero que estaba ahí y se enlazaba con una cultura compleja como la de sur de los Estados Unidos.

Y por último el cine. Ahí estaba todo o casi todo lo que pudiera ilustrarme en cuanto al jazz; sus figuras y esa parte de la historia contada por hombres blancos y en la que los negros nunca llevaron la mejor parte. Ver El cantante de jazz y descubrir a Louis Armstrong fueron le guinda del pastel de mi filiación jazzística total.

Así fue como comencé a ser asiduo al club Maxims, a las descargas que el cineasta Mario Barba y el fotógrafo Helio Ruiz organizaban en la UPEC y a coleccionar casetes de jazzistas de moda y, lo más importante, comencé a viajar en su historia. Primero, acribillando a preguntas a Leonardo Acosta a quien había conocido en ese entonces y para ayudarme a saciar mi curiosidad –pienso que fue evitar mi asedio y preguntas inoportunas—me prestó literatura al respecto y me facilitó algunos de sus discos; después, conversando con aquellos músicos que conocí en esos años.

Sin saberlo estaba labrando una ruta en mi conocimiento cultural que un día me llevó a las raíces de esa música: el negro spiritual y los cantos de góspel. Hasta que cierto día tuve frente a mí a Dizzy Gillespie.

Entonces todo cambió. Había descubierto que en mi búsqueda olvide mis raíces. Sobre todo esa que alguien, desde un elitismo barato y racista, había sentenciado al olvido: la impronta afrocubana.


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