Fábula sin ficción


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En los días posteriores al fin de la guerra de independencia, Liborio estaba solo en el cañaveral cortando caña mientras los demás almorzaban frugalmente. Al abrirse paso por el surco vio de pronto a Dios con un traje blanco de hilo, sentado en uno de esos banquitos que usaban los hacendados cuando salían a inspeccionar sus propiedades.

     –Buenos días, Liborio –dijo Dios–. He venido a ver cómo les va a mis cubanos.

     Liborio se detuvo, la ropa empapada de sudor, las manos agrietadas y sangrantes, los pies descalzos y sucios. Clavó el machete en la tierra, escupió el trozo de caña que estaba masticando y meditó durante largo rato sobre lo que debía decirle a Dios.

     –Ante todo, Señor –dijo–, ya no somos súbditos del Rey de España. Ahora somos hombres libres.

     – Eso veo –dijo Dios, mirando a Liborio de arriba a abajo–. La diferencia es enorme.

     –Pero a veces me pregunto –siguió diciendo Liborio– por qué la vida es tan dura todavía.

     Dios lo miró sonriendo.

     –Hijo mío, en este mundo nada puede ser perfecto, o de lo contrario nadie querría ir al Cielo. El azúcar es dulce, pero cuesta trabajo sacársela a la tierra. El océano es ancho y generoso, pero tiene tormentas súbitas y peligrosas corrientes que te arrastran y ahogan. Cuba misma es tan bella, la perla de mis criaturas, que he tenido que crear la peste, los mosquitos, los erizos de mar y las púas de marabú para que la vida aquí no sea como la del Paraíso. Nada puede ser perfecto en este mundo.

     Liborio sopesó la idea, tratando de penetrar los misterios de la sabiduría divina.

     –Pero la libertad no tiene manchas –dijo finalmente–. La libertad sí que es perfecta, ¿no?

Dios volvió a sonreír.

     –Para eso –dijo– he creado a los yanquis.

(Adaptado de Los Gusanos, de John Sayles).

Dios crea Estados Unidos, a los que concibió como una de las grandes naciones del mundo, dotada de un poder hasta entonces inimaginable y de una riqueza nunca antes vista.

Pero calculó también los peligros que podría acarrear esa suma de riqueza y poder, y la facilidad con que la complacencia podría trocarse en arrogancia. Dios quería predicar la humildad, sobre todo para subrayar que el ejercicio del poder y la riqueza, aún dentro de aquella escala sin precedentes, no carecía de límites.

Y con ese fin, y para despertar la codicia de los norteamericanos, Dios creó a Cuba, descrita por el primer europeo como una tierra «tan hermosa… tan adorable que mis ojos no se cansan de contemplar tanta belleza». Y, con toda intención, Dios situó la isla cerca de Norteamérica, a solo noventa millas de distancia, para que pareciera que estando tan próxima, el intento de poseerla contaría con el beneplácito divino.

Pero Dios también concedió a los cubanos la fuerza moral y la voluntad colectiva necesarias para oponerse a esa pretensión. Los norteamerianos no lograban entender cómo ellos, que podían apoderarse de casi cualquier cosa que desearan, dondequiera que estuviera, no podían tener a Cuba. Cuanto más lo intentaban, tanto más los cubanos resistían.

Esto se mantuvo durante casi dos siglos, así que el empeño norteamericano de apoderarse de Cuba y la determinación cubana de impedirlo se convirtieron en parte de la idiosincrasia de cada país y en una especie de obsesión para ambos.

(Tomado del dosier “El (otro) discurso de la Identidad”, ed. por A. Fornet, La Gaceta de Cuba, sept.-oct. 1996, p. 17.)


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