Festival 40


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Muchos reservaban sus vacaciones para disponer, en ese suave diciembre invernal nuestro, del tiempo necesario para ingerir, desde horas tempranas hasta la noche bien avanzada, la variedad de opciones que animaban el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano.

Para los cineastas del subcontinente, la ocasión propiciaba el encuentro excepcional con espectadores ávidos, críticos, entrenados en la lectura de propuestas reveladoras de realidades complejas. Ocultos en el anonimato de la sala oscura recibían la más codiciada compensación, al cabo de un arduo trabajo para procurar los recursos mínimos y completar el proceso de realización de la obra con las reacciones del público ante cada secuencia. Habían encontrado al interlocutor deseado, capaz de dar feliz término al proceso de creación.

Ese público cualificado se había ido formando mediante la aplicación de una política implementada en los intensos años 60 del pasado siglo. Los cubanos habían sido consumidores de cine en los territorios dotados de electricidad desde la aparición del séptimo arte. Había, sin embargo, extensas zonas de silencio, como nos lo recuerda Por primera vez, el clásico documental de Octavio Cortázar.

El cine móvil intentó llenar ese vacío. Pero, sujetas a las leyes del mercado y al monopolio de las grandes distribuidoras, las pantallas estaban dominadas por las expresiones más comerciales, procedentes de Hollywood y, en menor medida, de México y Argentina.

La segunda posguerra propició la irrupción de cinematografías de distintos orígenes con notable pluralidad de lenguajes, aunque orientadas todas a conjugar disfrute y problematización de la realidad. Regresaron los italianos con su neorrealismo de acento social y producciones de bajo costo. Llegaron la Nueva Ola francesa, el Free Cinema británico, Buñuel, Bergman y Akira Kurosawa. Todos ellos invadieron nuestras pantallas en los pasados 60.

Hay quienes subestiman la capacidad de asimilación de lo nuevo por parte del espectador poco informado. En cambio, el auténtico respeto al pueblo se manifiesta en confiar en sus posibilidades infinitas de crecimiento en lo intelectual, en el plano de la sensibilidad y en el político. Así lo entendió Fidel, nunca remiso a plantear, en el ancho espacio de la Plaza de la Revolución o en el más íntimo de la televisión, los problemas más complejos. Así lo hizo en los días de la Crisis de Octubre. También cuando previó el derrumbe de la Unión Soviética y aun mucho antes, recién llegado a La Habana en enero de 1959, en plena euforia, cuando afirmó que lo más difícil habría de comenzar después de la victoria.

En el terreno más restringido de la apreciación cinematográfica, la apuesta en favor de una pluralidad de opciones y el estímulo a una reflexión productiva se traduce en la edificación de un público extenso, ampliamente cualificado.

Las bases de la política de difusión cinematográfica se nutrieron del legado de la vanguardia cubana que emergió en la tercera década del siglo XX. A contracorriente de posiciones elitistas, procuraron la experimentación mientras, con el oído pegado a la tierra, impulsaron el diálogo creador entre lo culto y lo popular. Legitimaron las expresiones de origen africano, hasta entonces marginadas y reprimidas. Reconocieron la musicalidad del pregón callejero. La indagación acerca del imaginario campesino, encontró en Samuel Feijóo su más relevante expresión.

El Nuevo Cine Latinoamericano tuvo su partida de nacimiento en Viña del Mar, hace algo más de medio siglo. Aunque sus animadores no alcanzaran plena conciencia de ello, sus ideas matrices estaban en Nuestra América, de José Martí, revitalizadas por un ambiente de época matizado por la lucha contra el subdesarrollo, contra la banalidad adormecedora, contra los estereotipos productores de imágenes teñidas de exotismo.

El proyecto juntaba vanguardia artística y compromiso político. Exploraba lo más profundo de la realidad y reivindicaba los fueros de la imaginación. Integraba la poderosa creación brasileña, poco conocida hasta entonces por hablar otra lengua y por no haber compartido el legado histórico de nuestras guerras de independencia. Para llevar adelante su propósito, los cineastas tuvieron que sobreponerse a la adversidad.

A la falta de recursos se añadió la expansión de las dictaduras a lo largo del continente. Padecieron persecución, clandestinaje y exilio. En La Habana encontraron un público sagaz y cómplice, y un sitio para el intercambio de ideas, un refugio.

Es un relato que vamos descubriendo por entregas. Falta mucho por contar. Alfredo Guevara no quiso escribir sus memorias. Se limitó a publicar algunas compilaciones de documentos que dejan al lector la libertad de interpretar y de establecer conexiones entre algunos hechos. Ahora, más que nunca, la memoria tiene que ser restituida. Los datos salvados por el fundador del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematrográficos (Icaic) ofrecen pistas para deducir lo mucho que hubo de hacerse para preservar vidas y obras, para ofrecer el respaldo indispensable a la terminación de algunos filmes.

Faltan pocos días para el inicio de la edición 40 del Festival. Su diseño ha ido cambiando con el paso del tiempo. La cinematografía de acá dialoga con la de otros países. Un breve repaso a la cartelera evidencia un panorama impactante. Podemos encontrar obras procedentes de casi todos los países de nuestra América.

El cine latinoamericano existe y ha conquistado visibilidad. No es hora de dormir sobre los laureles. La actualidad impone desafíos gigantescos. Tozudamente, como lo hicieron los fundadores, hay que encontrar respuestas adecuadas, conjugando imaginación y pensamiento.


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