“Hay dos tipos de periodismo: el bueno y el malo, y en ninguno entra la ficción…”


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CONVERSANDO EN TIEMPOS DE…

Ciro Bianchi es un periodista muy reconocido y con presencia habitual en la prensa radial, escrita y televisiva cubanas. Con un estilo muy personal a la hora de narrar, Ciro asombra –al menos a mí me asombra- su excelente y “buena memoria”. El también periodista y escritor Leonardo Padura, Premio Nacional de Literatura, y uno de los autores contemporáneos más ponderados dijo en una ocasión de Ciro Bianchi: “Ante todo en la elección de los temas: sin ser un periodista noticioso, o precisamente por no serlo -en lo esencial- ha dedicado buena parte de su trabajo a profundizar en historias, personajes, situaciones peculiares, singulares, olvidadas o marginadas. Sobre ellas Ciro realiza dos ejercicios: el de la investigación o el de la penetración. Cuando escribe sobre un tema, por lo general investiga, o tiene la capacidad para ver un poco más allá que el común de los periodistas, y, por una u otra vía, ofrecer una mirada reveladora”.

Se ha dicho que gracias a su columna dominical, nacida en 2001, en el periódico Juventud Rebelde, usted es “uno de los periodistas cubanos más leídos del país”, ¿cómo asimila esa afirmación?, ¿alguna vez lo imaginó?, ¿es demasiada responsabilidad?

Siempre añoré escribir para el cubano de a pie. La vida me llevó a trabajar para publicaciones que se destinaban supuestamente al exterior, aunque en verdad no llegaban a la boca del Morro. Pasé unos cuarenta años en esas revistas, y hoy, mirando atrás, tengo la sensación de que estuve pronunciando discursos en una sala vacía; nadie escuchaba. Desconocía si el lector, en caso de existir, tenía cara de amigo o de enemigo.

Juventud Rebelde me dio la posibilidad de escribir para el jubilado de al doblar, el empleado de la tienda, la peluquera de la esquina, el maestro, el médico, en fin, y comencé a percibir el rostro amable del lector, gente que me interceptaba en la calle para comentar la página del domingo, precisar un detalle, rectificar un supuesto error o contarme algo que podría serme útil en mi trabajo.

Si como se dice, soy de los periodistas más leídos del país, se lo debo a Juventud Rebelde, aunque programas como A puro corazón y, sobre todo, Como me lo contaron,  y mis comparecencias dominicales en el espacio En tiempo real, del Canal Caribe, hayan puesto lo suyo. También he hecho radio, pero de todo, lo que más me interesa es la prensa escrita.

La columna de Juventud Rebelde cumple veinte años el próximo noviembre y ya sobrepasó las mil entregas. En todo ese tiempo dejó de salir siete u ocho veces y nunca por causas que puedan imputárseme. Si me voy de viaje, cuento las semanas que estaré fuera y dejo -o envío al periódico- las páginas necesarias, de manera de que no haya un hueco. En agosto de 2010 sufrí un infarto cardiaco. Era un jueves, el viernes, luego de pasar por el quirófano, caí en la sala de cuidados intensivos. No había que preocuparse por la columna del domingo siguiente porque estaba escrita y enviada desde el miércoles. Pero a comienzos de semana empezó a inquietarme la columna del domingo siguiente. Conversé con el médico. Inquirí si podía escribirla allí mismo. Dijo que sí, si no me angustiaba. En verdad, lo que me angustiaba era no escribirla. Yo no tenía laptop en ese momento y me llevaron una del periódico. Escribí sobre las comidas en La Habana de 1958. Dónde se comían las mejores fritas y papas rellenas, la mejor ensalada de pollo, dónde preparaban el mejor café con leche. Hasta el chayote relleno de El Lazo de Oro, el café de la esquina de San Lázaro y Hospital, salió a relucir en aquellas cuartillas.

Tengo entendido que su primer artículo periodístico se publicó en 1967 en el periódico El Mundo, ¿cómo fue su relación con Luis Gómez-Wangüemert: esa leyenda del periodismo cubano?

Gómez Wangüemert es una leyenda del periodismo cubano. Una leyenda olvidada. Lo admiré mucho, pero no tuve con él una relación estrecha; no por la enorme diferencia de edad que existía entre ambos, sino porque las circunstancias no lo propiciaron pese a que valoró y autorizó la publicación de mis primeros artículos en el periódico El Mundo, de La Habana, en 1967.

Una tarde, en una máquina de escribir prestada, redacté algo que me pareció un artículo. Desde entonces, artículo es para mí todo lo que se publica en un diario. No me pareció del todo mal,  era, incluso, publicable. Como no tenía a quien acudir, lo envié por correo a Wangüemert. A los pocos días recibí su respuesta. Aceptaba mi trabajo y de manera implícita me abría la puerta del periódico al decirme -me lo sé de memoria- “si vuelve a escribir para El Mundo, le ruego lo haga a renglón doble” porque yo, ingenuamente, para que el artículo parecería más corto, lo escribí a renglón seguido.

Recibí otra carta suya cuando apareció el tercer artículo. Se enteró de alguna manera de que yo no había cobrado mis colaboraciones y me detallaba los días y las horas en que podía acudir a la caja a cobrarlas. Me sorprendió que un hombre de su categoría se ocupara de cosas tan nimias, y más me sorprendió su siguiente mensaje en que me decía que no enviase más mis colaboraciones por correo, sino que fuera al periódico y se las entregara a su secretario, Alfonso Canto, o a él, personalmente.

Esa hubiera sido una buena oportunidad para acercármele, pero yo no quise o no supe aprovecharla. Lucía tan ocupado siempre que no podía permitirme sacarlo de su rutina. El Mundo era todavía un periódico como son los periódicos: en cada edición había tres editoriales, una página editorial con colaboradores de mucho prestigio, clasificados, obituarios, columnas como Mundo católico y Mundo protestante, la cartelera con el programa de todos los cines de la ciudad, la programación de los espectáculos en cabarets y clubes, el suplemento de los domingos…  Wangüemert se leía todo aquello, hasta la última esquela mortuoria; por otra parte, tenía una agenda muy apretada como director de periódico y personalidad social, reuniones, recepciones, consultas… creo que también fue consejero de Estado y era además un lector insaciable, con una biblioteca personal de unos siete mil volúmenes. En un momento del día hacía un alto en todo aquello, si es que se puede llamar así. A las seis y cuarenta y cinco se encerraba en su despacho. Canto no le pasaba llamadas telefónicas ni permitía interrupciones de ningún tipo. Quince, veinte minutos después salía con el comentario que leería en el noticiero televisivo de las ocho. No ingería    bebidas alcohólicas, pese a que en la azotea del edificio había uno de los bares mejor surtidos de La Habana, y mantuvo casi hasta el final sus “asunticos” amorosos.

Yo iba al periódico a veces por las tarde. Fue así, por mera casualidad, que me tocó ver el último día de Wangüemert en El Mundo. Una de esas tardes en las que se sabe que está pasando algo o que va a pasar, sin que se sepa con exactitud qué. A media tarde, quizás un poco antes, Wangüemert salió de su oficina, caminó hasta redacción y ya en la entrada de esta dio dos o tres palmadas para llamar la atención de los periodistas que allí se encontraban. Dijo: “Señores, en este momento ceso como director de El Mundo. Agradezco vivamente a todos los que colaboraron conmigo en este empeño”. Dio media vuelta y buscó el elevador que un sujeto mantenía con la puerta abierta. Minutos después entraban los estudiantes de la Escuela de Periodismo, capitaneados por Raúl Rivero, que, con la arrogancia propia de la edad y sin cortesía de ninguna clase, procedían a desalojar de sus puestos a la que ya empezaba a llamarse “la redacción saliente”. De ese trance no se libró siquiera alguien como el poeta Andrés Núñez Olano, a quien Raúl, sacó de su escritorio sin contemplaciones. Ni yo, pese a ser más joven que lo nuevos ocupantes del edificio, que estaban allí porque El Mundo pasaría a ser taller escuela de la Escuela de Periodismo, idea espléndida que propiciaría una mejor formación profesional, pero que no tardó en frustrarse con el incendio casual o intencionado del edificio, -nunca se supo- siniestro que dañó sus áreas interiores y acabó con el valioso archivo de la publicación fundada en 1901.

Volví a ver a Wangüemert, muchos años después, la noche de un aniversario de la llamada Protesta de los 13. Figuraba en el panel, pero lucía ausente, distante. Él, que podía haber dicho tanto por ser protagonista de los hechos, no habló. Cuando alguno de los panelistas aludió a la corrupción político administrativa del gobierno de Alfredo Zayas, pareció volver del limbo en que estaba instalado y, con su voz grave, pastosa y socarrona, recordó la famosa frase de Manuel Márquez Sterling, aquella de “Contra la injerencia extraña, la virtud doméstica”.

Al terminar el acto, me acerqué al estrado para saludarlo. Intercambiamos algunas frases de cumplido, pero no creo que me reconociera. Hombre acostumbrado al trabajo y a la toma de responsabilidades, no debe haberse sentido nada bien con el puestecito que le dieron en el Movimiento Cubano por la Paz. Sufría, al final de su vida, de enfermedades imaginarias, y aunque algunos amigos, como el escritor Enrique Serpa, no dejaron de visitarlo, debe haber muerto muy solo y con el pecado imperdonable de no haber escrito sus memorias.

¿Cuál considera que son sus armas de combate, sus herramientas más efectivas a la hora de escribir?

Nunca he pensado en eso. Yo hacía mi trabajo y ya. Nunca me sentí mejor o peor por ser un profesional sin título en un giro donde hay tantos títulos sin profesionales.

Escribo para dar al lector unos minutos de lectura agradable. Me siento recompensado si lo logro, y me satisface más el saber que eso que escribí aporta algo nuevo a quien lo lee. Más, si la lectura que le propicio lo lleva a bucear en otras fuentes, incluso para polemizar. Tengo una premisa que he mantenido a lo largo de los años. Si lo estoy escribiendo, me aburre, corto y lo acometo de otra manera. No siempre resulta fácil atrapar el interés del lector. No basta un buen título, no bastan un buen lead ni atractivos intertítulos, el “gancho” tiene que ser todo el trabajo. El reportaje, la entrevista, la crónica pueden ser más o menos extensos. No importan cuán largo sean. Si están bien escritos, la gente los leerá hasta el final. El asunto es encontrar una buena historia. La gente está ávida de buenas historias.

Prefiero narrar a opinar, aunque mi opinión está contenida en esa narración. Prefiero contar, sumirme en una descripción que a muchos puede parecer cinematográfica, dejarme llevar por los hechos pues, como decía Rodolfo Walsh, los hechos nunca te defraudan, y hacer que el lector participe de mi texto y saque conclusiones de lo que cuento.

Realmente para mí es un misterio… ¿a qué cree que se debe su memoria “de elefante”?

La memoria se ejercita. A veces hay que forzarla y no siempre uno puede confiarse enteramente de ella. En ocasiones va con la edad. También se deteriora y se pierde. Le contaré una historia. En 1983 Julio Cortázar hizo la que creo fue su última visita a Cuba. Lo llamé al Hotel Riviera, donde se alojaba, y le pedí una cita. Aunque mi nombre no debe haberle dicho absolutamente nada, respondió que me esperaba esa misma tarde, a las cuatro, en El Elegante, uno de los bares del hotel. Eran las dos, yo no tenía un centavo y pedí prestados veinte pesos; cantidad más que suficiente en una época en que la moneda nacional tenía fuerza liberatoria ilimitada y el mojito costaba, incluso en un bar de lujo, un peso con veinte centavos. Luego de la experiencia en una popular y democrática Ruta 20 llegué al hotel y en efecto en el bar me esperaba, acodado en el mostrador, el célebre autor de Rayuela y Libro de Manuel. Conversamos hasta las siete de la tarde. A esa hora, me pidió que lo disculpara ya tenía una comida a las ocho y debía prepararse. Pregunté si tenía inconveniente en que publicara lo conversado. No, no lo tenía, pero ¿será usted  capaz de recordar nuestro diálogo?  Bueno, respondí, eso es asunto mío. Fue una buena entrevista. Algo similar me sucedió con Augusto Monterroso.

¿Qué opina del llamado “periodismo literario?”, ¿habrá contradicción entre periodismo vs ficción?

En verdad le digo que no tengo opinión sobre eso. Para mí hay dos tipos de periodismo: el bueno y el malo, y en ninguno entra la ficción.

¿Puede decirse que Lezama está en usted?

Lezama es una presencia que me acompaña siempre.

En 1996 publicó Yo soy el chef, ¿de verdad es usted un chef en el sentido literal del término?

Yo soy el chef es un libro sobre el gran cocinero cubano Gilberto Smith. En unas ocho o diez sesiones maratónicas él me contó su vida y al final del relato yo reproduje treinta de sus recetas remitiendo -cada una de ellas- a la figura más connotada que degustó el plato: Fidel, Carpentier, García Márquez, Juan Carlos I, Jacques Chirac… Fue un libro con suerte. Se publicó en México, Brasil y Japón.  Eran días en que yo tenía columnas de cocina en tres revistas. En realidad, y lo confieso sin rubor, tengo una relación neurótica con la cocina.

De la más de una veintena de libros de su autoría, ¿cuál es el más amado?

Son ya más de treinta los libros publicados. La mayor parte de los autores ante una pregunta como ésta, remiten al entrevistador a sus libros más recientes. De hacerlo así, mencionaría Palabras reencontradas (Casa Editora Abril) que ganó en el 2019 el Premio del Lector, y García Márquez / Pasaje a La Habana, libro que escribí por encargo de la Editorial de la Universidad del Magdalena, en Colombia, y que se publicó en el mismo año y tiene ya  unas diez ediciones en español y en inglés; es una larga crónica sobre la relación del autor de Cien años de soledad con Cuba. No quiero dejar de mencionar, sin embargo, un libro como Memoria oculta de La Habana (Eds. Unión) y otro, Contar a Cuba (Ed. Capitán San Luis) de que se hicieron numerosas ediciones en español e inglés desde el 2011.

¿En qué ha ocupado su tiempo en estos meses de terrible pandemia?

He mantenido la columna dominical en Juventud Rebelde, y otra columna, también semanal, Apuntes del cartulario, en Cuba Debate, más la crónica que se trasmite todas las semanas por Habana Radio, la emisora de la Oficina del Historiador. Además, preparé una nueva edición (ampliada) de la estancia cubana de García Lorca y un libro, más breve, sobre el momento habanero de Juan Ramón Jiménez. Preparé una compilación de crónicas para la Casa Editora Abril, y para la Editorial McPherson (Panamá) la compilación Retrato hablado de La Habana y una nueva edición de Memoria oculta de La Habana.

En estos meses aparecieron los libros Itinerario habanero (Proyecto SurEl cojo de la bocina (Ed. Oriente), El crimen de la mancha en el espejo (Ed. McPherson, Panamá) y Diarios de Lezama Lima (Ed. Montacerdos, Santiago de Chile) y no tardará en publicarse La Habana contada (Ed. Arte y Literatura) compilación de crónicas escritas por extranjeros sobre la ciudad que se abre con un texto de 1597 y se cierra con otro del español Manuel Vicent, de 2012. Se trata de una obra que admite dos lecturas. Una, la de las crónicas que incluye, y otra, la de las notas que contienen todo un saber sobre La Habana.

Como ve, han sido meses de mucho trabajo. Veremos ahora lo que sigue.

 

 


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