La América en el siglo XXI


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Códice Tro-Cortesiano

Las expresiones literarias de la gran mayoría de los pueblos americanos fueron orales, o se escribieron mediante pictografías de las que se han conservado algunos íconos en códices confeccionados para leerlos de manera colectiva y ceremonial.

Cinco grandes mitos de la mal llamada “cultura occidental” se han pretendido establecer como verdades a lo largo del tiempo en relación con los aborígenes americanos. El primero, cronológicamente, estuvo definido por los impactos teológicos del encuentro de dominicos, franciscanos y otras órdenes religiosas con nuestros pobladores autóctonos durante los siglos xvi y xvii; en el segundo período se caracterizó por una hipócrita satanización de interés político entre holandeses, franceses, ingleses, alemanes, belgas y luego estadounidenses, que forjaron la “leyenda negra” contra España, comenzada en el siglo xvii y prolongada hasta centurias posteriores; el tercero lo determinaron teorizaciones seudocientíficas sobre la supuesta “inferioridad biológica” de los aborígenes americanos, que, junto a las relativas a los negros, posibilitaron diversas formas de racismo en el siglo siguiente desde una perspectiva eurocentrista; el cuarto, identificado con diversas modalidades de colonialismo y neocolonialismo, emergió a finales del xix y se consolidó en el xx, con exaltaciones de la  grandeza de la hispanidad y las tesis de civilización contra barbarie; por último, desde el siglo pasado se potencian y diversifican falsedades académicas disfrazadas con traje redentor y crecen instituciones de propaganda seudoprotectora que echan mano a estereotipos mediáticos, multiplicados con difamaciones y falsedades descontextualizadas, para discriminar a las culturas de estos pueblos, en plena crisis de la modernidad.

 

Tiahuanaco.

Tiahuanacota tuvo terrazas de cultivos que la hicieron fértil; muelles y diques en las aguas del Titicaca cuyas barcas hechas con cañas y juncos de la zona, abastecían de alimentos a sus habitantes; Tiahuanaco, fundada sobre el año 1000 a. C., poseía una red de alcantarillas y condiciones de vida para unas 115 000 personas —un cuarto de millón, si incluimos los campos circundantes. La extensión de este territorio era semejante a la de Francia, pero París tardó cinco siglos en alcanzar estos servicios. Pueden ponerse muchos ejemplos de “descubrimientos” e “inventos” europeos que las poblaciones originarias americanas venían aplicando mucho antes de que el Viejo Continente los formulara: baste recordar que la conservación de Machu Picchu se debe a un sistema de drenaje con 129 canales para evitar la erosión, de ahí que la ciudad haya conservado su esplendor hasta el presente. La desventaja de Abya Yala, convertida en América a partir de la invasión europea, es que comenzó a descontar su descomunal desarrollo no solo desde esa interrupción, sino con el seguimiento de un desarrollo otro y ajeno que sus naturales nunca entendieron, pero sobre todo bajo un sistemático saqueo multiplicado a nivel exponencial por los países “subdesarrollantes”, dueños de armas más potentes. Con la entronización del capitalismo, y especialmente con la entrada en escena de los autodenominados Estados Unidos de América, las armas para la rapiña se perfeccionaron; en 1898, por citar solo su estreno, la escuadra del almirante Pascual Cervera, en la batalla naval de la Guerra Hispano-cubano-estadounidense de la bahía de Santiago de Cuba, tuvo 350 muertos, 160 heridos y 1670 prisioneros, mientras que las tropas del vecino del Norte contabilizaron un muerto y un herido.

Machu Picchu.

En 1934, Alfred Kroeber, uno de los fundadores de la antropología en Estados Unidos, afirmaba que los indios en ese país no pudieron desarrollarse ni lograron historia propia porque estuvieron todo el tiempo en guerra sin resultados, una guerra de interminable desgaste, como si no se hubieran visto obligados a defenderse, con lo que tenían, del despojo y genocidio a que fueron sometidos por la expansión imperialista en sus territorios. Esa absorción, primero hacia el oeste y después hacia el sur, no ha cesado y mantiene el mismo pensamiento o proyección imperial y de predestinación divina, que ya ni cambia de lenguaje. En Native American Testimony de Peter Nabokov (Nueva York, 1978) se da a conocer un testimonio de Bebeagua, sacerdote de los sioux, quien soñó que seres jamás vistos tejían una inmensa telaraña alrededor de su pueblo. Los aborígenes en Estados Unidos nunca han sido comprendidos y se les impuso el estatus de vencidos, aislados en reservaciones; no es presumible que “los poderosos” lleguen a entender otro orden cultural ahora, cuando protagonizan la desesperada búsqueda de los últimos reductos de materias primas, y especialmente de agua, que quedan en algunas zonas del planeta. El colonialismo, el neocolonialismo y la dominación histórica de cualquier imperio se condicionan por una verdad resumida sintéticamente por Raúl Bueno en Promesa y descontento de la modernidad (Fondo Editorial Casa de las Américas, La Habana, 2012): “Triunfó la civilización que demostró una tecnología de guerra más eficiente. Eso es todo”.

Los ganadores nunca lograron explicarse —y por lo general ni lo pretendieron—, a las civilizaciones perdedoras, aunque mostraran un “refinamiento cultural” superior. Los pemones de la Gran Sabana, en el sureste del estado Bolívar, en Venezuela, llaman al rocío ‘Chiriké-yeetakuú’, que significa ‘saliva de las estrellas’; a las lágrimas, ‘Enú-paruqué’, o sea, ‘guarapo de los ojos’, y al corazón, ‘Yewúan-enaqué’: ‘semilla del vientre’. Los waraos del delta del Orinoco dicen ‘Mejo-koji’, ‘el sol del pecho’, para nombrar el alma; para amigo, usan ‘Majokaraisa’: ‘mi otro corazón’, y para olvidar, ‘Emonikitane’, equivalente a perdonar. Como ha dicho Gustavo Pereira en Sobre salvajes (Fondo Editorial Casa de las Américas, La Habana, 2007): “Los muy tontos no saben lo que dicen / Para decir tierra dicen Madre / Y para decir madre dicen Ternura / Para decir ternura dicen Entrega. / Tienen tal confusión de sentimientos / Que con toda razón / Las buenas gentes que somos / Les llamamos salvajes”. Esta última e irónica imagen de Pereira es real argumento en selectos clubes de la ultraconservadora clase política de los Estados Unidos: en esta etapa de posverdad se acabaron las máscaras y somos países-letrinas.

La raíz poética del acervo cultural de las innumerables etnias americanas se conoce poco hasta por los latinoamericanos. La cultura de los aborígenes de la región no ha sido estudiada en nuestras universidades partiendo de la matriz simbólica reconocida desde sus pueblos, y en la tradicional antropología cultural se han diseccionado estas sociedades como un naturalista lo hace con animales y plantas, aplicando esquemas y símbolos ajenos a la naturaleza cultural de cada etnia, y como si sus culturas híbridas, como las de cualquier sitio del mundo, no existieran en la actualidad. Hay un gran desconocimiento de ese pasado porque los instrumentos para aprehenderlo proceden de la cultura de los conquistadores europeos, con su perspectiva, que, al actuar sobre pueblos diferentes, se convierte en deformadora. Algunas veces se siguió el testimonio de españoles ignorantes que venían a hacer fortuna en las tierras americanas, o de sacerdotes dispuestos a imponer una doctrina teológica establecida, o de traductores, versionistas, profesores y editores, cuyos prejuicios y estereotipos les impidieron una real “lectura” de los saberes de estos pueblos. Incluso, con toda la buena voluntad para estudiarla, todavía hoy arrastramos esa rémora.

Las dificultades para desentrañar las lenguas de los aborígenes americanos, y por tanto, su sensibilidad y su pensamiento, han sido un valladar propiciador de enormes falsedades. Las expresiones literarias de la gran mayoría de estos pueblos fueron orales, o se escribieron mediante pictografías de las que se han conservado algunos íconos en códices confeccionados para leerlos de manera colectiva y ceremonial, por lo que no solo hay una pérdida progresiva de su variadísimo sentido lingüístico, sino que la aculturación llega a desconocer el hecho comunicacional o “interactivo” de su sistema. El Códice Tro-Cortesiano, escrito sobre papel de fibra de corteza de copó, una sola tira de 7,15 metros de largo doblada a modo de biombo y sobre la que hay pintados jeroglíficos de carácter mágico-religioso y zoomórfico simbólico, no puede desentrañarse del todo al traducirlo a las lenguas occidentales: seguramente queda mucho por descifrar. Y peor sucede con las culturas ágrafas, como las de la Amazonía, con su profusión de mitos perdidos solo escuchados totalmente por los árboles más viejos de aquellos territorios. Hay estudios valiosos sobre todas estas culturas, pero no se han generalizado ni sistematizado en nuestras universidades. Hay estudios “transoceánicos” pero no transamericanos. Hemos generado nuestro autobloqueo retardador del proceso emancipatorio, que reclama necesariamente el intercambio cultural entre los pueblos de la América nuestra. José Martí ya lo alertaba en 1891: “Los pueblos que no se conocen han de darse prisa para conocerse, como quienes van a pelear juntos” (“Nuestra América”. En Obras completas, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1975, t. 6, p. 15).

No hay mejor manera de conocer personas y pueblos que aprovechando las posibilidades sentimentales y cognoscitivas ofrecidas por la poesía, constructora de una síntesis simbólica de representación de la realidad que ninguna otra disciplina estudia. En uno de los himnos más antiguos, destinado a celebrar las buenas cosechas y entonados en quechua de manera colectiva, se asegura: “¡El Sol llueve oro / y la Luna plata!”, y estas expresiones vinculan a dichos astros con las riquezas materiales y espirituales de estricta elementalidad para vivir, pues los incas creían descender del Sol, su dios era dorado, y de ahí su adoración por el oro; como poseían una filosofía binaria, la Luna era su diosa femenina, y por eso también sentían fervor por la plata. Esta concepción simbólico-religiosa, de agradecimiento a la riqueza agrícola y de bienestar espiritual en el brillo de estos metales, nada tiene que ver con el valor de cambio que les atribuían los europeos, que se encontraron con tanto oro y tanta plata en América.

El pensamiento de nuestros pueblos nativos, que conocemos muy poco, puede ser uno de los ríos de alimentación de la poesía. No es nada rara la veneración a los árboles como si fueran dioses —una “divinidad” diferente al valor simbólico de los árboles en la poética de Nicolás Guillén, que procede de África y que también está incorporada a nuestro imaginario simbólico—, y la presencia del agua por todas partes —no como “maldita circunstancia”, como en “La Isla en peso” de Virgilio Piñera—, sea rasgo que caracterice la poesía de la mayoría de las culturas aborígenes americanas con significados diferentes a los de Cuba, donde los nativos fueron prácticamente aniquilados en poco tiempo, y la Isla construyó su cultura desde otras raíces y avatares para su mestizaje.

Hay tendencia a crear otro mito: las zonas donde vivían los aborígenes latinoamericanos liquidaron su cultura en el pasado, y, por ejemplo, en territorios como la Amazonía, no hay más que etnias ancestrales y árboles venerados. Por la falta de información sobre otro tipo de mestizaje de culturas y la incomunicación entre culturas contemporáneas que conviven en América Latina y urgen conocerse mejor, todavía muchos se asombran cuando oyen hablar de poetas amazónicos, una construcción cultural y territorial que tiene una base de hibridez, de las tantas pendientes que nos quedan por estudiar. Otros mestizajes poéticos esperan mejor estudio en América, como la actual poesía híbrida de los mapuches chilenos y los mayas guatemalteco-mexicanos, la de los llanos venezolano-colombianos, la obra de autores afroecuatorianos, la cultura del desierto mexicano…

Entre los libros fundadores del pensamiento latinoamericano, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, de José Carlos Mariátegui, publicado en Lima por la Biblioteca Amauta en 1928, recoge un texto dedicado a “El proceso de la literatura”; tempranamente, este político marxista dedicó uno de sus ensayos a las letras, que llama “proceso” —también otro al “factor religioso”—, y concluye su análisis afirmando que “una literatura indígena si debe venir, vendrá a su tiempo. Cuando los propios indios estén en grado de producirla”. Ese tiempo llegó ya desde hace algunos años, pero es necesario visibilizar los diferentes tipos de mestizaje y tenemos que comenzar por nosotros mismos. Si los indígenas y mestizos, unidos en el Ejército Zapatista de Liberación Nacional de Chiapas, no hubieran usado la Internet para difundir sus declaraciones desde la selva Lacandona el 1.0 de enero de 1994, el mismo día en que entraba en vigor el Tratado de Libre Comercio con América del Norte, cuando el presidente de México declaraba que su país entraba en el “primer mundo”, nadie se hubiera enterado del ridículo que este último hacía. Nuestro actual mestizaje tiene poesía, literatura y cultura propias, originales y singulares, variadas y riquísimas, pero aún no se han hecho visibles, ni siquiera entre nosotros: es una tarea en la que tienen responsabilidad los decisores de políticas públicas, no solo desde los medios, sino también desde la educación. No es posible la construcción de la patria americana del sur sin la imprescindible preparación cultural para lograrla. Y no es solo un proyecto cultural, sino de sobrevivencia; se trata del primer paso hacia una urgente necesidad estratégica para unirse en una región llamada América Latina y el Caribe, con riquísimas reservas económicas y posibilidades de alzar la voz y demostrar fuerza en los bloques mundiales con la identidad de su condición y una cultura que nos une.


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