Jorge Luis Sánchez, Rigoberto Senarega y Rafael Solís.
Primero fue sobre un tramo enorme del asfalto de la autopista Monumental, que la ruta 204 usaba para deslizarse en su recorrido hacia el Cotorro, municipio al sur de La Habana, en aquellas confortables guaguas japonesas, marca Hino. «Y no se ven»: gozaba el choteo nacional por la demora en pasar.
Sentando en ventanilla, aguantando en el rostro el aire desplazado, pero sin dejar de mirar el paisaje como excusa para hurgar dentro, en mi imaginación, francamente nada veía, sino sentía.
Entonces daba mis primeros pasitos con los actuales cineastas Rafael Solís y Rigoberto Senarega, quienes, entre otros filmes, han trabajado en Barrio Cuba (2005) y Los dioses rotos (2007), respectivamente. Uno fotografió la última película de Humberto Solás y el otro, la primera de Ernesto Daranas.
Hacíamos cine aficionado y siempre era poco el pretexto para encontrarnos y compartir certezas, mientras lográbamos disolver las discrepancias, no por causa estricta del cariño y la amistad, sino también por la complicidad ante el cine, porque siempre teníamos un proyecto por filmar que las divergencias no debían dejar inconcluso. ¿Habrá sido el cine la verdadera esencia de la vitalidad de aquella primera amistad juvenil?
Solís y Senarega vivían en el Cotorro, y tras los cuarenta y tantos minutos del viaje, yo probablemente los abrumaba con ideas, argumentos y guiones que ellos escuchaban sin dejar de enriquecerlos. Este tramo que va desde Cojímar hasta el destino final era ese postre que únicamente empalaga luego del hartazgo, esa sensación de estar frente a revelaciones que orgánicamente se defendían solas.
Por ende, en cada elevación, bosque, río, lago, cantera, casita, nube y trozo de cielo, veía yo planos y secuencias, que nunca filmé, pero que desencadenaron posteriores argumentos y guiones que escribí.
Veintiocho años después pude convertirlos en locaciones de filmes impensables por aquellos años, como la casa de Benny Moré en Santa Isabel de las Lajas y el lago donde la impotencia transitoria le impide hacer el amor con su mujer; o la filmación de dos secuencias que ocurren en Venezuela, en El Benny, mi ópera prima, fotografiada por José Manuel Riera, que fueron el Peaje y la carretera hacia Caracas.
Rodando aquellas secuencias no me fue posible compartir con alguien el placer inmenso al conseguir convertir aquellas sensaciones en imágenes. No estaban mis dos cómplices. Ni la 204. Ni la guagua Hino. No estaba yo con dieciséis años. Me acompañaba la soledad de una tremenda e invisible energía de la que únicamente yo era parte, en medio de casi setenta personas trabajando en ese largometraje.
Más que filmar esas secuencias, la certidumbre se hizo realidad en la mesa de montaje, cuando Manuel Iglesias comenzó a cercenar aquella remota e inspirada imaginación adolescente, para dejar surtir otra realidad: la de una película.
Ahora vivo hacia el este de la ciudad y descubro el placer del tramo opuesto de la autopista Monumental, este pedazo que nace o muere, según se mire, en el túnel que taladra el lecho de la bahía de La Habana.
Es una porción de tres sendas, iluminada, con separador, que corre y retoza con el mar, ofreciendo una vastedad en la que no hay límites, por lo que es propicia para imaginar y dejarse arrastrar por todos los vericuetos posibles e imposibles para hallar personajes, escenas, asuntos, puntos de vista, clímax, superobjetivos, reacción del público, vaticinios de la crítica, caras de «yo no fui» de algún productor, y un montón de resortes sin darme cuenta, cuando voy conduciendo, de que infrinjo artículos del código del tránsito que conllevan sus correspondientes penalizaciones, que acepto porque el agente no está para oír las incipientes y difusas génesis de futuras e improbables películas.
Algo que jamás sucedió en esos años en aquel tramo hacia el Cotorro: mi libertad para capturar sensaciones, ahora mismo es también un conflicto. Mientras entrego mis documentos al agente, miro la hermosa grisura del mar y el cielo que me conectan con el Nueva York decimonónico donde vivió José Martí, y, ¡claro, ese es el tono de gris que nos hace falta!
Y quisiera hacer una foto para que la viera Solís por WhatsApp, pero repartir la atención entre la espiritualidad del gris y la explicación de mi infracción vial, me desborda.
Naturalmente que ambos, el agente y yo, estamos cumpliendo un deber, y no sé cuál de los dos deberes es más trágico, si defenderme de una multa que me aterriza para evitar futuros accidentes, o castrar esta visión salida de los misterios de la belleza, que ahora mismo me ofrece la vida.
Sigo mi camino y me reconcilio con la idea de que, con menos rapidez en su disipación, otro día, otra semana, volverá a descender esa luz plomiza, y otras diferentes. Como la transparencia con que dota el aire a la playa del Chivo, que me lleva al cayo Hueso que persigo, ese islote al que Martí llegó por primera vez a finales de 1891.
Vuelvo a aminorar y, me creo que estoy deteniendo el auto para bajarme y dejar constancia en fotos. Pero no, otro agente me hace señas de que aparque. Sin saber esta vez qué hice mal, que no sea haberme deslumbrado un hallazgo, acato.
No discuto, pero tampoco castro lo apresado, y me concentro y viajo en esa luz agujereada por el intenso viento sobre los cocoteros, la espuma y los arrecifes, que son los que me convencen de que así debe verse mi cayo Hueso, sin enrollarme porque la firma del talonario a la entrada del túnel sea otra multa más.
Esta vez el percance me sabe diferente. Volví a aprender sobre mi infortunada manera de conducir y pude presentir otra futura locación para un proyecto que no sé si filmaré, pero que me ha estremecido, porque no he extraviado aún aquella febril energía adolescente a bordo de la 204.
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