La carga definitiva de Agramonte


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«Agramonte se dispuso a morir en Jimaguayú por salvar a sus compañeros fugitivos», escribió Martí. Foto: Miguel Febles Hernández

Para 1873, tras poco más de cuatro años de su incorporación a la Guerra Grande, al Mayor General Ignacio Agramonte y Loynaz lo cubría ya una aureola de hombre de honor, pensamiento y acción al servicio de los intereses sagrados de la Patria.

Desde el bautismo de fuego como jefe militar en Ceja de Altagracia, el 3 de mayo de 1869, había participado en un centenar de acciones, en las que puso de relieve su talento para el mando de tropas tanto en el orden táctico como estratégico.

El propio José Martí lo aquilató en su justa medida: «(…) Aquel que, sin más ciencia militar que el genio, organiza la caballería, rehace el Camagüey deshecho, mantiene en los bosques talleres de guerra, combina y dirige ataques victoriosos…».

Pero ante todo estaba el ejemplo y el sentido de la responsabilidad: sus hombres llegaron a respetarlo y a venerarlo porque era de los primeros en lanzarse a chocar con el enemigo en intrépidas cargas y contracargas al machete.

Preocupada por las noticias sobre su arrojo en el combate, la esposa Amalia, en carta que nunca recibió El Mayor, le rogaba: «Por interés de Cuba debes ser más prudente, exponer menos un brazo y una inteligencia de que necesita tanto».

Era también, a esas alturas, el temerario jefe insurrecto que provocó la cólera de España, calificado por fuentes militares y periódicos de la península y otros de corte reaccionario en la Isla como «primer caudillo enemigo» o «cabecilla de más importancia».

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No por gusto una de las primeras disposiciones del nuevo capitán general, llegado a la colonia en abril de 1873, fue ordenar que se acudiera con prontitud a batir a Ignacio Agramonte, lo que debía ejecutarse antes de que comenzaran las lluvias veraniegas.

Ya a comienzos de ese año, el héroe mambí había propuesto un plan de invasión a occidente, mientras sometía a fuerte hostigamiento a las tropas españolas en los campos del Camagüey con un saldo sumamente favorable para las fuerzas patrióticas.

Después de una decena de acciones victoriosas al mando de su legendaria caballería, el 7 de mayo asestó un duro revés al enemigo que defendía el fuerte «Molina», seguido de un golpe audaz y demoledor en el combate conocido como Cocal del Olimpo.

En la sangrienta lid, calificada por algunos de sus protagonistas como una macheteada formidable, se contaron sobre el terreno 47 bajas mortales, entre ellas la del coronel Leonardo Abril, en tanto la parte cubana solo reportó un capitán herido.

Decidido a desquitarse por el desastre sufrido, el brigadier Valeriano Weyler, a la sazón jefe interino del Departamento Central, ordenó que saliera a operaciones una poderosa columna, al frente de la cual marcharía el teniente coronel José Rodríguez de León.

Al día siguiente, unos mil efectivos de las tres armas –infantería, caballería y artillería– encaminaron sus pasos en dirección a la zona donde debían permanecer las huestes insurrectas después de los acontecimientos de la víspera.

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Cerca de dos leguas separaban a los campamentos de las fuerzas españolas y cubanas, uno en la estancia de Cachaza y otro en el potrero de Jimaguayú, cuya ubicación fue detectada sin mayores contratiempos por los exploradores de ambos mandos.

El estado de ánimo de los contrarios era muy diferente: mientras los mambises disfrutaban las victorias recientes, a los hombres de Rodríguez de León, después de dar sepultura a los caídos, los embargaba una insaciable sed de venganza.

Al tanto en todo momento de la cercana presencia de la columna española y sus propósitos, El Mayor decidió aceptar el reto de enfrentarla, cuando estaba en condiciones de esquivarla y continuar con sus planes operativos de contienda.

Ante la desventaja numérica, tenía claro el guerrero que era imposible aniquilar tamaña agrupación de tropas: solo se disponía a golpear lo suficiente a la caballería, para que le impidiera al adversario continuar su persecución por las llanuras camagüeyanas.

Para ello, ubicó con tiempo suficiente a sus efectivos en posiciones ventajosas, prestos a aplicar contra su rival el clásico «martillo mambí», una trampa probada más de una vez con eficacia durante la campaña independentista.

El plan consistía en atraer a la caballería enemiga hacia el fondo del potrero con maniobras provocadoras, donde recibiría el fuego cerrado de la infantería cubana, seguido por una carga demoledora de los jinetes bajo el mando de Henry Reeve.

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Al amanecer del 11 de mayo iniciaron las acciones como las había concebido Agramonte pero, cauteloso en extremo, Rodríguez de León se las agenció para no caer en la celada: retuvo a la caballería y a la artillería, y colocó a la infantería a la vanguardia.

Como resultado de ese cambio en el orden combativo, fueron los infantes españoles los primeros en introducirse por el extremo norte del potrero, organizados en dos columnas que tomaron direcciones diferentes para chocar contra las huestes mambisas.

Desde el puesto de observación, El Mayor apreció que el combate no se desarrollaba como lo había previsto, por lo que envió instrucciones a Henry Reeve para que la caballería se mantuviese oculta y no entrara en combate mientras no fuera descubierta.

Sin embargo, el mando español detectó su ubicación y dirigió hacia el lugar el fuego de una de sus unidades, mientras otra avanzó por el centro del potrero hasta ocupar sus efectivos una posición ventajosa enmascarados entre la alta hierba de guinea.

Agramonte determinó que las acciones se extendían más allá de lo conveniente, no contaba con fuerzas ni con parque que inclinaran la balanza a favor de las armas insurrectas y decidió ponerle fin para preservar las tropas, en primer lugar la caballería.

A esas alturas de la lid, las guerrillas enemigas a caballo amagaron un ataque contra la caballería cubana para atraerla a la línea de infantería y castigarla con la artillería, cuya metralla la obligó a volver con varias bajas a cuestas.

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En medio de coyuntura tan adversa, todo hace suponer que El Mayor intentara, junto a un pequeño grupo de jinetes, asestar una carga sorpresiva contra el enemigo, con el propósito de atraer sobre sí la atención y favorecer la retirada organizada de sus tropas.

Acostumbrado a encabezar ese tipo de acciones, picó espuelas hacia el centro del potrero y fue blanco de uno de los disparos de la descarga que, casi a quemarropa, le hicieron tiradores de la compañía oculta previamente entre la maleza.

«Un proyectil lo alcanzó en la sien derecha, le salió por la parte superior del parietal izquierdo y le causó la muerte instantáneamente», determinó el examen forense practicado en Puerto Príncipe el 12 de mayo antes de ser cremado y enterrado.

Años más tarde, el propio José Martí resumió los motivos que pudieron llevar al héroe camagüeyano a aquella carga definitiva: «Agramonte se dispuso a morir en Jimaguayú por salvar a sus compañeros fugitivos, y ver luego de salvarse él».

Al ser derribado para siempre de su caballo Ballestilla, con apenas 31 años de edad, perdía la Revolución a uno de sus más preclaros y fieles combatientes, quien mucho prometía aún por sus probadas cualidades como estratega militar y jefe capaz.

Ni imprudencia, ni capricho, ni absurdo: su gesto en Jimaguayú, hace 145 años, solo es dable en los grandes de espíritu, en quienes, en lugar de rehuir la batalla, ponen el pecho en primera línea junto a sus hombres con plena convicción y arrojo.

*Fuente: Ignacio Agramonte y el combate de Jimaguayú. Colectivo de autores. Ed. Ciencias Sociales, 2008.


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