La Habana imaginaria de Eusebio Leal (II Parte)


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Foto: Julio Larramendi

«Como mismo he pensado que Ese sol del mundo moral, de Cintio Vitier, debe ser texto en nuestras escuelas, así creo en la importancia de la poesía y en la inmortalidad del alma, que Martí defiende en su hermosa crónica dedica da a Walt Whitman. Parafraseándolo, podría afirmar que la poesía nos ha sido más necesaria que la industria misma, pues mientras esta última nos proporcionó los medios para subsistir en nuestro proyecto, aquella nos ha dado el deseo y la fuerza de la vida para no cejar en el empeño. Para mí, las siguientes interrogantes martianas están más vigentes que nunca: “¿Quién es el ignorante que mantiene que la poesía no es indispensable a los pueblos? (. ) ¿Adónde irá un pueblo de hombres que hayan perdido el hábito de pensar con fe en la significación y alcance de sus actos?”»

Hace cincuenta años, en 1969, se cumplió el 450 aniversario de la fundación de La Habana. Entonces usted apenas era el «administrador» de las obras de restauración del antiguo Palacio de los Capitanes Generales, entonces sede del gobierno municipal y provincial, para transformarlo en Museo de la Ciudad. De volver a aquellos tiempos, ¿qué le gustaría revivir con su experiencia actual? ¿Cuáles consejos daría a su sucesor como Historiador de la Ciudad?

Todo lo que había que hacer, ya está hecho, y el que ha de venir, ya está. Una vez dije que yo era hijo de mi tiempo, y es verdad. Favorecido por las nuevas circunstancias en época de Revolución, quiso Dios o el destino que llegara a aquel Palacio entre luces y sombras. De poder regresar a ese instante, pero teniendo la experiencia actual, lo más probable es que volviera a dejarme atrapar por el mismo torbellino inenarrable para estar aquí, donde ahora estamos. Quiero decir: no me arrepiento de nada. Cuando muchos de mis amigos se marchaban del país, o recelaban de mí al verme con ansias de integrarme al proceso revolucionario, me salvó el deseo vehemente de servir a mi patria. Como alguna vez te expresé: no me quedé; me fui quedando, como un pequeño Prometeo encadenado a la roca, debatiéndome entre Fe o Revolución.

La idea de convertir el antiguo Palacio de los Capitanes Generales en Museo de la Ciudad había sido siempre un sueño de Roig, pero esa edificación era la sede del Ayuntamiento y difícilmente podía haberse cumplido.

Por lo que solo pudo concebirlo modestamente cuando la Oficina del Historiador de la Ciudad se trasladó en 1947 para el Palacio de Conde de Casa Lombillo, frente a la Plaza de la Catedral. Allí fue donde conocí a Emilito, como ya he contado en otras ocasiones; apenas dos o tres años antes de que falleciera. El pequeño museo contenía piezas interesantísimas que se conservaban en la galería del patio, cuyos arcos estaban cerrados con ventanales. Entre las esculturas al aire libre sobresalía la de Fernando VII, que había sido removida de su pedestal en la Plaza de Armas para colocar la de Carlos Manuel de Céspedes, Padre de la Patria. En la planta baja también estaban el Archivo Histórico, Publicaciones y la Biblioteca Histórica Cubana y Americana Francisco González del Valle. El despacho de Roig se encontraba en el entresuelo y, para acceder al mismo, debía subirse por una escalerita de madera en espiral. Allí te recibía María Benítez, su esposa y más fiel colaboradora, sin cuya aprobación no hubiera podido verle.

Emilito estaba sentado ante su buró, pulcramente vestido de blanco, ya que era verano. Como joven religioso, le expliqué que venía con el ánimo de una reparación, tras haber criticado públicamente su libro La Iglesia católica contra la independencia de Cuba (1960). Estaba recién publicado y su contenido era objeto de debate en el seno de Juventud Católica, considerándolo poco menos que una afrenta. Sin embargo, arrepentido de mis desacertadas opiniones, quería remediar la falta cometida. No me dijo absolutamente nada. Se incorporó y, haciendo un movimiento con los brazos —como quien dice:

«esto es un asunto terminado»—, me extendió la mano por encima de la mesa. Entonces no podía imaginar que me tocaría a mí refundar el Museo de la Ciudad, salvando su inmenso legado de artífice.

Al ser desocupado el Palacio Municipal en 1967 por la Administración Metropolitana, de la que yo era un empleado, quedé a cargo efectivamente de su reconstrucción física como «administrador» o «responsable». Estaba al frente de un pequeño grupo de hombres: albañiles, carpinteros, mecánicos, electricistas... gente muy generosa, muy sencilla, que no tenían muchas letras, pero que conocían y amaban su oficio. Junto a las labores constructivas, comienza mi interés arqueo- lógico por encontrar los restos de la Parroquial Mayor. Hasta ese momento no se sabía qué había debajo de la ciudad. Incluso subsistía la leyenda de que túneles subterráneos unían a las fortificaciones con las iglesias para salvar los tesoros de los templos en caso de peligro. A esto se refiere Roig en La Casa de Gobierno o Palacio Municipal de La Habana (1961).

Debo reconocer que yo era todo pasión, todo carácter, pero carecía de conocimientos y de cultura. Aun así me convertí en el guía de cuanta delegación visitaba aquella edificación colonial. Para ello me valía de los libros escritos por Emilito, como el antes mencionado. También de sus fabulosos «Cuadernos de Historia Habanera», cuya edición de 5000 ejemplares impresos en materiales rústicos había distribuidos gratuitamente entre escuelas, bibliotecas e intelectuales. Terminamos de reeditarlos este año como otras de las iniciativas dedicadas al aniversario fundacional. De modo que Roig me dio la lámpara en la noche oscura para andar por los sus caminos. Nunca podría terminar de agradecerle por su valor como hombre, periodista, publicista e historiador que defendió la cubanía hasta su muerte, sin claudicar jamás.

A María Benítez, ya viuda, la cuidé mientras vivió. Cuando algunas personas allegadas a Emilito se aprovecharon de su muerte para minimizar la institución en beneficio propio, ella contribuyó a mi legitimación como el joven discípulo de aquel, aunque apenas hubiera sido un beneficiario de sus enseñanzas. Convenció de esto a sus amigos, entre los cuales había figuras de gran importancia en el nuevo orden político. Mientras que algunos aceptaron a regañadientes, otros nos apoyaron con generosidad infinita, como es el caso de Juan Marinello y su esposa Pepilla. El sábado 23 de agosto de 1969, el mismo día en que Roig hubiese cumplido 80 años de edad, celebramos por primera vez su natalicio en el entresuelo del Palacio, adonde fueron restituidos su buró y pertenencias para fundar una salita permanente en su memoria. A nuestro llamado acudieron sus contemporáneos, en su mayoría ya ancianos: Hortensia Pichardo y Fernando Portuondo, Salvador Massip y Sara Isalgué, Raquel Catalá, Enrique Gay Calvó, José Antonio Portuondo y José Luciano Franco, entre otros. Hace ya algún tiempo entregué a nuestro Archivo el álbum que conoces con el documento probatorio de la refundación del Museo de la Ciudad, redactado y firmado ese día por todos los participantes. Te exhorto a consultarlo una vez más, porque es la punta del hilo de la madeja. A partir del mismo comienza a hilvanarse esta historia que llega hasta el día de hoy.

Debo a la Revolución generosa todo lo que he logrado. No vio ella mis defectos ni mis limitaciones, sino apreció cuanto podía ser útil en mí. Caminé incansablemente por las calles conduciendo a miles y miles de trabajadores. Conduje a incontables reyes y jefes de Estado. Acompañé a todos para mostrarles un proyecto que no existía, salvo en mi imaginación. Hasta que un día tuve el apoyo del líder de la Revolución Cubana, Fidel Castro Ruz. «¿Qué podemos hacer por La Habana Vieja?», me preguntó luego de visitar Cartagena de Indias, justamente en el epílogo de aquel viaje, cuando ya volábamos de regreso a Cuba. Le respondí: «Consolidar el principio de autoridad», y me escuchó. Perpetuado en una tarja de bronce, el Decreto 143 con su firma puede leerse en la fachada del antiguo Palacio de los Capitanes Generales, hoy Museo de la Ciudad. Allí comenzó todo, hace ya cincuenta años. Quizás ha llegado el momento de escribir mis memorias.

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HABANA PANORÁMICA: Las imágenes panorámicas de la rada habanera deparan el gran placer estético de abarcar todo el paisaje urbano de borde marítimo: desde la bocana hasta el interior de la bahía. Esta foto fue tomada el 19 de julio de 2019, desde la altura de la Cabaña. Obsérvese en el centro de la imagen la cúpula del Capitolio Nacional en plena restauración.

 Fue el pintor y litógrafo francés Pierre Toussaint Frédéric Mialhe (1810-1881) quien por primera vez tuvo la voluntad artística de trascender los límites del campo de visión y obtener la representación de La Habana como ciudad portuaria, siguiendo el recorrido de la mirada.

Desde un punto privilegiado en el poblado de Casablanca, concibió la serie de tres grabados con vistas sucesivas del litoral que aquí se muestra. Cuando La Habana se abría al hallazgo y la exploración de la mirada del viajero, Mialhe contribuyó a que fuera conocida allende los mares no solo por sus vistas urbanas, sino por la documentación de las tradiciones y costumbres de sus ciudadanos. Su antológico álbum Viaje pintoresco alrededor de la Isla de Cuba (1848-1849) fue plagiado por la casa B. May y Ca y, tras ser transpuestas a la cromolitografía en el taller Storch & Kramer de Berlín, sus imágenes aparecieron con ligeras variaciones en Álbum pintoresco de la Isla de Cuba (1855).

Este número especial de la revista Opus Habana, dedicado al V Centenario de la fundación de la villa de San Cristóbal de La Habana, se inspira en la obra de Mialhe, considerándolo el cronista visual que mejor captó el sentimiento de «habaneridad». Por este concepto se entiende el orgullo o cualidad que imprime a todo lo relacionado con la capital cubana un sentido de trascendencia desde lo particular a lo universal.

*Argel Calcines: «Un día en la historia con Eusebio Leal Spengler», en Eusebio Leal Spengler: Legado y memoria, La Habana Ediciones Boloña, 2009, p. 27.

ARGEL CALCINES, editor   general   fundador   de Opus Habana.


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