Intervención del presidente de Casa de las Américas, Abel Prieto, en el foro on line de la UNESCO «Impactos y desafíos económicos, políticos y sanitarios derivados de la Covid-19 en Latinoamérica y el Caribe», realizado el 10 de septiembre de 2020.
Quiero, en primer lugar, agradecer a la UNESCO la invitación para participar en este panel y la posibilidad de compartir con figuras que sigo y admiro desde hace muchos años.
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El mundo entero está en shock. Lo único positivo que ha dejado hasta ahora esta tragedia es que nos ha obligado a reflexionar, a pensar críticamente, a tomar distancia del clima frívolo predominante en la llamada “normalidad”, para preguntarnos con dolor, con angustia, si la especie humana podrá salvarse, no solo de la epidemia misma, sino de la crisis climática, de la relación depredadora con la naturaleza, de la codicia de las élites, del olvido y exclusión de las mayorías, de un modelo basado en la injusticia y en el afán de lucro.
Para acercarnos a las “percepciones de los desafíos”, hay que acudir a los numerosos textos que han sido publicados por algunos de los intelectuales más lúcidos de nuestra región, a los debates virtuales que se han organizado y a llamamientos realizados por artistas y colectivos en riesgo.
La más importante lección de la pandemia podría resumirse con la idea, muy clara, de que el virus ha revelado las esencias del modelo neoliberal. La industria hegemónica informativa y cultural ha trabajado durante décadas para hacernos creer que este sistema es la única forma “natural” e imaginable de organizar la vida económica y social. Nos ha repetido cotidianamente, como Pangloss, que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Ha tenido tanto éxito que hasta las víctimas del sistema se culpan a sí mismas de sus desventuras y no son capaces de impugnarlo.
El nuevo coronavirus lo ha desnudado de súbito y ha abierto grietas muy hondas en ese espejismo cultural.
La pandemia ha provocado un verdadero estallido en el campo del pensamiento social en nuestra región y en todas partes. Hemos visto, como pocas veces antes, una avalancha de cuestionamientos muy serios y muy bien pensados sobre las causas de esta situación tan siniestra, sobre sus consecuencias y sobre el futuro postpandemia.
Muchos analistas han hablado del íntimo conflicto, dramático y doloroso, en que se ha colocado a los profesionales de la salud al tener que aplicar “mecanismos de selección” entre sus pacientes y decidir quién es “salvable” y quién no. Este conflicto, por supuesto, no llegó al mundo con el coronavirus. Llegó antes, con el carácter privado de la atención sanitaria, que excluye, incluso, a muchos que ni siquiera pueden ingresar en los hospitales.
La visión de los servicios de salud y de la industria farmacéutica como negocio lucrativo, donde no hay pacientes sino clientes, sienta las bases para la división entre los seres humanos con respecto al derecho a la vida y no puede, como se ha demostrado con cifras escalofriantes, dar respuesta a una emergencia sanitaria como la que estamos viviendo.
Las secuelas del neoliberalismo nos han dejado un paisaje dantesco en América Latina y el Caribe, sobre todo en algunos países. Entre ellas, desigualdad y pobreza extremas, desempleo, exclusión, falta de acceso a servicios básicos, desplazados a causa de inversiones del capital transnacional y por conflictos armados. El crecimiento de las tendencias fascistas es otro resultado de la crisis neoliberal.
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El neoliberalismo es, además, un sistema profundamente anticultural. Su filosofía ha reducido el arte y la literatura a mera mercancía, a mero entretenimiento pueril, y los ha llevado a perder sus funciones de indagación y crítica. El mercado ha fungido como un censor implacable. Las manifestaciones artísticas que convocan al pensamiento libre son rechazadas por la gran industria y condenadas a circuitos marginales. Los monopolios de la industria del entretenimiento favorecen y multiplican la difusión de productos culturales de carácter comercial. La defensa de la diversidad cultural, que ha sido uno de los reclamos admirables de la UNESCO, es derrotada día a día por poderosos intereses corporativos.
La pandemia ha reforzado de manera dramática las desventajas del arte y de la cultura de la resistencia, de la vanguardia y de la creación popular, frente a los modelos promovidos por las corporaciones. Por una parte, las medidas restrictivas y de distanciamiento social suprimen drásticamente los proyectos comunitarios, las tradiciones y festividades asociadas al patrimonio inmaterial y despojan de todo sustento a los artistas que trabajan sin respaldo institucional. Tales efectos se suman al conocido desamparo de estas manifestaciones bajo gobiernos neoliberales, sin ningún interés por promover políticas efectivas de protección a la cultura.
Se ha producido en consecuencia una fractura en la vida cultural de las comunidades, con la consiguiente contracción de los ingresos de los creadores, la disolución de proyectos artísticos y un empobrecimiento espiritual de la población, precisamente en los momentos en que el acompañamiento del arte puede ser irreemplazable. Si bien es cierto que se ha multiplicado la intervención de la cultura en las redes, con resultados valiosos, hay algo básico del diálogo entre creadores y público que no puede replicarse a través de las tecnologías, por no hablar de las desigualdades en términos de acceso a estas herramientas. Estas diferencias dañan en particular a los más vulnerables.
La revista de teatro latinoamericano y caribeño Conjunto de la Casa de las Américas hizo circular un mensaje donde señala:
“El movimiento de teatro independiente ha sido por décadas baluarte fundamental de la cultura de nuestra América. (…) Los grupos que lo integran (…) ya estaban en crisis cuando los alcanzó la pandemia, pues no cuentan con subvenciones ni apoyos estatales regulares, ni seguridad social ni médica. Colectivos de sostenida trayectoria (…) se han visto obligados a abandonar sus salas, adquiridas y mantenidas con mucho esfuerzo, por la imposibilidad de costear sus gastos, y hay muchas más al borde del cierre… Como reclaman en las redes Patricia Ariza, desde la Corporación Colombiana de Teatro, y Ana Correa, del grupo Yuyachkani (…), es necesario que los Estados declaren en emergencia el sector cultura y en particular el teatro.”
Entretanto, los monopolios de la industria del entretenimiento y de las plataformas de Internet han multiplicado sus ganancias en tiempos de pandemia. De este modo, mientras el arte no comercial se asfixia, las producciones rentables, muchas veces mediocres, se hacen más visibles. Esto ocurre en un momento en que la crisis global de la cultura, en términos cualitativos, venía alcanzando expresiones cada vez más inquietantes.
Mención especial merece la situación de extremo peligro a que están sometidos los pueblos originarios y, con ellos, sus lenguas y culturas. Se requiere promover acciones inaplazables de protección y apoyo para frenar lo que puede ser ya un etnocidio.
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A pesar de que, como ya dije, se ha venido agrietando el espejismo cultural que legitima el neoliberalismo, los medios hegemónicos han seguido haciendo lo imposible por maquillar el modelo y distraer a sus críticos. De hecho, no han informado de manera adecuada a la opinión pública en un momento de tanta incertidumbre, cuando conocer objetivamente lo que está pasando es más imperioso que nunca. Por el contrario, les han dado la espalda a los criterios científicos para tratar la pandemia con ligereza, irresponsabilidad y falta de ética.
Patricia Villegas, presidenta de Telesur, en un panel de la serie “Voces múltiples en red”, de la Red “En defensa de la humanidad”, aseguró que el discurso mediático durante la pandemia se había caracterizado por tres tendencias: ocultamiento, fragmentación y espectacularización de las noticias, es decir, omitir aquellos -aspectos de la realidad inconvenientes para el sistema, evitar una visión integral de los procesos a través de imágenes fraccionadas, inconexas, aisladas, y contaminar toda noticia del lenguaje propio de la farándula, del mundo del espectáculo, de un anecdotario sin valor alguno. En ese mismo panel, el sociólogo Marcos Roitman se refirió al manejo que han hecho los medios de la incertidumbre y del miedo. El “control de las emociones” es un instrumento del poder para mantener a la gente aturdida, manejable, bajo su dominio.
Todas estas manipulaciones se producen en un entorno intoxicado por el uso político y específicamente electoral del tema.
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Cuba ha sido un blanco protagónico en este panorama mediático. Hemos sufrido campañas constantes de los grandes medios que ocultan los esfuerzos que se han venido haciendo para frenar la epidemia en el territorio nacional y para colaborar con otros países en esta batalla.
Estados Unidos ha recrudecido en estos meses el bloqueo contra Cuba. Ha desatado al propio tiempo una campaña de descrédito contra nuestros médicos y contra su labor en unos cuarenta países para ayudar en el enfrentamiento a la pandemia. Washington ha llegado a presionar directamente a algunos gobiernos de la región a fin de evitar la colaboración de personal sanitario cubano. Estas acciones vergonzosas desconocen los llamados que han hecho la Organización Mundial de la Salud y numerosas personalidades del mundo en el sentido de que solo la cooperación entre naciones nos permitirá vencer al nuevo coronavirus.
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¿Qué pasará después de la pandemia? Muchas opiniones atendibles coinciden en que regresar a la antigua “normalidad”, después de vencido el azote epidémico, no puede aceptarse desde ningún punto de vista.
El propio António Guterres, Secretario General de la ONU, ha sentenciado:
“Simplemente no podemos regresar a donde estábamos antes de que golpeara el COVID-19, con sociedades innecesariamente vulnerables a la crisis. La pandemia nos ha recordado, de la manera más dura posible, el precio que pagamos por las debilidades en los sistemas de salud, las protecciones sociales y los servicios públicos. La pandemia ha subrayado y exacerbado las desigualdades, sobre todo la desigualdad de género. Ha puesto de relieve los desafíos actuales en materia de derechos humanos, incluidos el estigma y la violencia contra las mujeres. Ahora es el momento de redoblar nuestros esfuerzos para construir economías y sociedades más inclusivas y sostenibles, que sean más resistentes frente a las pandemias, el cambio climático y otros desafíos globales.”
¿Cómo construir economías y sociedades más inclusivas y sostenibles, más solidarias, más justas?
Más Estado y menos mercado, ha resumido el politólogo Atilio Borón al imaginar la sociedad postpandémica. Un Estado comprometido con la erradicación de la pobreza, con garantizar el acceso de todos a los servicios básicos, capaz de impedir que siga aumentando la brecha colosal entre la élite privilegiada y las masas hambreadas y desposeídas. Son obscenas las cifras de las fortunas de un pequeño grupo de supermillonarios. Una ínfima parte de ellas bastaría para contribuir decisivamente al enfrentamiento al cambio climático y garantizar la subsistencia digna de millones de personas.
Podría seguir enumerando problemas muy graves que el mundo tendrá que enfrentar y solucionar en todos los campos para escapar de este callejón sin salida y lograr que la especie humana sobreviva. Prefiero, sin embargo, concentrarme en los temas educativos, culturales y de la comunicación y proponer algunas ideas para la conformación de posibles políticas públicas en estas áreas.
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Hay un problema gravísimo con respecto a la formación de las nuevas generaciones que por lo general no se tiene en cuenta: me refiero al “aparato educativo paralelo”, al margen del sistema escolar, que significan la industria hegemónica del entretenimiento y la publicidad comercial. Ningún Ministerio de Educación tiene autoridad sobre el influjo que ejercen estas grandes corporaciones sobre los modelos de vida y las conductas de niñas, niños y jóvenes.
Con respecto a este asunto específico, en el Foro “Cultura y Desarrollo Sostenible” organizado en 2018 por la Asamblea General de la ONU, expuse lo siguiente:
“Valores como los necesarios para construir una sociedad sustentable, el altruismo, la cooperación, la solidaridad y la sensibilidad hacia los más necesitados, no son temas tenidos en cuenta por esta industria del entretenimiento. Puede incluso la educación institucional fomentar en niños, niñas y jóvenes una sensibilidad ecológica y formarlos dentro de un concepto de desarrollo humano sostenible, pero, si al lado de esta formación están recibiendo la influencia de estos productos con modos de vida totalmente ajenos y hasta contrarios a los recibidos en la escuela, el valor de la formación institucional se minimiza. (…) Es imprescindible evaluar y debatir con rigor qué puede hacerse para contrarrestar la influencia de esta industria del entretenimiento, concentrada hoy en cuatro o cinco empresas transnacionales. Son quienes diseñan el imaginario infantil y juvenil de casi todo el planeta y están ajenas a todo compromiso cultural, ético o de responsabilidad social.”
Por otra parte, si en otros tiempos los Objetivos de Desarrollo Sostenible se planteaban metas muy ambiciosas, ahora, con la pandemia y la pavorosa crisis económica que ya estamos viviendo, habrá que trabajar mucho más arduamente y en condiciones más difíciles para aproximarse a aquella Agenda 2030 aprobada por la Asamblea General el 25 de septiembre de 2015.
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Volviendo al tema del debate que nos ocupa hoy, creo que deberíamos empeñarnos, en primer lugar, para extender la conciencia sobre la necesidad ineludible de hacer cambios profundos. Múltiples actores, entre ellos, la sociedad civil de nuestros países, podrían desempeñar un papel en el diseño e impulso de una plataforma conceptual muy amplia, nada dogmática ni sectaria, a la que pudieran adherirse personas de buena voluntad de cualquier signo político, conscientes de que la “normalidad” anterior a la pandemia llevaba en su propia lógica el horror de enfermedad y muerte que se haría visible con el virus.
Si vamos a proponer políticas públicas que abran el camino hacia ese mundo superior de la postpandemia, habría que empezar por preguntarse si la humanidad no debería aspirar a que el acceso a las instituciones educativas, en todos los niveles, sea universal y gratuito y beneficie a todos los ciudadanos sin excepción, independientemente de que procedan de familias con escasos recursos económicos.
Reforzar decididamente el respaldo estatal a la educación se hace más urgente teniendo en cuenta el peso de los medios, de la publicidad, de la industria del entretenimiento, de toda la telaraña de mensajes que mantienen secuestrada la subjetividad de los ciudadanos en el planeta.
Hay un informe de la Relatora Especial sobre Derechos Culturales de la ONU Farida Shaheed, de 2014, donde se manifiesta preocupación “sobre la presencia sobredimensionada de los mensajes publicitarios y de comercialización en los espacios públicos” y “el uso de técnicas destinadas a impedir que las personas tomen decisiones de forma racional”. El informe analiza cómo la publicidad juega con los deseos subconscientes de la gente, y no hay normas legales que regulen el llamado neuromarketing. “Los Estados [añade] deben proteger a las personas frente a unos niveles excesivos de publicidad comercial (…) y al mismo tiempo aumentar el espacio a expresiones sin fines de lucro.”
Habría que releer este importante informe para comprender hasta qué punto hemos estado conviviendo con procesos muy riesgosos que colocan las utilidades en el centro de todo e influyen en la conducta de los seres humanos, en su forma de entender la vida, precisamente en un sentido contrario a lo que requerimos en las circunstancias actuales y futuras.
El propio concepto de felicidad que se va instalando en las nuevas generaciones, más allá de lo que pueda hacer la escuela, refuerza el individualismo, el culto a la riqueza y a la fama. Desde series hasta videojuegos, se inculca la división entre triunfadores y fracasados, entre razas, entre clases sociales, junto al machismo más brutal, la ley del más fuerte y el uso de la violencia.
Nuestra visión de futuro tiene que incluir la responsabilidad de los Estados en proteger a niñas, niños y adolescentes de toda esa industria, inspirada hoy en un espíritu puramente mercantil. Estamos hablando de salud moral y espiritual, de formar seres humanos capaces de convivir en paz y de ayudarse mutuamente. Es tóxica y dañina gran parte de la producción destinada a “entretener” a toda costa y a vender.
Desde Estados más fuertes, habría que legislar para poner límites a la carrera publicitaria desenfrenada que a partir de edades muy tempranas promueve el consumismo e impone modelos y estereotipos que atentan contra las identidades nacionales y locales y contra la propia diversidad cultural. Este sería un paso de carácter estratégico, con efectos a largo plazo.
Junto a la educación formal, que puede estar trazada por políticas estatales correctas, no puede ignorarse la enorme influencia en niñas, niños y adolescentes de otro aparato “educativo” paralelo: el conformado por la industria hegemónica del entretenimiento y la publicidad comercial. Los Estados no pueden subestimar el peso creciente de esta realidad y deben legislar sobre el asunto.
Sería importante que educadoras y educadores promovieran entre sus estudiantes un debate permanente sobre los mensajes de ese aparato “educativo” paralelo para tratar de crear una distancia crítica entre jóvenes consumidores de esos productos y la carga de violencia y estupidez que por lo general contienen. ¿Los Ministerios de Educación no podrían encargar producciones audiovisuales, videojuegos, documentales, etc., que sirvan como material auxiliar a maestras y maestros en su esfuerzo por crear un “consumidor crítico” de la cultura chatarra entre sus alumnas y alumnos? ¿Las emisoras estatales de radio y televisión no pueden contribuir a este tipo de empeño?
Del mismo modo, habría que colocar en la agenda de los Estados los temas vinculados a las TICs.
En un debate organizado por Internet Ciudadana para abordar la situación de la comunicación y la legislación en contextos digitales en América Latina y el Caribe (“Aportes sobre comunicación, acceso a Internet y economía de plataformas”), se destaca que
“…si no se modifican las reglas de uso de datos personales, si se mantiene (…) la ausencia total de transparencia sobre el desempeño de las plataformas privadas y no se produce un amplio debate sobre la gobernanza de los algoritmos, la tendencia será a la profundización del poder de estas plataformas, que ya es mayor que la de los Estados nacionales. Esta tendencia será la de una sociedad marcada por el control de la vigilancia, donde las personas pierden por completo la autonomía sobre sus vidas.”
Se subraya asimismo que
“Políticas públicas orientadas a la regulación de estos servicios son determinantes (…). De no ser así, esto mantendría una cobertura restringida, como la actual, a lugares en los que por nivel de población resultase rentable hacerlo. (…) Nuestra región necesita de Estados con políticas públicas que promuevan un modelo de desarrollo soberano con integración regional, para la operación de las infraestructuras de telecomunicaciones.”
Las valoraciones citadas representan una alerta de la mayor importancia en la construcción de un futuro postpandemia que apueste por la emancipación, la equidad, la justicia social y el derecho universal a la cultura. Encontramos aquí preocupaciones similares a las expresadas en el informe sobre los Derechos Culturales: la conducción de las opiniones de los individuos por intereses corporativos y políticos y el dinero como algo central en la vida de la gente, como la llave que abre todas las puertas.
Más allá de las diferencias que señala el debate citado en la conectividad entre países, poblaciones y clases sociales dentro de América Latina y el Caribe, uno de los participantes habló del “rol que el uso malintencionado de las redes sociales y la difusión de la desinformación tuvieron en los recientes procesos electorales” de la región. Tenemos que soñar el mundo postpandemia libre de esta grosera desnaturalización del ejercicio democrático, basada en la manipulación de las emociones, en la mentira y en la tergiversación de la realidad.
También hay que salvaguardar desde el punto de vista normativo a todo el patrimonio y en particular a individuos y grupos portadores del patrimonio inmaterial.
Los Estados deben prestar especial atención a las manifestaciones culturales que tienen que ser subvencionadas para sobrevivir. El papel funesto que ha tenido y tiene el mercado en la promoción de la cultura es difícil de calcular. Los Estados tienen que defender la idea de que la cultura, aunque puede moverse a través de circuitos mercantiles, no es una simple mercancía. Encierra valores de incalculable trascendencia.
Los Estados deben promover un amplio movimiento de personas de todas las edades aficionadas al arte, una intensa vida cultural en las comunidades y la formación de públicos para todas las manifestaciones artísticas, incluso las más complejas. Deben proponerse llegar a amplios sectores de población con el mensaje auténtico del arte, sin acompañar jamás estas acciones de concesiones estéticas. Una de las trampas de la llamada “cultura de masas” se fundamenta en difundir un arte mutilado, infantilizado, concebido como entretenimiento vacío.
Todas las políticas públicas en el campo de la educación, la cultura y la comunicación deben dirigirse a crear las condiciones para la emancipación plena del ser humano.
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Quiero añadir, por último, algunos comentarios sobre el tema desde el punto de vista de la Casa de las Américas. Fundada en marzo de 1959, muy poco tiempo después del triunfo revolucionario del primero de enero, la misión de la Casa ha sido desde entonces contribuir a la integración cultural latinoamericana y caribeña y al diálogo entre intelectuales y artistas de la región.
Entre los efectos negativos que ha sufrido la cultura a causa de la pandemia, hay que incluir la paralización brusca de los intercambios entre países en ese campo. La Casa ha mantenido eventos internacionales de mucho prestigio, como su Premio Literario, en primer lugar, además de los eventos organizados por las direcciones de Teatro, Música, Artes Plásticas, el Centro de Estudios del Caribe y los Programas de Estudios de la Mujer, de Culturas Originarias, de Afroamérica, y de Latinos en Estados Unidos. Hemos tenido que posponer muchos de estos encuentros y llevar adelante otros por la modalidad virtual.
En estos meses de pandemia, se han reforzado los vínculos de la Casa de las Américas a través de las redes con CLACSO, con la Fundación Rosa Luxemburgo, con el Ministerio de Cultura de la República Argentina, con las Fundaciones Mario Benedetti y León Ferrari, entre otras muchas instituciones de promoción cultural. Hemos presentado juntos revistas y libros digitales y exposiciones virtuales; y hemos organizado discusiones, encuentros, reuniones. Especialistas de la Casa han intervenido en paneles internacionales virtuales, como portadores de la vocación latinoamericanista y caribeña que ha caracterizado a nuestra labor y del generoso concepto martiano de Nuestra América. Somos todos parte de una misma familia espiritual y compartimos cultura, tradiciones, historia y enemigos.
Estamos convencidos de que la única salvación para nuestros pueblos, en ese mundo postpandémico que soñamos, está en la unidad. Los que quieren dominarnos aspiran a mantenernos divididos. Nuestra respuesta, más allá de cualquier coyuntura y del signo de uno u otro gobierno, debe ser continuar trabajando por establecer lazos de comunicación y acercamiento. Los vínculos culturales entre nosotros han demostrado la fuerza de sus raíces y su capacidad de resistencia.
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