Luces del Partido Revolucionario Cubano (Parte II y final)


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Leer: Luces del Partido Revolucionario Cubano (I)

 

Venciendo obstáculos diversos, Martí llegó a los campos de Cuba —junto a Gómez y otros cuatro compañeros de expedición— el 11 de abril de 1895, y una vez en ellos no iba a echar por la borda lo que con tanto esmero había conseguido, ni se retiraría para complacer a nadie en particular. En todo actuaba, y pensaba, sin renunciar a los métodos y principios indispensables para trazar el camino hacia la fundación de “un pueblo nuevo y de sincera democracia”.

Esa luz crecía en él desde años atrás. Aunque otros, probadamente grandes, y también con buenas intenciones, no lo comprendiesen, quien fue testigo de los desafueros del caudillismo en nuestra América —incluso por parte de héroes formidables— procuraría otro destino para su patria. Se planteó lograr que la jerarquía emancipadora que se lograse en ella tuviera la fuerza y los límites fijados por la debida institucionalidad, fuese quien fuese la persona en que recayera la jerarquía. Aunque fuera él mismo, o empezando por él.

Sobre el panorama trazado en su discurso o conferencia del Steck Hall en enero de 1880, su orientación se hallaría en las sucesivas cartas —algunas ya aludidas o citadas, en la primera parte del presente texto— que desde 1882 escribió a combatientes principales del 68, comenzando por Máximo Gómez. Se incluye la dura y dolorosa, y sincera como suya, que dirigió a este último el 20 de octubre de 1884, y las que en 1887 cursó al propio Gómez y a otros guías de la lucha. Estas tuvieron ya un sello institucional que devendría antecedente del Partido. Las escribió y firmó él, pero no a título individual, sino en nombre de una Comisión Ejecutiva que era ya indicio de pasos organizativos superiores.

El 10 de abril de 1892 se proclamó el Partido, y desde entonces Martí fue electo líder, Delegado, de esa organización, en elecciones anuales, no cada cuatro años, y con la responsabilidad de rendir cuenta a la masa de la organización, y la posibilidad de ser revocado por ella en cualquier momento, todo lo cual rebasaba los moldes de las “democracias” no sinceras. Tenía de ese modo una autoridad condicionada por una institución política, revolucionaria, llamada a prevenir desafueros personalistas. De cumplirse las normas de esa organización —lo que lamentablemente dejó crecientemente de ocurrir tras su muerte— esos condicionamientos los tendría quienquiera que ocupase la dirección de la patria.

El 30 de abril de 1895, ya iniciada la guerra el anterior 24 de febrero, y él en tierras antillanas rumbo a Cuba, les trasmitió a Gonzalo de Quesada y Benjamín Guerra, a cargo de tareas del Partido y de Patria en Nueva York, instrucciones sobre una convocatoria que podría llegarles: “la convocatoria a la Asamblea antes de que se efectuase, y de esto no ha de publicarse sino el hecho de que el Delegado y el General en Jefe, en su carácter y obligación de representantes electos del P.R.C. convocan la Asamblea de Delegados del pueblo cubano revolucionario para que él acuerde y elija el gobierno, adecuado a las condiciones actuales, que lo ha de regir”.

No había llegado aún a Cuba, pero ya sabía lo que debía hacerse en ella, y lo preparaba. Agréguese que Gómez no había sido designado General en Jefe, sino electo para esa responsabilidad en un proceso de consultas entre jefes relevantes del 68. Ese era el procedimiento más democrático posible, en las condiciones de la conspiración, para escoger el combatiente de mejores condiciones y mayor aprobación de sus futuros subordinados para encargarse del ramo de la guerra.

En la carta de 1882 Martí habla del pueblo cubano revolucionario, no se ciñe a los jefes. Es una posición presente en otras cartas suyas de esos días y, sobre todo, en las que escribirá ya en campaña. En estas insiste en que el pueblo cubano visible en las condiciones de la guerra eran las masas alzadas. Su siembra democrática iba al fondo y en grande, y las masas, en el plan que él amasaba, eran las llamadas a elegir a sus representantes, que no debían ser meras designaciones de los jefes, por muy grandiosos que estos fuesen.

A Manuel Mercado, en la carta del 18 de mayo, le escribe: “los campos son nuestros sin disputa, a tal punto, que en un mes solo he podido oír un fuego; y a las puertas de las ciudades, o ganamos una victoria, o pasamos revista, ante entusiasmo parecido al fuego religioso, a tres mil armas; seguimos camino, al centro de la Isla, a deponer yo, ante la revolución que he hecho alzar, la autoridad que la emigración me dio, y se acató adentro, y debe renovar conforme a su estado nuevo, una asamblea de delegados del pueblo cubano visible, de los revolucionarios en armas”.

Erguido sobre las lecciones de la Guerra de los Diez Años, y en particular las que brotaban de la fundadora pero imperfecta Asamblea de Guáimaro —a la que obviamente rindió tributo la fecha escogida para la proclamación del Partido— le dice al amigo y confidente: “La revolución desea plena libertad en el ejército, sin las trabas que antes le opuso una Cámara sin sanción real, o la suspicacia de una juventud celosa de su republicanismo, o los celos, y temores de excesiva prominencia futura, de un caudillo puntilloso o previsor; pero quiere la revolución a la vez sucinta y respetable representación republicana,—la misma alma de humanidad y decoro, llena del anhelo de la dignidad individual, en la representación de la república, que la que empuja y mantiene en la guerra a los revolucionarios”.

Viene entonces la ratificación de su clara y limpia actitud personal: “Por mí, entiendo que no se puede guiar a un pueblo contra el alma que lo mueve, o sin ella, y sé cómo se encienden los corazones, y cómo se aprovecha para el revuelo incesante y la acometida el estado fogoso y satisfecho de los corazones. Pero en cuanto a formas, caben muchas ideas, y las cosas de hombres, hombres son quienes las hacen. Me conoce. En mí, solo defenderé lo que tengo yo por garantía o servicio de la Revolución. Sé desaparecer. Pero no desaparecería mi pensamiento, ni me agriaría mi oscuridad.—Y en cuanto tengamos forma, obraremos, cúmplame esto a mí, o a otros”.

¿No tenía Martí ninguna preocupación, ninguna duda, sobre la decisión que tomaba? Ante la historia y entre seres humanos, no podía ignorar posibles e indeseables eventualidades y contradicciones. A su capacidad de intuición, a su sabiduría, se sumaban experiencias como la vivida en La Mejorana el 5 de mayo, sobre la cual se han excedido las que en su estudio sobre el tema (Acerca de La Mejorana y Dos Ríos, 1954) Manuel Isidro Méndez llamó “suposiciones impropias”. Pero eso no resta importancia a los hechos, que el autor de estas líneas ha procurado tratar en otras páginas, entre ellas “Sobre la presencia de Antonio Maceo en el Diario de campaña de José Martí” (Ensayos sencillos con José Martí, 2012).

Hasta angustias podía tener el Delegado del Partido Revolucionario Cubano, cuyo concepto de democracia nada tenía que ver con la demagogia ni con oportunismos, con subterfugios para apuntalar su autoridad personal, por muy limpia que esta fuese, como lo era. Deponer su autoridad ante la Asamblea proyectada encerraba riesgos, y se los confirmarían muchas de las actitudes apreciadas por él antes de la contienda, y en medio de esta. El 14 de mayo anotó en su Diario de campaña: “Escribo, poco y mal, porque estoy pensando con zozobra y amargura. ¿Hasta qué punto será útil a mi país mi desistimiento? Y debo desistir, en cuanto llegase la hora propia, para tener libertad de aconsejar, y poder moral para resistir el peligro que de años atrás preveo”.

De haber llegado él con vida a la asamblea, no cabe poner en duda que habría seguido poniendo sobre el tapete las convicciones que con tanto abono de sabiduría y honradez habían venido arraigándose en él al servicio de la patria y su revolución. No hay por qué suponer que habría hecho dejación de ellas. Y, a la vez, con razón se ha conjeturado que a quién le habría confiado la asamblea la dirección de la República en armas, sino al líder a quien, desde su llegada a los campos de Cuba, las tropas llamaban Presidente.

Que él —por convicciones propias, y hasta para enfrentar prejuicios que afloraban en el propio Máximo Gómez— rechazara “el título” de Presidente, como se lee en su Diario, no significa que renunciara a responsabilidades y misiones. Así como para el más alto cargo del Partido halló una denominación democrática, Delegado, para los cargos de la República vale suponer que habría encontrado y acuñado nombres asimismo fundadores. También en eso estaría siéndonos útil actualmente.

Algo podemos tal vez reprocharle: su idea de que, cuando la revolución tuviera formas, se obraría, cupiérale a él o a otros hacerlo. La vida demuestra, hasta lo doloroso, que hay personas a quienes ningún mecanismo sustituye, y él fue en grado sobresaliente una de ellas. Aunque también se confirma que en él no cabía la oscuridad, su prematura muerte fue un duro golpe para la marcha de la revolución y la constitución de la república, que ya no podrían ser como habrían sido con él presente.

La demolición del Partido, consumada tras la intervención de los Estados Unidos en la guerra en 1898, convenía a la potencia interventora, y debe compararse con la desmovilización del Ejército Libertador, hecha a cambio de una remuneración miserable. No se diga, porque acaso ni necesario sea decirlo, que Estrada Palma era consciente de que disolver el Partido les hacía el juego a los planes estadounidenses: los hechos se encargarían de mostrar hasta qué terrible punto se ejecutó ese juego.

Fue la expresión de realidades íntimamente vinculadas: la desaparición física de Martí del terreno de operaciones, y también de Maceo a finales del año siguiente, y en particular la derechización que se venía dando en la dirección del Partido y del periódico Patria, que Martí fundó como vocero de la revolución, como un rotativo-soldado de la prensa revolucionaria, no como órgano formal de la organización política. Buscaba con ello no lastimar a publicaciones patrióticas que existían desde antes, y no reducir el nuevo periódico a la ideología heterogénea propia de un frente nacional y de carácter necesariamente multiclasista, una ideología que él rebasaba con su radicalidad.

Se piensa una vez más en aquello de “En silencio ha tenido que ser”, táctica que se confirmaría necesaria con un hecho en el que no se ha reparado lo bastante, aunque no ha faltado el estudio que lo señale. Lo intentó el autor de estas notas en “José Martí contra The New York HeraldThe New York Herald contra José Martí” (Ensayos sencillos…, cit.).

La previsión de Martí propició que Patria diera a conocer —lo salvara— el original en español del manifiesto enviado por él desde los campos de Cuba al pueblo y al gobierno de los Estados Unidos. The New York Herald difundió una traducción del texto, mutilada y adulterada, en su entrega del 19 de mayo de 1895, coincidencia que impidió que el diario tuviera la respuesta del autor.

Al anunciar, en su edición del 23 siguiente, que publicaría el original, la redacción de Patria parece no haberse tomado el trabajo de revisar cómo había salido el manifiesto en un diario que daba voz a las ambiciones imperialistas, y sobre el cual Martí había expresado serias y muy fundadas aprensiones. Los redactores de Patria se limitaron a decir: “Gracias a la amabilidad del New York Herald reproduciremos este valioso documento histórico de los generales Gómez y Martí, en nuestro próximo número”.

Es preferible pensar que —por la prisa, aunque probablemente por desprevención— no leyeron lo difundido por ese diario. Quizás actuaron por inercia, y confundiendo al corresponsal Eugene Bryson, intermediario entre Martí y el Herald, con el irlandés James O’Kelly, quien había sido corresponsal del rotativo en Cuba durante la Guerra del 68 y escribió y publicó La tierra del mambí, expresión de simpatía hacia la gesta cubana. Pero es difícil eximir de responsabilidad a un equipo que Martí se había esforzado en guiar, en medio incluso de sus intensos desplazamientos conspirativos por tierras continentales e insulares de las Américas. Habría otras señales que recordar de ese hecho, pero quedarán para posibles textos futuros.

Si el aludido despiste —llamémoslo así— del equipo de Patria se expresó en el mismo 1895, más adelante el periódico circularía con el crédito de director de Enrique José Varona, quien no había ido a colaborar en el periódico cuando Martí se lo pidió, y con el marbete de órgano, no ya siquiera del Partido, sino de la Delegación de este en Nueva York. Todo eso adquirió un tufo de cúpula ajeno al raigal sentido democrático de Martí. Lo ha tratado el historiador Ibrahim Hidalgo Paz, no solo su más reciente aporte sobre el tema.

Para no insistir en ese punto, dígase que en todos los terrenos la actitud del fundador se revelaba en su ejemplo personal, su modestia, que él no llevaba como carga, sino como vital virtud de quien —no será excesivo repetirlo— echaba su suerte con los pobres de la tierra. En la paz, y en la guerra, era natural para él la proyección modesta, austera, sinceramente popular, democrática. Y esa actitud debía tener su expresión tanto en la indumentaria como en la silla de montar a caballo para el combate. Era el comportamiento al que estaban llamados, en acto de coherencia, dirigentes políticos y jefes militares en una revolución que respondía a un pueblo, y en él, sobre todo, a una mayoría humilde.

También en ese tema su Diario de campaña recoge testimonios de la actitud y el pensamiento de quien voluntariamente personificó la sencillez reclamada por la defensa de los humildes. Sus trajes raídos y sus zapatos rotos no eran recursos escénicos de un demagogo, sino consecuencia de un revolucionario honrado, de quien cabe decir que escogió ser pobre. El 1 de marzo de 1895 le escribió a Gómez, refiriéndose a su hijo Francisco, que lo había acompañado en tierras caribeñas, y a pertenencias personales que el primero le había prestado: “A Pancho, sujetándome el corazón, se lo devuelvo: allá estará a su lado en estos días, y allá puede tener más quehacer en este instante.—Lo que no le devuelvo es su capa, que llevo a que me ampare,—más que a librarme de la lluvia:—ni unos pantalones muy cari­ñosos y ya amados”.

En el orden colectivo trazó pautas el cuidado que Martí personalmente tuvo, e hizo a los demás tener, con los fondos de la guerra. Acaso lo contable más relevante venía de patriotas adinerados, pero él se encargó de llamar la atención sobre el sacrificio y la heroicidad de las donaciones hechas por los más necesitados, que la sacaban de su jornal inseguro, conducta que enalteció en “Los pobres de la tierra”, donde los llamó “los héroes de la miseria”.

El ejemplo de tan abnegados patriotas reclamaba un logro que en todo caso era necesario para sentar las bases de la república moral, y que se evidenció en un riguroso sistema de contabilidad, pared de canto contra la corrupción. Lo ha estudiado Hidalgo Paz en La tesorería del Partido Revolucionario Cubano (1892-1895) (2017).

No pretenden ni de lejos estos apuntes agotar la amplia brazada de luces que el Partido Revolucionario Cubano —el de Martí, y con él a la cabeza— dio para la revolución cubana de su tiempo y continuará dándole a la patria siempre. Ella debe seguirlo para mantenerse fiel al proyecto de justicia social propio del sistema que se ha propuesto, por lo que ha de encarar y vencer los desafíos del mundo en que hoy le toca avivar ese afán.

Incluso cuando la guerra hubiera tenido el triunfo que el denuedo independentista cubano merecía y la intervención imperialista frustró, es muy difícil creer que Martí hubiera aceptado disolver una organización política en la que tantos ideales y tantos caminos para realizarlos él forjó a base de tenacidad. Los valores patrióticos y justicieros infundidos en esa organización con su prédica y su ejemplo, y con el apoyo de sus más leales seguidores, serían todavía más valiosos acaso después de la victoria, para no hablar del ambiente de frustración impuesto por la potencia estadounidense, una realidad en que se debía mantener en pie el espíritu insurreccional.

Si antes de la guerra el Partido tenía conexiones dentro de Cuba, pero existía visiblemente en el exterior, después de la contienda podría tener sus mejores y más productivos ímpetus en el territorio nacional, sin renunciar necesariamente a sus nexos con otras tierras. Podrá tal vez decirse que estas líneas han tomado el camino de las conjeturas, y el autor es consciente de ello. Son conjeturas con más asideros de realidad —aportados por el propio Martí— que la idea de que ya el Partido, cuya fundación fue obra de doce años, podía disolverse como si tal cosa.

Fue, además, el Partido que, como le escribió a Gómez en carta de 1882 —diez años antes de lograr constituirlo— Martí sabía necesario, no solo por requerimientos de la conspiración. Los términos en que se expresa indican con qué atención venía observando el surgimiento de obstáculos y desafíos que se harían notar en la fatídica Conferencia Internacional celebrada en Washington entre 1889 y 1890, y en otros indicios. Frente a todas las señales, buscaba el camino adecuado para encauzar el anticolianialismo y la lucha contra los males afines a esa lacra.

En la carta de julio de 1882 le escribe a Gómez: “Pero si no está en pie, elocuente y erguido, moderado, profundo, un partido revolucionario que inspire, por la cohesión y modestia de sus hombres, y la sensatez de sus propósitos, una confianza suficiente para acallar el anhelo del país—¿a quién ha de volverse, sino a los hombres del partido anexionista que surgirán entonces?” Y añade: “¿Cómo evitar que se vayan tras ellos todos los aficionados a una libertad cómoda, que creen que con esa solución salvan a la par su fortuna y su conciencia? Ese es el riesgo grave. Por eso es llegada la hora de ponemos en pie”.

Tampoco por eso incurrirá el autor de estas cuartillas en excesos que se hacían sentir cuando la construcción del socialismo en el mundo y en nuestro entorno próximo parecía una posibilidad más expedita que ahora, o no tan lejana. Entonces había quienes le aplicaran al Partido Revolucionario Cubano conceptos y etiquetas de otros contextos espaciales e históricos. Menciónense, por ejemplo, la definición de partido de nuevo tipo y, sobre todo, la noción de unipartidismo.

Vale apuntar, pero no es lo mismo, que el de Martí fue un nuevo tipo de partido, no dado a politiquerías ni a componendas electorales, sino a la liberación de un pueblo y a la defensa de la independencia de nuestra América y el equilibrio del mundo. Y está claro que él no iba a crear varios partidos a la vez, lo que habría sido contraproducente. Creó uno, el Partido Revolucionario Cubano, para orientar la lucha en un pueblo donde había otros partidos, y seguiría habiéndolos después de la guerra.

La clave del partido único de Martí no estribaba en que fuera el único en la sociedad de su tiempo y su entorno, sino el único para unir a los revolucionarios, cuya dispersión habría sido harto contraria a los requerimientos de la lucha. Hoy día, en pueblos que reclaman la independencia, al imperialismo que los somete le conviene que proliferen las organizaciones independentistas: lo alarmante para los imperialistas sería que todas las fuerzas de la liberación se unieran en una sola organización fuerte, capaz de asimilar su ineludible heterogeneidad interna y abrazar una línea clara en la acción.

Siempre habrá que volver al ejemplo personal dado por Martí en la austeridad que deben mantener los dirigentes de pueblos humildes, de proyectos de justicia social, aunque en ellos haya quienes disfruten las ventajas de tener mayores recursos materiales.

El ejemplo y la ética, que hicieron más fuerte el legado independentista, anticolonialista y antimperialista de José Martí, explican lo proclamado por Fidel Castro en su discurso del 26 de julio de 1973:“Martí nos enseñó su ardiente patriotismo, su amor apasionado a la libertad, la dignidad y el decoro del hombre, su repudio al despotismo y su fe ilimitada en el pueblo. En su prédica revolucionaria estaba el fundamento moral y la legitimidad histórica de nuestra acción armada. Por eso dijimos que él fue el autor intelectual del 26 de Julio”. Y, aunque el país contaba en su historia con otras valiosas experiencias partidistas, al rendirle homenaje a Ignacio Agramonte en el centenario de su muerte, el propio Comandante sostuvo que en el Partido Revolucionario Cubano estaba “el precedente más honroso y más legítimo del glorioso Partido que hoy dirige nuestra Revolución: el Partido Comunista de Cuba”.

También el guía —no solo histórico, sino el que debemos mantener vivo— de la Revolución, encarnaba un ejemplo magno del ser revolucionario como consumación, y del deber ser orgánicamente abrazado. Añádase, para terminar o interrumpir estos apuntes, algo que difícilmente pueda tildarse de conjetura infundada: en los errores y desviaciones de partidos responsabilizados con defender centralmente la justicia social, han tenido un aliado fáctico poderoso las fuerzas interesadas en seguir capitalizando las desigualdades. Un aliado tal vez tan poderoso como su potente maquinaria desinformativa y de distorsiones culturales.


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