Imagen tomada de Mujeres con Ciencia
Sobre la autora
María Zambrano Alarcón (Vélez-Málaga, Málaga, 22 de abril de 1904-Madrid, 6 de febrero de 1991) fue una pensadora, filósofa y ensayista española. Su extensa obra, entre el compromiso cívico y el pensamiento poético, no fue reconocida en España hasta el último cuarto del siglo XX, tras un largo exilio. Ya anciana, recibió los dos máximos galardones literarios concedidos en España: el Premio Príncipe de Asturias en 1981, y el Premio Cervantes en 1988.
Al cumplirse su aniversario luctuoso, compartimos el ensayo que da título a su libro homónimo: Los bienaventurados.
Fragmentos de su obra
Los bienaventurados
Desde el fondo de la soledad y aún más de la desdicha, si es dado que una ventana se abra, se puede, asomándose a ella, ver, pues que andan lejos e intangibles, a los bienaventurados. Siendo los seres perfectamente dichosos solamente en la hondura de la desdicha se hacen presentes, se aparecen. Y no en una desdicha sin más sino en una cierta y determinada, en aquella que envuelve el ser casi por entero, en la que afecta y pone en entredicho al ser mismo que se siente a la merced de todo y de cualquier adversario, a punto de sumergirse en la adversidad misma, en la ilimitación de algo que debía aparecer únicamente como una isla identificable no como un mar sin límites y de fuerza y duración incalculables. La ilimitación de la réplica, la plenitud de lo concreto contrario, del conflicto que pierde sus caracteres de tal al extenderse sin dar señales de pasar. Ante la extensión ilimitada de la contrariedad y del desmentido de cualquier pequeña esperanza la desdicha se hace desconocida. Y si no se consigue quedar en la pasividad flotando sobre esta amenaza, acogiéndose a ella, la amenaza de extinción del ser andaría a punto de cumplirse o se cumpliría quizás. Es lo inteligible del destino envolviendo la vida, retirando con ella todo posible asidero o punto de referencia. Sólo se logra la plenitud del ser bajo una total carencia o una continua sed; un sufrimiento inacabable puede ofrecer vida y verdad, única posible vía de rescate.
Y aparecen así en ronda, en una especie singular de danza que es al par quietud, los bienaventurados según nos han sido dados. Hombres sin duda, seres humanos habitantes de nuestro mundo, nuestro mismo mundo y de otro ya al par; corona de la condición humana que al quedarse sólo en lo esencial de ella, en su identidad invulnerable, se aparecen como criaturas de las aguas misteriosas de la creación a salvo de la amenaza del medio y de la desposesión del propio ser.
Los bienaventurados son seres de silencio, envueltos, retraídos de la palabra. Salvados de la palabra camino van de la palabra única, recibida y dada, sida, camino de ser palabra sola ellos. Envueltos como capullos, irreconocibles, lentos. Mas su lentitud resulta engañosa para quien desde fuera los mira, y todos los miran desde fuera en principio. Es necesario darse cuenta de estos seres sin más, formas, figuras del ser, categorías, pues, del ser en el hombre camino de atravesar la última frontera. Seres de silencio, sufrientes todos, pasivos pero no herméticos. Blandamente están ahí, tan inmediatos y remotos al par. Para acercarse a ellos hay que participar en algo de la simplicidad que es su condición, de la simplicidad que los ha tomado para sí. Sufrientes, padecedores y terribles cuando se les quiere abordar y entrar en discusión con ellos; cuando alguien se lanza ciegamente ha de ser a tratarlos según su uso y manera, se le muestran como fuego, como lisa hoja de frío acero, como algo intangible. Son intangibles, inaccesibles, porque son. Seres ya idénticos a sí mismos, en lo que se distinguen del santo, pues que el santo padece y alumbra para ser un bienaventurado, ya invisiblemente algunos a lo menos, algunos: los heroicos. El bienaventurado carece de virtudes heroicas, y carece de virtudes como carece de palabras porque ya no está en el reino de lo discernible.
Apenas se le discierne al bienaventurado, en verdad nunca puede ser discernido por humano intelecto. Es bienaventurado por eso, o eso es lo que resulta de su bienaventuranza, el no ser discernido. Y si es sometido a juicio, como suele serlo, apenas se hace visible es juzgado por otra cosa. Siempre por otra cosa, ya que hay que envolverlo de alguna manera, encerrarlo, encerrarlo dentro de una cárcel de conceptos por lo menos; eso si no se le puede encerrar en una cárcel de espesos muros, de materia densa, porque entonces el razonamiento y los juicios aunque sean teológicos o filosóficos, ahora psicológicos, funcionan como materia material: espesor, impenetrabilidad, sordez. Que el respirar del bienaventurado, su fuego sutil impalpable no se oiga; que su mansedumbre no trascienda. Ni el perfume, la indescriptible fragancia que se expande suavemente de ese su ser. Ni ese su modo de moverse, de avanzar sin alteración, de retroceder sin cautela, ese su movimiento libre de alteración, su consustancial quietud. Ni su sufrimiento, que es padecer escondido aunque sea de persecuciones por la justicia. Tan escandaloso y visible a lo menos como suele ser este padecer persecución, cuando de ellos se trata no es oído ni atendido, es ignorado en el más razonable de los casos. Ellos, los imputados siempre, aun cuando sufran persecuciones por una justicia estatal-política que tratándose de otros levantaría clamor.
Los bienaventurados están en medio del mundo como rehenes, retenidos bajo cualquier aparente causa sufren. Y el sufrimiento está en ellos distribuido según su especie, pues que se está tentado de creerlos al modo de los ángeles, individuo y especie unidamente. Mas son hombres en quienes la condición humana se especifica desde la lograda identidad. Son lo que son sin contradicción alguna. Y así vienen a parecemos como personajes o actores de un drama constante: la unidad del ser del hombre prisionera de las contradicciones del mundo, ya que el mundo es eso ante todo y hasta el fin, sede de la contradicción. De la contradicción asentada, consolidada, persistente, enemigo de por sí de todo ser simple o criatura insobornable. Y así la contradicción congènita del mundo se siente fascinada por todo aquello que transita por él insobornable, donde sus alusiones no prenden. Ya que la contradicción mundanal se hace reflejo, eco, alusión, incidentes, causas ocasionales en suma, pues la razón y la verdad se esconden entre las circunstancias. Y la vida misma se embosca acobardada.
Se despierta así eso que se podría llamar en términos contradictorios «espíritu del mundo», suplantación del espíritu alusivo también, se despierta y se alza, y al alzarse se abaja y enreda y captura al bienaventurado y, aunque no haya llegado a serlo, al insobornable, y lo retiene con una avidez que sólo entendiéndolo de este modo puede explicarse.
Y en el conocimiento el drama se repite, la contradicción que se resiste a disolverse, a ser diluida o absorbida por la unidad, la aprisiona en una contradicción exasperada pues que le cierra la vida de su manifestación, de su acción en la mente humana al par, inexorablemente. La dialéctica con Zenón responde ingenuamente a este peligro, mostrando las contradicciones del movimiento, cerrándole el paso, privándole del contacto con el ser, lo que como se sabe Platón rehízo mirando desde el ser el mundo que así se aparece más que como contradicción como apariencia.
Seres que han logrado la identidad y que la llevan ostensiblemente a modo de un sello que les hace discernibles, haciendo asequible así su misteriosa vida. Intangibles y capaces de una comunicación que apenas hacen sentir, comunicación que sin ofrecerla dan, pues que parte de ese reconocimiento del ser que configura a la vida y que en los seres que no son ellos o dentro de los cuales ellos no alientan crea una distancia insalvable. Aquellos humanos que han llegado a la identidad o la bordean, si no llevan dentro de sí un bienaventurado, crean soledad en quien pretenden obtener de ellos una noticia, por leve que sea, de esa vida que escondida llevan en sí; son todavía y quizá más verdaderamente que nadie propietarios de su vida o, al menos, celosos guardianes de ello. Así, algunos seres de profunda meditación, algunos ascetas a medio camino, algunos poetas en busca de la palabra o poseídos por ella y sin duda algunos filósofos que fueron así librando tan sólo a la escritura su diáfano pensamiento sin haber irradiado diafanidad en torno a su persona viviente, han de ser poseídos por ella. El tesoro que recelan se expande de algún modo, mas siempre contenido en una forma, en una figura, en una obra. Entre ellos han de estar los autores de veras, condenados así a no darse más que en su obra, a cruzar la vida anónimos, reacios y hasta tacaños de su ser. Mas ellos tocan ya la bienaventuranza de la pobreza de espíritu, de esa pobreza que se recoge para darse en forma duradera y que ha de hacer sufrir al ser en quien se da continuo padecer y hasta hacer el sufrimiento de los perseguidos por la implacable justicia, a veces de la tierra y del ser mismo que les manda no dar sino en cierto modo, que les impide darse, darse a sí mismos directa e inmediatamente.
Y los no autores de nada, de esquirla de obra alguna, los que en silencio meditan para sí, han de andar camino de la depresión y en ella, cogidos por ella, en lucha todavía por la posesión. Ya que en ciertas zonas de la vida el camino se abre a partir de un centro que llama y que una vez que lo ha hecho no dejará de seguir llamando, por eso aparece la lucha y aquel en que se da no puede por menos de sentirse perseguido.
Mas ellos, los bienaventurados, han salido ya de toda antinomia. La primera es, ya que así se nos muestra, la que proviene del poseer que inevitablemente y por perfecta e inocente que sea su forma trae el ser poseído. Del perfectamente pobre que careciendo de todo no carece de nada. Mas ¿qué podrán poseer el pacífico y el que llora? En el primero se da la paz que excluye toda lucha; mientras el que llora se ha hecho claro manantial de todo el dolor, del dolor sin calificación alguna. Ya que en el dolor que se llora puede existir el sentir de algo propio imparticipable que se ha perdido, de un bien que no se compartía ni podía compartirse. En este caso es también el llanto el modo de comunicación, el llanto que, él sí, puede compartirse, que llama a ser compartido.
Hay viajes interterrestres que no se cumplen o verifican más que en las cimas o en los espacios habitados casi invisiblemente por los bienaventurados. Hay lugares, lugares recónditos, que solamente aquéllos conocen o vislumbran, lugares al filo del silencio, del ser y del no ser. Se podrían dar pero el no ser es más fácil que el ser, en el ser hay siempre un esfuerzo, una tensión que los bienaventurados apenas se permiten romper. Sólo el silencio del Espíritu sería la expresión más afortunada de su presencia. Silencio propio, cualitativo, incanjeable, que no puede ser confundido por ninguno de los dos polos del silencio, el mutismo y el pasmo, que ha de producirse cuando pasa el Espíritu como si fuera lo más puro de la doncellez de una niña verdadera. En la pintura española se ha logrado ese silencio en los ojos de la niña entregada a una labor doméstica, la niña aprendiendo a coser de Zurbarán, en la luna de muchas inmaculadas, en esos cielos que en ninguna otra pintura hemos visto.
Los bienaventurados nos atraen como un abismo blanco. Esa blancura del pensamiento que sería, quizás el posible lector se extrañe, propio de un Nietzsche cristiano o a punto de serlo, esa cima más allá de todo y más allá del Todo igualmente, que se detuvo en la misma locura cuando tenía que comenzar a escribir él. Los bienaventurados se detienen por sí mismos, no han empezado ni siquiera a soñarse ni a ensoñarsc a sí mismos, a su propio pensamiento. Están como alojados en el orden divino que abraza sin tocarlas todas las cosas y todos los seres, todas las almas también, como una posesión amorosa que ni necesita ser sospechada en quien la recibe, si alguien siente la tentación de hacerlo por escrito, como una carta que se escribe anónima pero muy delicadamente para uno mismo.
Están rondando en silencio en una danza que cuando se hace visible es orden, armonía geométrica. Mas de una geometría no inventada, de una geometría dada como en regalo por el Señor de los números y de las danzas, por tanto invisible, insensible, es decir, con un mínimo de «materia sensorial». La danza de lo acabado de nacer o de lo que no ha nacido todavía, o de lo que nunca nacerá, pero la danza que es danza para siempre.
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