Merchán, Zenea y los laborantes


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I

No estoy buscando publicidad ni pretendo ocupar el tiempo del lector con una crónica traída por los pelos, pero el crítico Rafael María Merchán es todo un personaje y creo que su perfil merece ser más divulgado, aunque sólo sea en espacios modestos, como el de las Carabinas. Uno de sus biógrafos –el prestigioso lingüista Juan Miguel Dihigo—, llega a decir que Merchán es “un grande de Cuba en la esfera de la inteligencia”, uno “de los cerebros mejor organizados que ha tenido nuestra patria”. Quizás  exagera, pero es una opinión que hay que tener en cuenta, viniendo de quien viene. De entrada advierto —sobre el litigio entre Merchán y Zenea al que me voy a referir—, que me siento equidistante de ambas partes tanto por nuestra común  afición a los libros y al trabajo de los impresores, como porque  soy natural de Veguitas, un poblado del municipio bayamés que está casi a mitad de camino entre Manzanillo y Bayamo.

No tengo que decir de dónde era Zenea, pero tal vez convenga precisar que Merchán nació en Manzanillo, en 1844, de padre bogotano y madre bayamesa. A los doce años entró como aprendiz al taller del impresor trinitario Francisco Murtra, quien acababa de fundar El Eco, primer periódico manzanillero. Más tarde, el adolescente se trasladó a Bayamo para trabajar como cajista en la imprenta del periódico La Regeneración, y al cumplir quince años se instaló en Santiago de Cuba e ingresó en el renombrado Seminario de San Basilio, aunque nunca dejaría de ser un librepensador de hueso colorado. En La Habana, invitado por el Conde de Pozos Dulces, empezó a colaborar en el periódico El Siglo. Colaboró también en El País, donde un 15 de noviembre de 1868 (¡mes y medio después de que en el lejano Oriente se armara en La Demajagua aquel memorable griterío!) apareció su famoso artículo “Laboremus”. Para enfrentar con éxito los desafíos que la época les planteaba –decía allí– los cubanos de buena voluntad necesitaban tres cosas: valor, energía y decisión (“valor para concebir un ideal, energía para predicarlo, y decisión para ponerlo en práctica”). A fines de 1870, acusado de simpatizar con los insurrectos y de violar las normas de la Censura, fue condenado a una muerte ignominiosa (“garrote vil”) y tuvo que huir y exilarse, como tantos otros cubanos que compartían su cautelosa orientación política. Se estableció en Nueva York.  Sobre aquellos tiempos tormentosos escribió un día que si  los jefes del partido autonomista decidían disolverlo, respetaría sus deseos, pero que si estallaba otra revolución en Cuba, “mi corazón estará con ella, y volveré a combatir a los que entonces hablen de autonomía…”. (1)

En Nueva York hizo periodismo y en 1874 decidió trasladarse a Bogotá, donde desarrollaría el grueso de su obra. Un pasaje anecdótico —la mencionada discrepancia con Zenea— me servirá de pretexto para volver al espacio del que partimos, ahora a través de los personajes.

II

La historia registra el hecho de que, a raíz de lo ocurrido el Diez de Octubre en La Demajagua, se creó en La Habana la Junta de los Laborantes, un comité de apoyo a los insurrectos encabezado por Morales Lemus. Quiere decir que el término “laborante” –utilizado por la prensa integrista para designar al simpatizante o colaborador secreto de los insurrectos— ya era aceptado por ambas partes, porque así se les llamaba desde siempre, en las cofradías, a los muñidores encargados de divulgar noticias sobre las actividades eclesiásticas (la palabra adquirió muy pronto, entre los integristas, una connotación despectiva, la de “intrigante”). En su Nuevo Catauro de Cubanismos, Fernando Ortiz dice que el vocablo parece proceder de “Laboremus”—título del artículo de Merchán— y este criterio pasó a ser, hasta nuestros días, la opinión prevaleciente entre historiadores y críticos. Pero el consenso ya se había quebrado cuando Zenea afirmó que había sido él quien puso a circular el vocablo (que quedaría marcado, en cada caso, por la ideología del usuario). Brotó la duda: ¿quién tenía derecho a reclamar la  paternidad?

A fines de 1870, un grupo de cubanos exiliados fundó en Nueva York la Sociedad de Laborantes Cubanos. Zenea se apresuró a decir que él había sido el difusor del vocablo a través de un artículo publicado en la Revista Habanera cuyo propósito era dejar claro que los [intelectuales] cubanos, contra todas las apariencias, estaban lejos de ser políticamente indiferentes;  lo que ocurría era que utilizaban un disfraz “literario o filosófico” para exponer su posición de “amigos de la libertad”. En cuanto a la autoría, Merchán le salió al paso y muy pronto se puso en evidencia que ambos tenían su dosis de razón; los dos se estaban refiriendo, sin saberlo, a escenarios distintos. El litigio dio un giro inesperado cuando Zenea, arrogante y quisquilloso, decidió retirarse de la disputa y de la revista donde él y Merchán colaboraban, y éste, por su parte, anunció que se retiraría también para que “aquella hoja de laurel” tan ansiada pudiera adornar las sienes “del justamente aplaudido autor de Fidelia y de los Cantos de la tarde”. Era un gesto de suprema elegancia, hay que reconocerlo.

Aquí termino. Pero no resisto la tentación de añadir unas líneas. Hacía poco tiempo que se había producido en Bayamo un gesto de muy distinta naturaleza y no referido a ningún bayamés en particular, sino a los bayameses en conjunto, como pueblo. Con él habían ganado por sí mismos, en la práctica, el derecho a ser considerados herederos de las glorias de Numancia. Cuando el siniestro Conde de Valmaseda, al frente de un ejército de tres mil hombres, se dirigía a Bayamo, sus pobladores —negados de antemano a aceptar una exigencia de rendición—, decidieron prenderle fuego a la ciudad.  Así lo hicieron. Fue el 12 de enero de 1869, unos cien días después de que bayameses y  manzanilleros —y sus respectivos esclavos— se unieron en La Demajagua para dar el Grito de Independencia e iniciar una guerra cuya primera etapa duraría diez años.

(Publicada en el Boletín del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau/ Ilustración: Ary Vincench).

 

(1) En efecto, en 1896 y 1898, respectivamente, publicará dos obras muy aplaudidas: el volumen Cuba, justificación de sus guerras de independencia —una colección de artículos aparecidos en la prensa bogotana–, y La redención de un mundo, un pliego en el que elogiaba el papel histórico desempeñado por la Doctrina Monroe y reclamaba el apoyo militar de Washington a Cuba en su lucha por la independencia. Al establecerse la República será designado por Estrada Palma para desempeñar una importante misión diplomática, un modo de reconocer, oficialmente, tanto sus méritos políticos como su prestigio intelectual.


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