Foto: Obra Cultivo una rosa blanca, de Cosme Proenza.
A la rosa blanca de José Martí, la que ilumina los Versos sencillos, no hay quien pueda mancillarla. Es la flor del más universal de los cubanos, la que tantas veces se tiñó con la sangre de los buenos que levantaron la nación, la emanciparon y también de las 3 400 vidas segadas por actos terroristas en las últimas seis décadas, fraguados o alentados por los mismos que ahora intentan apropiarse de ese símbolo.
No es la primera vez que se intenta pervertir ese atributo. Bajo el manto de la rosa blanca surgió en Estados Unidos, apenas tres semanas después del triunfo de enero de 1959, una organización contrarrevolucionaria liderada por connotados esbirros y oficiales del régimen batistiano. El sueño restaurador de la dictadura no fue más que una pesadilla pasajera, disipada en pocos meses por la acción de las fuerzas revolucionarias con Fidel al frente.
La rosa martiana canta a la unidad, la concordia, la honestidad, la sinceridad y la transparencia. Canta a la amistad, al crecimiento espiritual y a no dejar que el rencor devore el alma. Nada tiene que ver su apuesta ética con simulaciones ni rendiciones.
Cintio Vitier, quien como pocos penetró en el ideario del Maestro, ofreció la siguiente clave, útil en estos tiempos, para entender el vínculo entre ética y práctica revolucionaria: «Martí, no reacciona frente al enemigo, sino que actúa frente [a él] y contra él desde su libertad, que en principio puede redimir también al enemigo; de ahí su mayor eficacia; es esto lo que le permite liberarse del odio, que es el signo de la verdadera colonia. Su planteamiento, radicalmente ético, parte de una autoctonía del ser. Esa profunda originalidad le permite señorear la situación, no devolver odio lúcido por odio ciego, no ser un resentido histórico, una irremediable víctima intelectual y emocional de la colonia. Le permite ser un pensador revolucionario…».
Demasiado pedir que los agoreros del cambio de sistema en Cuba lean profunda y aleccionadoramente a Martí, cuando se sienten aplaudidos y respaldados por los que robaron en 1985 su nombre para denominar un servicio radial y televisivo concebido por el gobierno de Estados Unidos como plataforma agresiva y subversiva contra nuestra Patria.
Ni siquiera poseen las más mínimas herramientas para entender la realidad del país, su cultura, sus tradiciones. La espuria manipulación de la rosa blanca se ha hecho acompañar de ridículos clamores desesperados para convertir el color blanco como estandarte de sus fallidas pretensiones.
Las sábanas blancas siempre animarán la banda sonora de la auténtica canción cubana, en la voz de su autor Gerardo Alfonso y de otras muchas voces. Trova y rumba, canción de gesta y amor que tradujo el sentimiento de la ciudad en música y de sus habitantes entregados, por estos días mayoritariamente, a transformar materia y espíritu en el seno de sus comunidades, a dejar atrás olvidos y desidias, a honrar el destino de la nación y de las raíces, como cuando en agosto de 2020 ondearon telas blancas en los balcones para despedir a Eusebio Leal.
Las telas blancas seguirán ciñendo los cuerpos y coronando las cabezas de los hijos y las hijas de Obbatalá, deidad del panteón yoruba que transmite paz, calma, inteligencia, generosidad y vocación de obrar a favor de los demás. Telas que, además, continuarán arropando a los iniciados en una de las más representativas ramas de la religiosidad popular auténticamente cubana.
De modo que el color blanco no está en venta.
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