En 2010, a raíz de publicar en Cubarte el texto “Lectura y emancipación”, recibí una llamada de Alfredo Guevara para comentármelo. Yo no lo conocía personalmente y me sorprendió su entusiasmo; a partir de entonces lo hizo con cierta frecuencia, durante un tiempo, para conversar sobre esos y otros temas, especialmente acerca de las relaciones entre cultura y política. Coincidimos en relación con olvidos culturales de las prácticas del socialismo en su recorrido y nos detuvimos en la figura de Paul Lafargue; estuvimos de acuerdo en que era algo más que el yerno de Carlos Marx. Guevara me envió por correo abundante información sobre el personaje, porque deseaba que yo escribiera sobre él. Preferí actualizarme, leer más, y terminé “enfriando” la escritura ante otras tareas más acuciantes. Hoy, a casi siete años de la muerte de Guevara, me decido a retomarla, a partir, sobre todo, de la información que me entregó.
Según la mayoría de las fuentes, Paul Lafargue nació en Santiago de Cuba el 15 de enero de 1842 —Raúl Roa García asegura que fue en 1841—; su abuelo paterno, francés y girondino, llegó a Haití después de sus sublevaciones, y la abuela paterna, una mulata dominicana, estaba refugiada en Cuba; el abuelo materno era judío y había venido a la Isla desde Francia en asuntos de comercio, y la abuela materna descendía de aborígenes cubanos: un ajiaco genealógico, hubiera dicho Fernando Ortiz. A los nueve años se encontraba en Burdeos con su familia; terminó allí sus estudios primarios, los secundarios, en Tolosa, y comenzó a estudiar Medicina en París. Aunque no pocos lo llamaron “mulato”, entre nosotros sería un “trigueño”, de labios finos, pelo largo y sedoso que batía el viento, bigote espeso, ojos penetrantes y soñadores, maneras delicadas y mente ágil; apasionado por los deportes, se había aficionado también al nuevo invento de la fotografía, y mantenía una sed insaciable de conocimientos, según lo han descrito algunos que lo conocieron. Como estudiante estuvo en el centro de las luchas sociales en la universidad, y se distinguía como audaz y agudo periodista, alineado con la causa de los más pobres; en 1865 viajó a Lieja, Bélgica, para participar en el I Congreso Internacional de Estudiantes, y se dice que su intervención fue de las más lúcidas, ya coincidente con las ideas de Carlos Marx acerca del socialismo. Napoleón III lo expulsó de Francia, por lo que se vio obligado a interrumpir sus estudios de Medicina.
Se dirigió a Londres, sede de la Internacional Comunista, y allí, incorporado a una nueva universidad, se acercó enseguida al hogar de Marx, a quien admiraba, y conoció a la hermosa, culta y refinada esposa, Jenny de Westfalia; comenzó a cortejar a la bella Laura, hija segunda del matrimonio —entre la mayor, Jenny, y la más pequeña, Eleanor, pues otros hijos habían muerto antes. Cuando Lafargue y su amigo Longuet —quien se casaría con Jenny Marx— hicieron más frecuentes sus visitas, Marx estaba enfrascado en los manuscritos del primer tomo de El capital y no se encontraba bien de salud; sin embargo, los recibía alegremente, con la esperanza de que su teoría fuera divulgada entre las nuevas generaciones. Las conversaciones giraban alrededor de muchos temas; con Lafargue hablaba tanto sobre los últimos descubrimientos de la Medicina, como de asuntos sociales y políticos, pues en Francia el visitante había sido discípulo del anarquista Proudhon y ya tenía una cierta experiencia. En cartas de Marx a Federico Engels, llamaba al cubano “mi criollo estudiante de Medicina”, lo calificaba de sentimental excesivo y le comentaba a su amigo su semicompromiso con Laura, quien lo trataba con cierta indiferencia y previsión; a juicio del filósofo alemán, había trasladado la atención del padre a la hija. Ambos realizaban traducciones bajo la vigilancia de Marx, quien dudaba sobre la situación financiera del pretendiente, que calificaba de “mediana”, y como Lafargue había sido suspendido por dos años de la Universidad de París, también abrigaba dudas de que concluyera la carrera, aun cuando le reconocía grandes dotes para la Medicina.
En agosto de 1866, el padre de Laura le contaba a su amigo que le había escrito una larga misiva en francés a Lafargue para explicarle que las cosas no podían ir más lejos con su hija sin llegar a un esclarecimiento sobre su situación económica; por su parte, el posible futuro yerno le había mostrado una carta de un célebre médico parisino, quien manifestaba muy buenos criterios sobre el joven. Unos días después, en otra carta a Engels, contaba, aún con desconfianza, que el asunto parecía arreglado, pues el padre de Lafargue le había escrito desde Burdeos para ratificarle sus favorables condiciones financieras, prometerle que su hijo haría el doctorado en Londres, y después en París, antes del matrimonio; pasado un año, el padre del cubano invitó a las tres hermanas Marx a Burdeos, para tomar baños de mar. No obstante, Marx le había hecho saber a Lafargue, a quien consideraba por entonces un poco infantil, que si no se cumplía la promesa de su padre, Laura se salía del compromiso; en una carta le exigió contener la intimidad con su hija: “He observado con espanto sus transformaciones de conducta de un día para otro durante el período geológico de una semana”, y no dejarse llevar por la pasión y por “las demostraciones de una familiaridad precoz”, pues debía amar de acuerdo con el meridiano de Londres. A pesar de ello, Lafargue venció la aparente indiferencia de Laura, obediente a su progenitor, y la reticencia de Marx, preocupado por la economía de su hija luego de su triste experiencia de pobreza familiar. En 1868 Lafargue terminó los estudios de Medicina y se casó con Laura, no sin que antes ella consultara la opinión de Engels, fiel amigo de la casa. En 1869 Laura y Paul realizaron la traducción al francés del Manifiesto comunista.
En 1870 Lafargue estaba en París, donde participó en el levantamiento de la Comuna; perseguido por segunda ocasión, esta vez con saña, por Thiers, logró refugiarse en España, se unió al movimiento de trabajadores sindicalistas socialistas, y gracias a su conocimiento del idioma, adquirió otra valiosa experiencia en el trabajo de organización partidista. Aunque Francia pidió su extradición, le fue negada, y en la Península ejerció el periodismo, fue maestro de obreros y en contacto con los socialistas, continuó la lucha; se ha asegurado que su presencia resultó decisiva en la orientación del Partido Socialista Obrero Español. En 1873 Paul llegó a Londres y se reunió con Laura. En 1881 murió Jenny de Westfalia, en 1883, su hija mayor, y a los pocos días, Marx. Ese mismo año el matrimonio regresó a Francia, y Lafargue se afilió al Partido Obrero, convertido posteriormente en Partido Socialista. Sin ser obrero y con una posición económica holgada, militante austero y sin afán de jefaturas, demócrata auténtico y sencillo, el cubano siempre estuvo dispuesto a contribuir con la causa partidista. Muy amigo de Engels, también lo fue, incluso más íntimo, de Jules Guesde, periodista socialista francés y polémico autor de El colectivismo y la revolución. Según la leyenda, Lafargue y Guesde fueron los inspiradores de la famosa frase de Marx: “Yo no soy marxista”.
Considerado como un “ensayo utópico”, El derecho a la pereza, el texto más conocido de Lafargue, había sido publicado en 1880 por el diario francés L’Egalité, y posteriormente, como folleto, en 1883, y constituyó un verdadero escándalo por su popularidad. Criticaba con ironía al sistema capitalista por la despiadada explotación a los obreros, sin piedad con niños, mujeres embarazadas y ancianos, bajo jornadas que se prolongaban más allá de las 8 horas. Preveía además una crisis de superproducción capitalista por la utilización masiva de las máquinas para sustituir la mano de obra, con lo cual aumentarían el desempleo y la miseria de los trabajadores. Su análisis polémico proponía la reducción de la jornada laboral a unas 3 horas, que suponía suficientes en ese estado de maquinización, para así “trabajar lo menos posible y disfrutar intelectual y físicamente”. Al contrario de lo que pensaban no pocos de sus compañeros, argumentaba que la felicidad no se conseguía a través del trabajo, sino mediante el placer y la cultura, y sus páginas han sido revisitadas por quienes en la actualidad defienden la renta básica.
El derecho a la pereza había sido la refutación a El derecho al trabajo, de Louis Blanc, político e historiador francés considerado uno de los precursores de la socialdemocracia. Lafargue consideraba que el trabajo es una imposición capitalista contraria al instinto natural humano, y criticaba la cultura del capitalismo, construida a partir del exceso de consumo y los mercados ficticios, para dar salida a los productos de sus maquinarias. Según sus criterios, al limitar la jornada a 3 horas y mejorar los salarios de los trabajadores, se evitaría la superproducción y se equilibraría la relación entre producción y consumo. Algunos marxistas y anarquistas aceptaron esta teoría, pero otros adujeron posteriormente que no salía de los esquemas tradicionales del análisis de las sociedades preindustriales, por lo que resultaba poco realista de acuerdo con el desarrollo monopolista. Con el avance de la Revolución de Octubre el texto fue más criticado aún, a partir de las políticas soviéticas del obrerismo, productivismo, desarrollismo y la pretensión de dominar la naturaleza. En Cuba la polémica Lafargue-Blanc ha sido poco estudiada.
Como un activista permanente del socialismo, Lafargue trabajó temas como las relaciones de los intelectuales con el socialismo, “La cuestión femenina”, los matrimonios primitivos, los escritores románticos franceses, “El Socialismo y la conquista de los poderes públicos”, “El Socialismo y la evolución económica”, “El dogma del capital”, las canciones populares, la lengua materna, el materialismo histórico… Su estilo fue claro y directo, y su obra social y política, diáfana y constante. Por enfermedad de su amigo Guesde tuvo que preparar el Congreso Internacional Socialista en París, en 1889, cuyas reuniones cohesionaron a los obreros hasta 1914 en una conciencia colectiva de clase social. Lafargue luchó frontalmente contra los gobiernos capitalistas que eran “administradores de la burguesía”, y su encendido verbo, punzante y certero, lo llevó a la cárcel en 1891, condenado a un año de prisión; por campaña de Guesde, salió de la cárcel, convertido en el primer diputado socialista en el Congreso de Francia. Fue adelantada su posición feminista, al desenmascarar la explotación capitalista de la mujer al sacarla del hogar no para emanciparla, sino para emplearla con menor salario.
Aunque parece ser que Lafargue no solía hablar mucho de Cuba, Raúl Roa García, en la “Evocación de Pablo Lafargue”, publicada en su Retorno a la alborada, sostiene que “La contienda por la independencia de Cuba, reanudada el 24 de febrero de 1895, galvanizó su espíritu y se dio a defenderla en la prensa y en la tribuna. Y advirtió, con aguda perspicacia, los peligros que entrañaba, para su ulterior consolidación, la voracidad insaciable y el impulso expansionista del capitalismo yanqui”.
Laura y Lafargue tuvieron dos hijos, que murieron muy pequeños; su situación económica era desahogada, aunque no llevaran un modo de vida capitalista, como afirmaban algunos resentidos, que llamaban al cubano “el opulento castellano de Draveil”. Tenían una modesta casa, a unos 20 kilómetros de París, y recibían alegremente a sus invitados. En 1908 los visitaron Lenin y su compañera Nadiezhda, quien recordaba en sus memorias con mucho agrado aquella ocasión en que llegaron en bicicleta desde París, comieron lechón asado y tomaron buen vino de Anjou. Después de su brillante participación en el Congreso de Juvisy y con 69 años de edad en 1911, sus compañeros no sospechaban que también se había propuesto el derecho al suicidio y que aquella sería su última intervención pública. El matrimonio, que lo había arreglado todo, decidió cumplir su pacto y morir juntos, envenenándose; no estaban enfermos, pero no deseaban llegar a la vejez con limitaciones. Toda su herencia de pequeñas propiedades se la dejaron a los obreros y campesinos de Draveil, e incluso hicieron recomendaciones para dejar que quedara en buenas manos Fido, “un perro muy dulce al que no es necesario maltratar, basta con regañarlo, elevando la voz”.
Ni siquiera su amigo Jules Guesde podía creer que aquel hombre a cuyo “sentido dionisíaco de la vida” ha aludido Roa, acudiera al suicidio. Una nota suya explicó su decisión: “Sano de cuerpo y espíritu me mato antes que la implacable vejez que me roba uno a uno los placeres y las alegrías de la existencia y me despoja de mis fuerzas físicas e intelectuales, paralice mis energías, quebrante mi voluntad y haga una carga para mí y para los demás. Desde hace años yo me prometí no pasar de los setenta. Fijé la época de mi partida y preparé el modo de ejercerla: una inyección hipodérmica de ácido cianhídrico. Muero con la alegría suprema de tener la certidumbre que en un próximo futuro la causa a que consagré mi vida cincuenta y cinco años triunfará. ¡Viva el comunismo! ¡Viva el socialismo Internacional!”. El 27 de noviembre de 1911 despidió el duelo de Paul y Laura un amigo de ambos: Vladimir Ilich Lenin.
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