Primero fue la rumba, ahora el punto, mañana tendrá que ser el son: tres complejos –más que géneros- de la cultura musical cubana que nos distinguen como nación. Los dos primeros han sido declarados por la Unesco como parte del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, mérito que se agradece y compromete por cuanto representa un reconocimiento mundial.
Pero ese compromiso es y debe ser asumido a diario y, ante todo, entre nosotros mismos. Sin la rumba, el punto y el son no es posible saber lo que somos y queremos seguir siendo.
Dicho sea esto porque en el tránsito desde sus orígenes hasta la actualidad, en sus formaciones primigenias, sus líneas de desarrollo, sus respectivas evoluciones, ramificaciones, vasos comunicantes, ganancias e incluso alteraciones y pérdidas, se han ido perfilando vocaciones y destinos.
Un trazo grueso define al punto cubano como el conjunto de tonadas o melodías interpretadas por un cantor que se expresa en versos, generalmente décimas, improvisadas o previamente aprendidas, que se acompañan de un grupo instrumental integrado por guitarra, tres, laúd, tiple, clave, güiro o guayo, aunque sabemos que basta cualquiera de los tres primeros para dar la pauta de la tonada.
En otras tierras de Iberoamérica también se cantan e improvisan décimas. Existe un tronco común aportado por vía de los colonos y migrantes de la península ibérica; sobre todo, los procedentes de las islas Canarias y Andalucía, pero, en Cuba, ese arte popular adquirió características singulares a medida que se fue operando un proceso de criollización de las fuentes originales, en el que intervinieron elementos rítmicos y, en menor pero perceptible cuantía, melódicos de la cultura musical traída por los africanos esclavizados.
En una definición adelantada por la doctora María Teresa Linares, imprescindible musicóloga y estudiosa del complejo que nos ocupa, «el punto cubano es un género de canto que fue creado por nuestro pueblo y utilizado en casi todas las circunstancias del ciclo de vida: como canción de cuna, como canto de trabajo, como canto religioso ante los altares y velorios de santo, como canto funeral en mortuorios, en endechas y serenatas de amor; también en momentos de diversión, que es quizás donde se halla su función y uso principal improvisando décimas en controversia o en narraciones épicas».
El popular dúo de Adolfo Alfonso y Justo Vega es inolvidable. Foto: Felicia Hondal
Precisa la investigadora que «para estas diversiones se usan tonadas que se ajustan a su tono de voz, en el ámbito de una octava (…), a sílaba por nota, simples o con estribillos, pero generalmente el poeta improvisador se apoya en tonadas de estilo libre, a piacere, con las que puede dirigir su pensamiento sin prestar atención a la música».
El despegue y asentamiento primario del punto, en un arco histórico que parte del siglo XVII y cristaliza en el siglo XIX, se circunscribió a las zonas rurales de la Isla, predominantemente en las regiones occidental y central, aunque también en ciertas áreas del Oriente hubo atendibles manifestaciones.
Para la élite ilustrada de la era colonial, el punto fue una referencia pintoresca. El lexicógrafo Esteban Pichardo recogió en 1836 la voz llanto o ay-el-ay, para aludir al punto, y la describió como «canto vulgar muy común y favorito de los campesinos cuyas letrillas principian las más de las veces con esa interjección y en que compiten los trovadores entusiasmados y a gritos…».
En el valioso testimonio Viaje a La Habana, publicado en 1844, María de las Mercedes Santa Cruz y Montalvo, Condesa de Merlín, registró el caso de un tal Pepe el Mocho, «trovador inagotable que cosecha su maíz dos o tres veces al año, y que pasa el resto del tiempo en recorrer el país con su mandolina en la mano (seguramente un tiple) para cantar sus décimas que a todo el mundo les gusta y desean oír. Décimas de celos, décimas de amor feliz, décimas de venganza y de pasión...».
Pero divertimientos aparte, la tonada también creció en los espacios de combate durante la gesta anticolonial. En 1893 José Martí publicó y prologó en la imprenta del periódico Patria el libro Los poetas de la guerra, que recogió versos compuestos por mambises en los días de la Guerra del 68. Obviamente se trataba de obras llevadas a la escritura y de diversas estructuras estróficas, incluida la espinela, forma que caracteriza el cultivo de ese metro en Cuba. Martí dijo de aquellos poetas: «Su literatura no estaba en lo que escribían, sino en lo que hacían. Rimaban mal a veces, pero solo pedantes y bribones se lo echarán en cara: porque morían bien. Las rimas eran allí hombres: dos que caían juntos, eran sublime dístico: el acento, cauto o arrebatado, estaba en los cascos de la caballería».
Al reconstruir una escena común en los campamentos del Ejército Libertador durante la Guerra del 95, en la introducción de la que quizás sea la más completa investigación acerca de la improvisación de espinelas entre el mambisado, Música popular y nacionalismo en los campamentos insurgentes, Cuba, 1895 -1898, el historiador Jaddiel Díaz Frene sostiene:
«Cuando la noche caía sobre los campamentos, el silencio de la manigua era quebrado por las notas del punto cubano que, emanadas de guitarras, laúdes, güiros y tiples, acompañaban las voces de soldados y oficiales que cantaban décimas, ya fueran aprendidas de memoria o improvisadas. Era común que los combatientes descalzos y con las ropas raídas, exhaustos tras una batalla y con el hambre apretándoles el estómago, lejos de irse a descansar, se sentaran al pie de una hoguera para disfrutar estas interpretaciones.(…) Se narraban incontables asuntos: los pormenores de una batalla reciente, los gloriosos sucesos de la Guerra de los Diez Años, los asesinatos perpetrados por una guerrilla, la retirada de una columna española, la nostalgia por la amada, el dolor de la madre ausente, la proeza de un general mambí y la historia de un soldado desconocido. Tales discursos mostraban la guerra desde otras sensibilidades y contradecían, en variadas ocasiones, los partes que se publicaban en los diarios vinculados a los intereses coloniales».
Con el advenimiento del siglo XX puede hablarse de una verdadera e irreversible nacionalización del punto cubano, que fue adueñándose del entorno urbano en un proceso en el que mucho tuvieron que ver primero la radio y luego la televisión. No hubo radioemisora que se respetara que no dejara de incluir un guateque en vivo en su programación. Un espaldarazo decisivo recibió el complejo poético-musical con la puesta en pantalla de El guateque de Apolonio, a mediados de los años 50, en el que cantaron e improvisaron, entre otros, El Indio Naborí y Adolfo Alfonso. Palmas y Cañas, felizmente hasta nuestros días, ha continuado la tradición del guateque televisado y se recuerda con emoción el dúo de Adolfo y Justo Vega.
Resonancia mítica, por la nutrida concurrencia y las pasiones desatadas, adquirió la llamada «controversia del siglo», que enfrentó amistosamente a Naborí y Angelito Valiente, en San Antonio de los Baños y el Campo Armada, en 1955. Idéntico arraigo consiguieron las décimas improvisadas por Joseíto Fernández en La Guantanamera.
Tras el triunfo revolucionario de enero de 1959, la décima cantada continuó conquistando espacios mediáticos y comunitarios. Por mucho que en más de una ocasión se haya pensado en su decadencia o merma en el gusto popular, lo cierto es que renace y cobra renovadas fuerzas, sobre todo en las dos últimas décadas. Íconos no faltan; ahí están Alexis Díaz Pimienta y Papillo, Tomasita Quiala y Emiliano Sardiñas, y muchísimos más.
Hay que conocer la labor del Centro Iberoamericano de la Décima y el Verso Improvisado, de la Casa Naborí en Limonar, de la Casa Iberoamericana de la Décima en Las Tunas, de los talleres de niños repentistas, de las peñas campesinas a lo largo y ancho de la isla.
La Jornada Cucalambeana, en Las Tunas, culmina su realización con ciclos a nivel territorial, que merecen ser mucho más expandidos y promovidos.
En esta hora de celebración, no puede haber punto final. El punto crece y se afirma. Un nombre tampoco puede ser olvidado, por su amor al punto, a la improvisación, a una cultura que nació en los campos de Cuba y ostenta el crédito de la nación entera. Ese nombre es el de Pepe Ramírez.
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