Roberto, poeta íntimo y cotidiano


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Imagen tomada de La Ventana.

Hay muchas maneras de enaltecer el legado de Roberto Fernández Retamar, el intelectual cubano, de vocación latinoamericanista y caribeña, que en la isla y fuera de la isla concita este 9 de junio recuerdos y honores por su 90 cumpleaños. Una edad que lamentablemente no pudo cumplir como tantos deseábamos. El año pasado, el 20 de julio, su corazón se rindió.

De una parte, su dedicación a José Martí y la fundación del Centro de Estudios Martianos; de otra, la ejemplar docencia universitaria en La Habana e instituciones de altos estudios en Estados Unidos; de una parte, el ensayismo de fondo, con particular énfasis en la teoría de la literatura latinoamericana y el desmontaje de los procesos neocoloniales; de otro, el compromiso con la Casa de las Américas, donde transitó desde la creación de la revista hasta la presidencia de una entidad a la vanguardia de los empeños por la integración cultural de nuestros pueblos.

Pero antes, durante y después de tales menesteres, en la génesis y la proyección futura, está y estará siempre el poeta. El joven que consagró hermosos endecasílabos a Rubén Martínez Villena, el bardo que entre la lírica y el combate escogió a éste a la hora de enfrentar la tiranía de Gerardo Machado, y el hombre que en plena madurez escribió quizás la más estremecedora elegía a la muerte de un padre, ¿Y Fernández?, que haya sido publicada en la ínsula antillana.

Ese Roberto, como siempre le llamé, es el que quiero compartir en esta nota. Un poeta íntimo y cotidiano, como con certeza lo describió alguna vez el más joven colega suyo Luis Rogelio Nogueras, al situarlo entre las voces más prestigiosas de su generación, no solo refiriéndose a la más cercana en el orden territorial –la emergente en los años 50—, sino también a la de otras estancias del continente.

En el caso de Roberto, como en el de otros compañeros de ruta, estaba planteada la disyuntiva entre ser nerudiano y vallejiano. Pudiera pensarse en que se decantó más por lo último que por lo primero; sin embargo, tampoco es propio hablar de una filiación directa del notable peruano. Nada que ver, por supuesto, con el lenguaje y las preocupaciones estilísticas de los poetas mayores que coexistieron en el tiempo, como José Lezama Lima, Cintio Vitier, Gastón Baquero, Fina García Marruz y los que giraron en torno a la revista Orígenes. Si indagáramos en vasos comunicantes, tendríamos que ponerlo a dialogar con el exteriorismo del nicaragüense Ernesto Cardenal y el coloquialismo que se fue abriendo paso en la lírica hispanoamericana luego de la medianía de la pasada centuria.

El tono y el alcance de su poesía cristalizó en los cuadernos Historia antigua (1964) y Buena suerte viviendo (1967). En el primero, luego incluido en Buena suerte… al punto que deben asumirse como un todo, aparecen composiciones en las que con palabras de uso diario, reordenadas y recontextualizadas, habla en voz fuerte y baja de temas comunes a los mortales, a la gente de a pie, al vecino o al amor al alcance de la vista. Interrogantes básicas de la existencia humana dichas allí de un modo diferente. El día a día que de pronto asoma por una hendija de posibilidades inéditas. Como cuando encara la eternidad de los árboles del cementerio, o dice que soñar es bueno, o se pregunta si en lugar de poeta hubiera sido mejor ser médico o nada, o ensaya un homenaje al olvido.

Puesto a escoger, en Historia antigua aparecen dos textos a los que vuelvo una y otra vez, con la misma devoción con que releo los epigramas de Cardenal; Los heraldos negros, de Vallejo, Retrato, de Antonio Machado, y Elegía, de Miguel Hernández.

Uno es Felices los normales. No hay sarcasmo en el título, sino cruda realidad, hiperbolizada en la eclosión enumerativa: “… esos seres extraños / los que no tuvieron una madre loca, un padre borracho, un hijo delincuente, / una casa en ninguna parte, una enfermedad desconocida, / los que no han sido calcinados por un amo devorante, los que vivieron los diecisiete rostros de la sonrisa y un poco más, / los llenos de zapatos, los arcángeles con sombreros, / los satisfechos, los gordos, los lindos / los rintintín y sus secuaces, los que cómo no, por aquí, / los que ganan, los que son queridos hasta la empuñadura”. Hasta que el poema desemboca en una humanísima reivindicación: “Pero que den paso a los que hacen los mundos y los sueños, / las ilusiones, las sinfonías, las palabras que nos desbaratan / y nos construyen, los más locos que sus madres, los más borrachos / que sus padres y más delincuentes que sus hijos / y más devorados por amores calcinantes. / Que les dejen su sitio en el infierno, y basta”.

Otro, Oyendo un disco de Benny Moré, nos pone en el lugar de lo que pasa con la memoria y la posteridad. Entre nosotros, en México o La Habana, en Cartagena o en San Juan, sabemos quién fue y es Benny, el gran cantor, el enorme bolerista, el imprescindible sonero: “… esta voz / delgada como el viento, / hambrienta y huracanada como el viento”. Pero para quienes hoy, o mejor mañana, por azares del olvido, nadie sepa cómo el Benny era capaz de levantar o sepultar el ánimo del escucha, o para cualquier otro cantor que nos produzca el mismo efecto y se haya marchado de nuestras vidas, Roberto nos advierte: “Así que estas palabras no volverán luego a la boca / que hoy pertenece a un montón de animales innombrables / y a la tenacidad de la basura. / A la verdad, ¿quién va a creerlo? / Yo mismo, con no ser más que yo mismo / ¿no estoy hablando ahora?”


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