Tiempos modernos


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Foto: Archivo/Cubadebate

 

Mi profesor de Sicología Alfonso Bernal del Riesgo, antiguo compañero de Julio Antonio Mella, afirmaba que la risa oxigena la sangre. Creo que, aunque carezca de propiedades curativas para el cuerpo, el humor, en su amplio registro de manifestaciones, desempeña múltiples funciones sociales.

Una de ellas, quizá la más extendida, opera como resorte liberador en situaciones de alta tensión, cuando la crisis humana se crispa y bordea el estallido. Se convierte en necesidad social en circunstancias dramáticas como las que atraviesa el mundo, amenazado a la vez por la pandemia, la miseria creciente y la depredación suicida del medio ambiente. Es entonces cuando en el entorno lúgubre se impone la necesidad de abrir una senda luminosa.

La cultura del terror y el miedo impuesta por el fascismo dejó numerosos testimonios de los terribles padecimientos de sus víctimas, desde El diario de Ana Frank hasta los antiguos campos de concentración. El notable escritor italiano Primo Levi, superviviente de los horrores de Auschwitz, evocó sus vivencias, incluido el viaje en trenes abarrotados, el espanto de la cotidianidad del campo, los muertos en cámara de gas, a causa del frío, el hambre, la disentería en un texto punteado por notas de humor. Para hacerlo, se vale de una fórmula narrativa de eficacia probada en la contraposición cervantina entre Don Quijote y Sancho. En el relato de Levi, el contrapunteo se produce entre el narrador  —un intelectual—  y su compañero de aventuras, un buscavidas griego. La alianza de práctica y saberes distintos asegura a ambos la posibilidad de escapar con vida del espanto. El distanciamiento humorístico propuesto por Primo Levi subraya que, además de vencer la muerte, importa superar el oprobio y preservar, en el contexto más atroz, el supremo bien de la dignidad humana.

El humor actúa también como bisturí indoloro para extirpar zonas gangrenadas en la conducta y los valores individuales y en aspectos de la realidad social. La invención del cine potenció el alcance crítico y la proyección mundial de Charles Chaplin, una de las personalidades de mayor estatura del siglo XX. En Tiempos modernos, el poder de la imagen mostró, con más eficacia que muchos análisis teóricos, el proceso de enajenación del ser humano, reducido a la condición de pieza desechable integrada al engranaje de la maquinaria del gran capital. En el momento de la filmación, Chaplin reaccionaba ante la aplicación del taylorismo, práctica de organización laboral de inspiración tecnocrática dirigida a extraer del obrero el máximo de productividad. En la misma época, Marcelo Pogolotti había expresado similar preocupación en su cuadro Cronometraje. La percepción de Chaplin fue la de un visionario, porque en el andar del tiempo, mediante el empleo de fórmulas sofisticadas, al son de una supuesta modernidad, el proceso de enajenación se ha acrecentado.

¿Qué significa modernidad? Por abstracto, el término tiene que llenarse de contenidos concretos. Puede pensarse desde perspectivas sociales, filosóficas o artísticas, cada una de ellas situada en contextos específicos. En este recién iniciado siglo XXI respiramos todavía el legado del siglo de las luces, presidido por la confección de la Gran Enciclopedia, el imperio de la racionalidad y la confianza en el progreso de la técnica. Sus autores eran portadores del ideario de la burguesía emergente, impaciente ya por deshacerse de los remanentes del yugo feudal.

En la encrucijada planteada por los cambios introducidos con la Revolución Francesa, desde una orilla diferente, asomaba otro legado. Pobretón víctima de todas las orfandades posibles, Juan Jacobo Rousseau, paseante solitario, proponía un conjunto de reflexiones ajenas a cualquier propósito de instrumentalización del ser humano. Indagó acerca del origen de la desigualdad entre los hombres, procuró el vínculo armónico con la naturaleza y sentó las bases de una profunda renovación pedagógica, respetuosa de los defectos de la infancia.  De ella habrían de nacer los principios fundadores de la llamada “escuela nueva”.

La asunción acrítica de la visión racionalista propuesta por el iluminismo ha alentado la existencia de una peligrosa vertiente de la concepción tecnocrática del mundo. En cambio Simón Rodríguez, maestro de Bolívar, condujo de la mano a su discípulo, llegado a la primera madurez, a Roma donde, entre los restos de los antiguos foros, el futuro Libertador hizo su célebre juramento. Llevaron a cabo la prolongada travesía  desde París a pie o apelando a los medios rudimentarios que el azar les ofrecía. Sin temor a la fatiga, un desvío de la ruta los llevó a Ginebra para rendir homenaje a Juan Jacobo Rousseau en su ciudad natal. Desde Rusia hasta la Gran Bretaña, Simón Rodríguez había convivido en los más afamados centros difusores de saber de la época. Lúcido y visionario, su agudo pensamiento crítico lo llevó a comprender que en nuestra América, todavía colonizada, víctima de las deformaciones económicas y culturales impuestas por la conquista, el proyecto emancipador debía asentarse sobre otras bases. Precursor de José Martí en este aspecto, rechazó la mentalidad de los aldeanos vanidosos ofuscados por el culto a los modelos ajenos a las realidades de nuestro subcontinente.  Aspiró a introducir el aprendizaje del quechua en nuestro sistema de enseñanza y cultivar las artes y los oficios a fin de entregar a las nuevas generaciones los recursos para construir nuestros países con nuestras propias manos. A la vertiente tecnocrática, Simón Rodríguez oponía una valoración humanista integradora de la realidad. En la actual encrucijada, siguiendo la tradición del más raigal pensamiento emancipador de nuestra América, tenemos que reafirmar nuestra perspectiva humanista y colocar las conquistas de la técnica al servicio del desarrollo humano.

En el enfrentamiento al subdesarrollo y a los renovados proyectos colonizadores, a sabiendas de los peligros latentes en la subordinación a los proyectos tecnocráticos impulsados por el poder hegemónico, no podemos permitir que esa visión esencialmente antihumanista penetre a través de fisuras de la conciencia. En cada etapa histórica conviven muchas modernidades. La nuestra tiene que establecer linderos claramente definidos.

Quizá la risa no oxigene la sangre, pero, sin lugar a dudas, contribuye a oxigenar la sociedad. Bien afilada, se abre a la autocrítica necesaria, muestra el absurdo de determinados comportamientos y alivia tensiones sociales. Bienvenida sea, puesto que abre una puerta a la necesaria fraternidad humana.

(Tomado de Juventud Rebelde)


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