Todo el mundo puede tener su Moncada


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Cuba está obligada a ganar

No podría ahora quien esto escribe precisar si la expresión “Todo el mundo tiene su Moncada” apareció en el habla popular y luego dio nombre y tema a una canción de Silvio Rodríguez, o si ocurrió a la inversa, acaso simultáneamente. Lo seguro es que apunta a la relación entre la poesía y expresiones proverbiales que surgen o terminan como voz de pueblo, anónimas.

Ya nutran el lenguaje masivo o procedan de él, frases como esa suelen ser del mayor interés, al margen consideraciones y salvedades razonables. Cuando se acuñó, “Todo el mundo tiene su Moncada” se recibía como expresión del entusiasmo revolucionario propio del contexto. Pero eso, que no invalida otras interpretaciones ni avala inercias indeseables, menos aún invita a congelar el lema en el pasado.

Con el Moncada se resumieron simbólicamente hechos y conceptos irreductibles a la fortaleza militar aludida —no fue la única asaltada—, y que se representarían plenamente con una formulación como los sucesos del 26 de julio de 1953. Pero, teóricamente al menos, el Moncada podría vincularse con actitudes no revolucionarias, según sea la ubicación a la que apunte.

El signo de las asociaciones probables dependería de la relación con el significado de la fortaleza militar contra la cual se lanzaron los revolucionarios que la asaltaron, o —lo que ha primado en el símbolo— con los propósitos y las ideas de estos últimos. Hoy apreciar tal partición de aguas lo facilita un hecho: los medios enemigos de la Revolución Cubana, los mismos que apoyaron a la tiranía batistiana o vienen de ellos, idealizan aquella Cuba —que tuvo uno de sus pilares en el cuartel santiaguero— y la presentan como país boyante, con oportunidades para todo el pueblo.

Frente a semejantes infundios cabría preguntarse cómo en ese país maravilloso —donde las fuerzas armadas y policiales serían arcangélicas— resultó necesario y posible hacer, con los humildes, y por ellos y para ellos, una transformación que incluía convertir los cuarteles en escuelas. Una conversión que en ese caso pudo haber servido para honrar también explícitamente a Guillermón Moncada con su nombre, infamado de hecho al dársele a una fortaleza de la República neocolonial. La reivindicación se percibe desde 1959 en el bautizo con que la escuela allí instalada perpetúa la hazaña del asalto.

A la mayoría que suele llamarse —sin discernimientos— el pueblo cubano, la convoca el deber de seguir teniendo su Moncada. No como si se tratara de competir con un hito histórico irrepetible, sino en el sentido que la expresión abona y se le ha de reconocer para asumirla plenamente. Y si aquella acción encarna un paradigma, tampoco se debe desconocer que ninguna batalla es menuda cuando se deciden y defienden grandezas.

Se trata, nada menos, de mantener en cada momento la continuidad de los sucesos ubicados en el tramo ígneo de la obra que triunfó en 1959. Y tal logro, por muy grande que fuese, no era un punto de destino, sino el apoyo indispensable para transformar a fondo la nación, obra que desde entonces sería más compleja.

Pero dentro de la mayoría aludida le corresponden responsabilidades particulares a la prensa. Y, con ella, a toda persona que al desempeñar sus funciones, o en el “simple” acto de existir como parte de la ciudadanía, pueda influir en su radio de acción, tenga este el tamaño que tenga y sea cual sea le envergadura de su responsabilidad.

No será por gusto que aún hoy se insista en la urgencia de lograr un pleno papel de la crítica responsable: no mero blandir de picas y mazas desbastadoras, no digamos ya devastadoras, aunque habrá cosas que desbastar, y devastar al cambiar todo lo que deba (¡deba!) ser cambiado. Temores y prejuicios se habrán heredado de años en que el ejercicio del criterio, por muy seriamente que se acometiera, se devaluaba como un pecado: la supuesta o real pretensión de erigirse en conciencia crítica de la sociedad.

Pero, aunque tal pretensión acarrease peligros, no sería fatalmente más dañina que la falta de crítica y el apaciguamiento de la inconformidad revolucionaria, de la cual la nación solo podría prescindir si tuviera la intención de suicidarse. Nada justifica que no se propicie la plenitud de la crítica, llamada a revelar aciertos e insuficiencias en las proporciones que la realidad y el discernimiento acertado señalen como insoslayables, sin demonizaciones inquisitoriales ni triunfalismos autocomplacientes. El reclamo es mucho más abarcador, y vital, que los ejemplos con los que aquí pudiera ilustrarse.

Aun cuando se estimen necesarias, se debe alertar sobre peligros que puedan derivarse de determinadas decisiones. Basta que en una pandemia se reciban con exceso de confianza flexibilizaciones que, aunque deseadas, entrañen riesgos, como la de relegar el nasobuco. Asumida festinadamente, puede favorecer repuntes de la enfermedad, como otras decisiones que en la práctica hayan resultado prematuras, sin contar lo bastante con la indisciplina que campea y la necesidad de erradicarla conscientemente.

Esa es solo una de las esferas en que la prensa debe actuar con la divulgación de ideas y el propio ejemplo de sus representantes, quienes —basta para ello el modo como aparezcan en público— pueden estimular lucidez o desatinos. Y habrá asuntos más complicados y que no se limiten al paso de una pandemia.

Piénsese en el mercado en moneda libremente convertible (MLC), que aporta divisas al país, y calza conflictos éticos que, de acumularse, tendrían más costo que beneficio. Por ello se requiere una clara labor persuasiva, en el entendido de que se está ante pasos provisionales, hasta dolorosos, pero ni incuestionables ni llegados “para quedarse”.

Vale asimismo advertir sobre medidas organizativas aplicadas para la venta de productos de primera necesidad que no podrían distribuirse con la regularidad que se intenta mantener en la canasta llamada básica, insuficiente, pero vital para la gran mayoría de la población. Que se haya creado todo un movimiento de Lucha contra Coleros no solo sabe a consigna, sino que remite a realidades penosas. Las solas siglas del nombre, L.C.C., recuerdan las de Lucha contra Bandidos.

La organización escogida en La Habana para paliar la escasez da lugar a hechos delictivos que la agravan todavía más. Como la ciudadanía en general, los profesionales de la prensa —hombres y mujeres— sufren las penurias del país y los estragos de una corrupción que incluye aberraciones como la venta de turnos capitalizada por delincuentes, que también medran con la reventa de productos a precios escalofriantes.

Esa realidad, a la que no puede ser ajena la vista pública, y menos las autoridades, genera junto con la inconformidad una resignación y otros males que se agravarán mucho más si los reclamos populares no se atienden. Tras meses o años ya de penurias arreciadas por la pandemia y por el reforzamiento del bloqueo, no parece que se tomen debidamente en cuenta propuestas que no merecen naufragar en trabas burocráticas.

Al menos en La Habana, que no es poco, se reclama una distribución paralela, pero normada por la libreta de abastecimiento y en las mismas bodegas a las que ella esté vinculada. Aunque las ventas se consumaran pocas veces en el año, las personas beneficiadas serían más que las que hoy, con los mecanismos establecidos, logran comprar, tras colas agobiantes aliadas de la covid-19, productos distribuidos en una red de mercados paralelos que generan mayores burocracia y corrupción, y menos control. Todo ello cuando no parece razonable vaticinarle poco futuro a la escasez que se sufre.

Contra deficiencias y errores urge que cada quien, y cada institución —contando los medios de prensa—, tengan su Moncada como opción revolucionaria, no como un lema. Sobre todo cuando ya no vale decirse, recordando a Marx, aquello de “menos mal que existen los que no tienen nada que perder”. Hoy todos podríamos perder mucho.

Están los que no querrán perder los provechos de la corrupción con la que hasta se enriquecen a expensas de las necesidades de la inmensa mayoría del pueblo. Pero también, o ante todo, está esa mayoría, que debe hacer todo lo necesario para no perder lo que le han aportado las conquistas de la Revolución y sus afanes socialistas.

No hace falta ser adivino para predecir que perder esos logros podría costar otras pérdidas cuya sola mención bastaría para ocuparse en impedir que ocurran. Incluirían la pérdida de la nación, amenazada por un imperio que no renuncia a castigarla por la osadía de haberlo desafiado con la defensa de su soberanía y de su proyecto de justicia social, y que —aunque siga quedándose con las ganas— en las actuales circunstancias podría calcular que el bloqueo nunca había estado más cerca de lograr su meta.

Asuma y honre cada patriota su Moncada, su lugar en la brega revolucionaria. Los peligros no serán mayores que los enfrentados por la hornada heroica del 26 de julio de 1953; pero las consecuencias de incumplir la misión podrían ser más terribles.

 


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