Una reflexión tardía


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Dedico a esta columna mis ratos de asueto dominical. El lapso transcurrido entre la escritura y la publicación me aleja de la respuesta periodística a la inmediatez del acontecer. Quizá, en ocasiones me ofrezca la oportunidad de disponer de una meditación más reposada. No puedo, sin embargo, tardíamente, dejar pasar en silencio el fallecimiento de Alicia Alonso, que ha estremecido a tantos dentro y fuera de Cuba. Ha sido un genio de la danza, una de las contadas figuras universales del siglo XX. Se me agolpan los recuerdos y no puedo dejar de evocar el contexto en que se desarrolló su trayectoria.

Reconocido ya su extraordinario talento, abierto el camino para una brillante carrera personal, Alicia quiso fundar, en el ambiente agreste de la época, una compañía cubana de ballet. No había respaldo financiero para llevar adelante la empresa. Tampoco existía un público en un país que se expresa  a través de la música, la gestualidad y la danza. La precariedad  de las circunstancias se me hacía obvia en algunas funciones a las que asistí en el entonces llamado Teatro Auditorium. La excepcional ejecución de la bailarina carecía del necesario complemento de un coro bien entrenado. Los espectadores alcanzaban apenas a llenar la platea. A través de Vera, coprotagonista de La Consagración de la Primavera, Alejo Carpentier ha descrito el panorama de la época. Destinadas a competir en la conquista de un buen partido matrimonial, las hijas  de las casas privilegiadas de la sociedad recibían clases de ballet. Poco tenía que ver la intención con el aliento a una vocación artística. Los prejuicios dominantes y la subestimación de la cultura arraigaron un estado de opinión según el cual la dedicación al arte y, sobre todo, al mundo del espectáculo, resultaban degradantes en términos de rango social. Había que cercenar de inmediato cualquier asomo de talento. Por lo demás, los artistas estaban condenados a la marginación y la pobreza. La iniciación en el ballet era un modo de entrenar el cuerpo para la elegancia del porte en el espacio público.

Tras la vitrina de la alta sociedad, había otra realidad sumergida. Cuando la tiranía despojó a Alicia de su magra subvención, los estudiantes le ofrecieron un homenaje que constituyó, además, un desafiante repudio a la acción gubernamental. El ballet se presentó en el Stadium universitario lleno de espectadores. La nutrida concurrencia respondió en gran medida a motivaciones políticas. Pero había algo más. Aunque muchos no hubieran aprendido todavía a descifrar los códigos de la danza clásica, se manifestaba en ellos una necesidad de arte, un acercamiento intuitivo a las más altas expresiones de la belleza y una percepción de los valores transmitidos por esa vía. En lo más profundo, representaba una demanda esencial de plenitud espiritual. Sin abandonar su irrenunciable vocación, Alicia tuvo que sentir en aquel momento la ratificación de su compromiso con el pueblo. A contrapelo de prejuicios arraigados, el hecho demostraba que el arte más elaborado no requería concesiones populistas para lograr una comunicación efectiva.

A poco de producirse el triunfo de la Revolución, el otrora Ballet Alicia Alonso devino Ballet Nacional de Cuba. En medio de las tareas acuciantes de aquel momento, estuvo presente, como prioridad del proceso transformador, crear las condiciones propicias para la democratización de la cultura, para hacer partícipe al pueblo del disfrute de los bienes espirituales que le habían sido conculcados. Dotado de los recursos financieros indispensables, el Ballet pudo llevar adelante su multifacético programa de desarrollo.

Desde el punto de vista estético, el Ballet asumió el repertorio clásico universal al que incorporaría coreografías cubanas, entre ellas, las de la propia Alicia. La disciplina y el extremo rigor técnico no han sido una finalidad en sí misma. Constituyen el soporte de una representación actoral, favorecedora del despliegue de la pasión de los personajes en puestas en escena de Giselle o en El lago de los cisnes que permanecen como referentes paradigmáticos con su refinadísima incorporación de las marcas de nuestra gestualidad.

La cristalización de la escuela cubana de ballet se forjó a través de un proyecto social de gran alcance. Para garantizar el crecimiento y la continuidad, era necesario sistematizar un método de enseñanza, asociado con el desarrollo permanente de los bailarines. Había que rescatar, a partir de la infancia, talentos potenciales, para lo cual se exploró hasta lo más hondo de las capas sociales, incluidos muchachos recogidos en la antigua Casa de Beneficencia, víctimas de la orfandad o del abandono. Era imprescindible formar un público. Con ese propósito, prescindiendo de los recursos requeridos para un espectáculo teatral, los bailarines se valieron de tarimas improvisadas en cualquier sitio para mostrar los códigos de la danza clásica a hombres y mujeres que habían sido marginados de las instituciones culturales. De ese empeño de difusión, nacieron las generaciones de espectadores que exhiben en su comportamiento la capacidad de valorar el trabajo de los artistas y la calidad del espectáculo. De esta obra mayor, de este hacer y pensar en Cuba, también Alicia ha sido impulsora y protagonista.

De todo ello se deriva una reflexión necesaria acerca del papel del individuo en la historia, así como sobre la relación dialéctica entre la persona y la sociedad. Vistas desde la distancia, las masas parecen un conglomerado compacto. Al acercar la mirada, pueden observarse rostros diversos, portadores de historias diferentes, aspiraciones parcialmente colmadas y sueños pendientes. El reto consiste en reconocer esas identidades y juntar en una dirección común la voluntad que rige las manos, la inteligencia y la sensibilidad. En el mundo contemporáneo, los caminos se bifurcan entre un propósito emancipador garante de la plenitud de la persona y la propagación de un individualismo deformante basado en la lucha de todos contra todos. Con el auspicio de la Revolución, Alicia pudo conjugar  la fidelidad a una vocación personal y la posibilidad de configurar, de modo indeleble, una cultura cubana en permanente transformación.


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