El Combate de Mar Verde


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Relato escrito por el Che sobre el combate ocurrido el 29 de noviembre de 1957. Fue publicado inicialmente en la revista Verde Olivo el 8 de septiembre de 1963, e incluido en sus Pasajes de la Guerra Revolucionaria.

Poco antes de la madrugada, cinco o cinco y media de la mañana, me levanté después de dormir sin angustias, con el sexto sentido, desarrollado en la vida militar, embotado ese día por el cansancio y la comodidad de una cama campesina del poblado de Mar Verde. Hicimos el desayuno tranquilamente mientras se esperaban noticias de los múltiples mensajeros que habían sido enviados para hacer contacto con los grupos guerrilleros.

Apenas el sol había comenzado a aclarar, uno de los pocos campesinos que quedaban en la zona vino con una noticia extraña y alarmante. Había visto algunos soldados buscando gallinas y huevos en una casa a no más de medio kilómetro de distancia.

Inmediatamente lo mandé a que inquiriera todo lo posible sobre los guardias; que trabara contacto con ellos y averiguara cuál era su fuerza. El campesino no se animó a cumplir su cometido totalmente, pero trajo la noticia de que, en la casa de Reyes, uno o dos kilómetros arriba, ya subiendo la Sierra de la Nevada, había un grupo grande de soldados acampados. No podía ser otro que Sánchez Mosquera.

Hubo entonces que organizar a toda carrera la forma de entablar combate para cercarlo en algún lugar propicio y aniquilarlo luego.

Primeramente había que pensar cuál sería su actitud futura.

Tenía dos caminos posibles; tomar el de la Nevada para, tras un fatigoso viaje, pasando por Santa Ana salir a California, y de allí, a las Minas de Bueycito o, lo que parecía más lógico por lo corto del viaje y por las posibilidades que para él con llevaba, que Sánchez Mosquera siguiera la ruta inversa y llegara, por el río Turquino, al pequeño pueblo que está al pie mismo del monte Turquino, Ocujal. Por las dudas, teníamos que reforzar rápidamente los dos puntos, para impedir que rompiera el cerco en ellos. Si decidía irse por la parte superior del camino de la Nevada, no había para nosotros posibilidad de presentarle fuerzas, salvo que Camilo les hubiera seguido.

Camilo había luchado con ellos el día anterior por la zona de Altos de Conrado y ahora no se sabía su paradero. Sin embargo, fueron llegando rápidamente los mensajeros.

Las fuerzas de reserva que teníamos en El Hombrito se movilizaban por la zona de la Nevada y el cementerio, para colocarse por encima de Sánchez Mosquera y cerrarle el camino.

Camilo había llegado y estaba en esa zona. Se les envió orden de que no se dejaran ver ni entablaran combate hasta que no se oyeran los primeros disparos, salvo que trataran de salir por la zona por ellos defendida. Por la parte oeste se envió a las escuadras de los tenientes Noda y Vilo Acuña; al este, el capitán Raúl Castro Mercader cerraba el cerco. Mi pequeña escuadra con algunos refuerzos, era la encargada de hacer la emboscada en el caso de que, como suponíamos, trataran de bajar hacia el mar.

En las primeras horas de la mañana, ya completo el cerco, se dio la voz de alarma. Se veía la punta de la vanguardia enemiga avanzar por el camino real que, siguiendo el pequeño arroyo existente en esa zona, va a dar al río Turquino. El lugar elegido para empezar la lucha en el caso que llegaran por mi lado, estaba flanqueado por una cuchilla de potrero que permitía mantenerse ocultas en uno de sus lados a nuestras tropas, pero no actuar ni hacer observaciones sino después de iniciado el combate. Esto ocurría a un lado del camino, del otro hay un pequeño montecito, cuyo último árbol es un mango; en él estaba apostado yo, que debía disparar a quemarropa sobre los soldados y uno o dos metros más adelante estaban Joel Iglesias y otros compañeros.

La posición era ideal para matar a los primeros pero no permitía seguir la lucha; pensamos que inmediatamente se retirarían las tropas enemigas para buscar mejores posiciones y nosotros a nuestra vez podríamos entonces abandonar la emboscada.

Se oyeron los pasos de los soldados casi encima nuestro; en el potrero habían visto que solamente eran tres hombres pero nonos pudieron avisar a tiempo. En esa época mi única arma era una pistola Luger y me sentía nervioso por la suerte de los dos o tres compañeros que estaban más cerca que yo del enemigo, de modo que apuré demasiado el primer disparo y erré el tiro.

Inmediatamente, como sucede en estos casos, se generalizó el tiroteo y fue atacada la casa donde estaba el grueso de las fuerzas de Sánchez Mosquera. Aquí, en la emboscada, sucedió un minuto de extraño silencio; cuando fuimos a recoger los muertos, luego del primer tiroteo, en el camino real no había nadie; junto a dicho camino había una manigua y, en ella un hueco tallado en el Tibisí por donde se habían deslizado los soldados enemigos. Iniciamos inmediatamente la búsqueda para cercarlos, ya que no aparecían más soldados.

Mientras dábamos la vuelta, Joel Iglesias, seguido de Rodolfo Vázquez y de Geonel Rodríguez, se metía por el mismo camino de los soldados, siguiendo el túnel vegetal. Oía su voz intimándoles la rendición y asegurando la vida a los prisioneros. De pronto, se oyó una sucesión rápida de disparos y los compañeros me avisaron que Joel estaba gravemente herido.

La suerte de Joel, dentro de todo, fue extraordinaria, tres fusiles Garands le dispararon a quemarropa: su propio fusil Garand fue atravesado por dos balas y su culata rota, otra le quemó una mano, la siguiente una mejilla, dos le perforaron el brazo, dos una pierna y algunas otras más le dieron rozones también.

Estaba cubierto de sangre pero, sin embargo, sus heridas eran relativamente leves. Lo sacamos inmediatamente y lo enviamos en una hamaca a curarse al hospital.

Antes de ocuparnos del combate en general, debíamos seguir buscando a los tres soldados. Pronto se oyó una voz, la de Silva, que gritaba: “¡allí están!” señalando el lugar con un escopetazo de su calibre doce y al poco rato la voz de los soldados rindiéndose. Obtuvimos allí tres Garands con sus correspondientes prisioneros; uno de nuestros buenos combatientes estaba herido. Ese era el saldo, por el momento.

Enviamos a los prisioneros por el mismo camino del herido y ya podíamos ocuparnos de ir organizando el combate. Según el interrogatorio hecho a los soldados, Sánchez Mosquera tenía entre ochenta y cien hombres. No se podía saber si la cifra era cierta o no, pero esas eran las aseveraciones de los prisioneros; estaba en una posición bien defendida y tenía ametralladoras, armas livianas y parque en cantidad.

Entendimos que lo mejor era no empeñar un combate directo, de resultados dudosos, ya que nuestras fuerzas tenían aproximadamente el mismo número de combatientes, pero con armamento inferior y Sánchez Mosquera estaba a la defensiva, bien parapetado. Decidimos acosarlo para imposibilitar sus movimientos hasta que llegara la noche, momento propicio para nuestro ataque.

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A las pocas horas, sin embargo, llegó la noticia de que una tropa de refuerzo comandada por el capitán Sierra, estaba subiendo desde el mar. Organizamos inmediatamente dos patrullas que debían detenerlos: una de ellas, dirigida por William Rodríguez, debía atacarlo en la zona de Dos Brazos del Turquino. La otra, comandada por el teniente Leyva, debía esperar los refuerzos para atacarlos en momentos que coronaran la ascensión de una serranía, a sólo dos kilómetros del lugar del combate, en una posición muy favorable para nosotros, y allí aniquilarles la vanguardia. De la preparación de esta última posición me ocupé personalmente, dejando a cargo de la iniciativa de los otros compañeros la preparación de las emboscadas primeras.

Todo el frente estaba tranquilo y, sólo de cuando en cuando, disparábamos algún tiro sobre el techo de zinc de la casa donde estaban los soldados, para mantenerlos en jaque. Sin embargo, a media tarde, se oyó un prolongado tiroteo sobre la parte superior de la posición y, más tarde, me llegaba la noticia triste: Ciro Redondo, tratando de forzar las líneas enemigas, había sido muerto y se había perdido su cuerpo, no así sus armas, rescatadas por Camilo. Por nuestro lado se empezaban a escuchar también los tiros con que anunciaban los soldados enemigos su llegada. Al poco tiempo se originaba un fuerte tiroteo y nuestras defensas en la parte sur eran arrolladas por el refuerzo que le llegaba a Sánchez Mosquera. Debimos retirarnos. Una vez más se salvaba este esbirro.

Dimos las órdenes pertinentes para efectuar una retirada tranquila y lo fuimos haciendo a paso lento nosotros también, para llegar al arroyo del Guayabo y, después, al valle de El Hombrito, nuestra guarida más segura.

Al llegar allí y establecer el recuento de todas las acciones habidas, podíamos decir lo siguiente: Según las narraciones de los combatientes, había varios muertos, noticia cuya veracidad no se podía asegurar, de la parte del ejército; asimismo, lo manifestaron los defensores de la posición del extremo sural mando del teniente Leyva. Sin embargo, se había perdido un grupo de mochilas que dejaron en custodia en la zona sur nuestros combatientes. Uno de ellos, de nombre Alberto, que había sido enviado a llevar los prisioneros hechos por la mañana, al regresar decidió quedarse a dormir en ese lugar en vez de seguir el combate y las tropas enemigas lo sorprendieron durmiendo junto con todas las mochilas y le hicieron prisionero.

Después nos enteraríamos que fuera asesinado en la zona de El Hombrito.

Estaban heridos Roberto Fajardo, Joel Pardo, del día anterior en otro combate con Sánchez Mosquera, un combatiente de apellido Reyes, que luego muriera con el grado de capitán, Javier Pazos y Joel lglesias y había muerto Ciro Redondo. La pesadumbre era grande, se aunaba el sentimiento por no haber podido aprovechar la victoria contra Sánchez Mosquera y la pérdida de nuestro gran compañero Ciro Redondo.

Envié entonces una carta a Fidel proponiendo su ascenso póstumo y poco después se le confería ese grado, lo que aparecía publicado en nuestro periódico El Cubano Libre.

El combate y la muerte de Ciro Redondo ocurrió el 29 de noviembre de 1957.

Poco antes de retirarnos una bala dio en el tronco de un árbol a pocos centímetros de mi cabeza y Geonel Rodríguez me increpó por no agacharme. Después razonaba este compañero, quizás con la tendencia a las especulaciones matemáticas impuestas por su carrera de ingeniero, que él tenía más chance de llegar con vida al fin de la Revolución que yo, pues nunca la arriesgaba si no era para cosas necesarias. Y era verdad, aunque Geonel Rodríguez, que en ese combate tuvo su bautismo de fuego, nunca arriesgaba la vida innecesariamente, siempre fue un combatiente ejemplar, por su valor, su decisión y su inteligencia; pero fue él el que no llegó a ver el final de la guerra revolucionaria: unos meses después caía durante la gran ofensiva del ejército contra nuestras posiciones.

Por la noche dormíamos en el Guayabo. Había que preparar todas las condiciones para que no fueran a ocurrir algunas sorpresas y no se nos fueran a meter en El Hombrito sin combatir fuertemente para lograrlo. Esa era nuestra tarea fundamental por el momento.

 


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