Cuando Bob Dylan conoció a Pello el Afrokán


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Todos habían nacido en la década de los 40. No es importante precisar año o país. En común, tenían el nombre de la generación: “los baby boom”, el ser los sobrevivientes a una guerra devastadora, haber descubierto a Elvis bien temprano y admirar la rebeldía de Marlon Brandon y James Dean.

Para ellos, el “blue jeans”, o simplemente pitusa, dejó de ser una prenda para uso de mecánicos y se convirtió en el símbolo de sus tiempos. También llegaron los barbudos, los derechos civiles, el sufrimiento de los argelinos y las otras guerras: las de Corea y Vietnam.

Su primera reacción fue negar a sus padres. Por tal razón, comenzaron a emanciparse; después proclamaron el amor libre y la paz, y se aferraron a la guitarra y a canciones aparentemente simples donde encontraron una nueva dimensión de la poesía. A ellos correspondería el reino del rock como cultura y el arte pop como manifestación más acabada de sus sueños iniciales.

Leerían a Marcuse, a Fanon, y Jean Paul Sartre sería su gran ideólogo. Protestarían contra todo aquello que considerasen injusto, y cruzarían países y fronteras para unir sueños y fundar familias; mezclarían razas y se embarcarían en aventuras no contadas.

De ellos es el reino de la contracultura, la canción protesta y la revolución. Son los años 60.

De ellos es el reino de la contracultura, la canción protesta y la revolución. Son los años 60.

Geográficamente, estamos en una isla sobre la que gravitan todas las miradas. Es la misma isla del mambo, el chachachá y mujeres de caderas voluptuosas esperando sensualmente en una playa a cierto fulano. Geográficamente, en estos años no es así.

Hay un grupo, como siempre suele ocurrir, un grupo que, inquietamente, se acerca a esa corriente que recorre el mundo. Tienen sus propias inquietudes, sus propios sueños que lograr y sus energías que desatar. Admiran a los nuevos íconos, tienen sus propios símbolos y están creando su propia cultura.

Ellos también han encontrado su propia poesía y sus valores humanos. Les asiste el realismo mágico como expresión literaria y el bronco sonido de tambores, claves y maracas como alimento a muchos de sus sueños. Saben del modernismo, del barroco y otras corrientes. Interpretan los sueños de sus mayores sin el trauma de otras latitudes. Tienen sus propios sonidos y hasta una tradición de hacer canciones desde la guitarra.

Bob Dylan está al norte de los sueños de estos isleños. Ellos, a pesar de su tradición juglaresca, viven los años convulsos que representa otra música, más terrenal, más masiva, populista se podría decir; y a ella nadie es ajeno, aunque no participe del jolgorio y o lo baile como cómico.

Sindo tiene cerca sus primeros cien años; Rosendo otro tanto. Teresita Fernández y Marta Valdés aún no saben que sus canas llegarán alguna tarde. Quienes le admiran y se acercan a este cantar íntimo suelen llamarse de distinta manera; algunos tienen nombre de santo (Pablo, Juan o Pedro), otros de festividad (Noel); hay algunos de corte común (serán Silvio, Martín, Eduardo y otros más), y así será en los que vendrán, mientras esa luz no se extinga.

Bob Dylan ha de influenciar a alguno de ellos de alguna manera, y ellos harán lo suyo en estas tierras mientras comparten sueños con otros isleños, continentales y andinos.

Bob Dylan ha de influenciar a alguno de ellos de alguna manera, y ellos harán lo suyo en estas tierras mientras comparten sueños con otros isleños, continentales y andinos.

Ciertamente, el Mozambique quedó en el pasado, y solo nombrarlo puede ser un sinónimo de incultura o de otros pecados, aunque su magia musical flote nuevamente en esta Isla. Bob Dylan recibe el premio Nobel, el mismo que antes recibieron aquellos que, desde el realismo mágico, también influyeron en quienes descubrieron sus canciones en esta tierra.

Elvis, Marlon y la necesidad de hacer el amor y no la guerra han quedado en la memoria. Los “baby boom” son los abuelos de estos tiempos que, acariciando sus prominentes (o no) barrigas o calvicies, brindan por la canción no derramada.


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