El país sin indios: una provocación al cuestionamiento de la historia oficial


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La creencia en el mito de la extinción de las poblaciones indígenas en Uruguay se arraiga en el imaginario nacional. Por décadas se repitió hasta la saciedad que los indígenas habían sido eliminados de ese territorio sudamericano. La educación y las artes contribuyeron a que este mito se instaurara como un hecho en apariencia irrefutable. El documental El país sin indios (2019), dirigido por los realizadores uruguayos Nicolás Soto y Leonardo Rodríguez desmiente el exterminio del pueblo nación charrúa, mediante un acercamiento a los procesos de reafirmación de la identidad indígena que protagonizan sus descendientes en la actualidad.

El filme fue exhibido el pasado miércoles en el ciclo Miradas desde Abya Yala, espacio audiovisual organizado por el Programa de Estudios sobre Culturas Originarias de América. Con esta proyección la Casa de las Américas se suma a las acciones que muchos países y comunidades de Abya Yala realizan en torno al 12 de octubre, fecha en la que se conmemora el Día de la Resistencia Indígena. Uno de los directores de la película, Nicolás Soto, comentó mediante una intervención virtual los motivos que lo llevaron a interesarse en las raíces indígenas de su país, búsqueda que se sintetiza con la concepción y realización del filme. Años de investigación se condensan en esta película, donde los testimonios se acompañan de fuentes documentales para ofrecer una visión que tiene como hilo conductor la necesidad de reconstruir las memorias sesgadas por la historia oficial. 

El país sin indios inicia recordando palabras del presidente Fructuoso Rivera, propulsor del acontecimiento que marca el comienzo del genocidio de las poblaciones charrúas en Uruguay: la matanza de Salsipuedes (11 de abril de 1831).  En la naciente república no había cabida para el indígena, considerado un problema que debía ser eliminado en aras de unificar una sociedad que tomara como referentes ideales europeos. El genocidio físico de los charrúas inició en Salsipuedes, tras la que ocurrieron otras masacres (Mataojo, Itapebí, Yaraó, etc.). Además, se ordenó perseguir a los indígenas, que una vez atrapados eran entregados como mano de obra, repartidos a familias que estaban obligados a cristianizarlos y a domesticarlos como si de animales salvajes se tratase. O sea, el genocidio cultural se sistematiza a través de procesos de aculturación. Como consecuencia de los sostenidos esfuerzos del estado uruguayo por eliminar componentes indígenas de su cultura la lengua charrúa desapareció, en la actualidad solo se conservan 70 vocablos. Con el tiempo, el charrúa pasó a considerarse parte de un pasado remoto, del que no quedaban más que pocas huellas.

Cuatro charrúas capturados en la masacre de Salsipuedes fueron enviados a Francia, expuestos como trofeo y evidencia del triunfo de la civilización sobre la barbarie. En El país sin indios aparece el monumento erigido en memoria de esos cuatro prisioneros, los llamados “últimos charrúas”, mientras una guía turística afirma que la población indígena del país fue exterminada. Con orgullo, Uruguay se ha denominado popularmente la Suiza de América, el pináculo de la civilización en el continente.

En contraste a la difusión del mito del exterminio y la homogenización cultural en Uruguay, los realizadores nos acercan a las historias de vida de Mónica Michelena y Roberto Rivero, descendientes de charrúas que testimonian sus experiencias como indígenas. La cotidianidad de Mónica transcurre en Montevideo, donde trabaja como docente de Matemáticas; Roberto vive en el campo, se dedica a cuidar del ganado y a domar caballos. Cada uno vivió un proceso de búsqueda y autodescubrimiento con el que constató que sus familias, como la de tantas otras personas que aparecen en el documental, utilizaron la invisibilización de su ascendencia indígena como estrategia de sobrevivencia en un país fundado sobre el racismo y la discriminación. Mónica y Roberto saben que por sus venas corre sangre charrúa, sin embargo, viven su identidad de forma diferente. Ella se ha convertido en uno de los rostros más reconocidos del activismo por los derechos de los pueblos originarios en su país; mientras, él mantiene una estrecha relación con la madre tierra y nos hace participes de una sabiduría que atraviesa generaciones.

Con Mónica conocemos al colectivo Basquadé Inchalá (Levántate hermano), que desde su creación en 2004 ha realizado acciones dirigidas a visibilizar la historia, saberes y reivindicaciones de los charrúas. Su lucha trasciende el objetivo de lograr el reconocimiento oficial de los indígenas por parte del estado, pues sus esfuerzos se concentran también en abrir los ojos de una sociedad que niega sus orígenes y que mira con recelo y rechazo a quienes, con orgullo, se identifican como indígenas. Basquadé Inchalá busca crear conciencia y contagiar las ansias de escuchar con sentido crítico a aquellos que intenta deslegitimar y desprestigiar al movimiento charrúa. Para ello se han valido de estrategias y alianzas que implican a otros actores, como por ejemplo a la academia. Sobre todo, han reclamado la necesidad de realizar excavaciones arqueológicas en Salsipuedes, que logren esclarecer la masacre que tuvo lugar en el siglo XIX. Sin embargo, hasta que consigan los permisos necesarios para intervenir el área donde ocurrió el genocidio la lucha no se detiene, pues para Mónica: “Los muertos no están faltos de poder. Los muertos de Salsipuedes están dentro de cada uno de nosotros”.

Sus demandas han sido presentadas en instancias nacionales e internacionales. Con la fundación en 2005 del Consejo de la Nación Charrúa (CONACHA) el movimiento charrúa obtuvo una mayor visibilidad y articulación al aglutinar a varias organizaciones y comunidades. Entre sus logros se encuentran la declaración del 11 de abril como Día de la Nación Charrúa y de la Identidad Indígena (mediante Ley 18.589 de 2009) y el reconocimiento del Paso de Salsipuedes como sitio de memoria (mediante Resolución Nro. 36/2021). No obstante, dichas declaratorias no se ha respaldado con el reconocimiento a los derechos de los pueblos originarios de Uruguay. Aunque el estado ha planteado en varias ocasiones la intención de reconciliarse con la población indígena, sus demandas no se han integrado a la agenda política. A la fecha, el país no ha ratificado aún el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), instrumento internacional vinculante cuya adhesión por parte de los estados se ha establecido como medidor del reconocimiento otorgado por los mismos a los indígenas, incluso cuando en la práctica se constatan sistemáticas violaciones a los artículos establecidos. Además, Uruguay no incluye en su Carta Magna alusión alguna a los pueblos originarios.  

Se debe aclarar que El país sin indios no solo aborda la emergencia charrúa desde la perspectiva de sus protagonistas, el filme también se enfoca en los detractores y aliados que ha generado este movimiento reivindicativo dando cuenta de la complejidad de la temática abordada. Por ejemplo, el diálogo entre el ex presidente Julio María Sanguinetti y el historiador Lincoln Maiztegui, quien da por concluida con Salsipuedes la ‘natural’ superación de lo atrasado frente a la cultura occidental, evidencia el posicionamiento de aquellos que no solo restan importancia al interés que ha suscitado la identidad indígena en la actualidad, sino que deslegitiman su lucha al considerarla parte de una “utopía regresiva”. Por el contrario, otros alientan a la sociedad uruguaya a pensarse de manera diferente, dejando atrás concepciones arcaicas. En esta línea se encuentra la Dra. Mónica Sans (Directora del Instituto de Ciencias Antropológicas), para quien la identidad indígena debe ser comprendida como un proceso social de autorreconocimiento, no determinada por la biología. Por otra parte, el Dr. Nicolás Guigou (Director del Departamento de Antropología Social, Universidad de la República), critica los discursos esencialistas que buscan deslegitimar las reivindicaciones charrúas aludiendo a los grados de vinculación que mantienen o no con sus antepasados indígenas. Esta pretendida similitud toma como referencia imaginarios anclados en el pasado que relegan al indígena a la condición de objeto exótico y folclórico, cuya identidad se construye en oposición a lo moderno.

La identidad, como la cultura misma, no es estática, no se mantiene imperturbable con el paso del tiempo. Las constantes agresiones a las que fue sometido el pueblo charrúa produjeron la pérdida de su lengua, de saberes y cosmovisiones. Al reflexionar sobre lo que significa ser charrúa en la actualidad Mónica explica:

Para nosotros ser charrúa pasa por tener una historia en común, una historia de genocidio, de despojo, de persecución y de desmembramiento; una historia de borramiento de nuestra identidad, pero también una historia de recuperación identitaria, de resurgimiento. Ser charrúa es también intentar porfiadamente recuperar el sentido comunitario perdido, para lo cual necesitamos tener un vínculo estrecho con nuestro territorio ancestral.[i]

El país sin indios no deja a sus espectadores indiferentes. Invita al cuestionamiento de las “verdades” contadas por la historia oficial y a la búsqueda de nuestras raíces. Uruguay y Cuba comparten el arraigo del mito del exterminio de los pobladores indígenas de sus respectivos territorios. Esperamos que este documental impulse a los espectadores cubanos a investigar sobre los orígenes indígenas de su nación.  En 2020, con el objetivo de continuar generando reflexiones en torno a las identidades y compartir con el mundo la resistencia charrúa, los directores del documental decidieron liberar su acceso a través de YouTube, plataforma en la que puedes verlo accediendo a este vínculo:

 

 

 


[i] Mariela Eva Rodríguez, Ana María Magalhães de Carvalho y Mónica Michelena: “Somos Charrúas, un pueblo que sigue en pie: invisibilizaciones y procesos de reemergencia indígena en Uruguay”. En Pedro Canales (editor): El pensamiento y la lucha. Los pueblos indígenas en América Latina: organización y discusiones con trascendencia, Ed. Ariadna, Santiago de Chile, p. 55.

 

 


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