El momento, el ánimo y la urgencia no dan para intentar una valoración de lo mucho que ha significado y seguirá significando Roberto Fernández Retamar, ni para entrar en detalles cronológicos y otras circunstancias. En realidad, tal valoración ha venido haciéndose, y continuará creciendo y dando frutos, y aquí apenas se trata de plasmar un esbozo de adiós a quien ha sido uno de los mayores exponentes de la cultura cubana, asumida como parte de la cultura de nuestra América toda. Pudiera sentirse la tentación de ubicarlo en el siglo XX —particularmente en su segunda mitad— y lo que va del XXI. Pero la obra del sólido intelectual que acaba de morir desborda esos lindes, y seguirá ejerciendo una influencia enriquecedora.
Cuando en plena juventud mereció reconocimientos por su concentrado poemario Elegía como un himno, iniciaba una trayectoria en permanente ascenso. La poesía y un pensamiento calador lo ubicaron con pasión y lucidez en el devenir de la nación, y de ese vínculo nació una sed de conocimiento en que el cultivo de la belleza y la defensa de las mejores causas marcharían unidas. No es casual que su temprana admiración por autores como Julián del Casal y Rubén Martínez Villena se afianzara en la devoción por José Martí. Esa perspectiva raigal fue una guía básica para el poeta y el ensayista Roberto Fernández Retamar.
La poesía aportó luz y capacidad de revelación a las ideas de quien haría contribuciones medulares y germinadoras que podrían resumirse o representarse con su reinterpretación de la figura de Caliban. Con ella fijó una imagen válida para profundizar en las especificidades de los pueblos de nuestra América y su diálogo con otros pueblos del mundo.
El peso de su proeza cognoscitiva fue mayor en virtud de la intensa actividad social que desarrolló. Cabría recordar su labor docente, una de las más importantes entre las que enriquecieron la realidad y el prestigio del área humanística de la Universidad de La Habana. Igualmente se deben citar otras tareas que realizó a lo largo de su vida, a menudo simultaneando algunas de ellas.
El recuento incluye el ejercicio de la diplomacia en distintos momentos, así como quehaceres de dirección en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba y, por más años, en el Centro de Estudios Martianos, del cual fue director fundador. Lugar especial corresponde a las décadas que dedicó, hasta sus últimos días, a la Casa de las Américas, institución de la cual fue vicepresidente y que luego presidió durante décadas, además de dirigir su revista.
Todas las tareas que desempeñó —contando asimismo en ellas la de miembro del Consejo de Estado— se beneficiaron de su inmensa sabiduría, que le propiciaba una comprensión profunda y abarcadora de los temas que analizaba, y tuvieron el aval de una obra escrita de dimensiones monumentales. También por eso constituye un ejemplo para las actuales y futuras generaciones del país, especialmente para quienes se desempeñan ahora o se desempeñen luego en perfiles profesionales afines a los que tuvieron en él un infatigable trabajador.
La pena causada por su partida es solo compensable por el tesoro de letras e ideas que deja, y que crece con su ejemplo de íntegra profesionalidad y de lealtad en actos y pensamiento a la patria y su Revolución.
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