Aprendiendo a bailar


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En mis constantes ejercicios de memoria uno de los recuerdos más recurrentes es el de la disposición que para el baile tenían algunos miembros de mi familia. En especial mis primas; aunque debo reconocer que algunos de mis tíos y conocidos se vanagloriaban de ser “unas fieras echando un pasillo”.

De esa batería de recuerdos también forma parte una expresión que, aunque hoy está en desuso definía la actitud personal hacia ese acto de goce que es bailar: “es un patón”. Confieso que siempre temí ser incluido en esa categoría social, pero... ¿qué podía hacer? El acto de bailar parecía que me había sido negado.

En mi infancia -los lejanos años setenta del pasado siglo-, hubo dos bailes que se convirtieron en la sensación de todas las fiestas, fueran familiares, en el barrio o en los bailes populares que se organizaban en tiempos de carnaval: el bim bom y el coyunde. Ellos no estaban reñidos con el baile en pareja, fuera este el son o la rumba y, en menor medida, el casino.

Uno de mis tíos era todo un “bailarín” al más puro estilo de Felo Bacallao -el cantante de la orquesta Aragón y compañero de fechorías en fiestas y bailes-. Julián, un primo de mi madre, cantaba y bailaba rumbas imitando a un señor llamado Sanguily al que mi abuelo había conocido en sus comienzos en el mundo de la música. Años después descubriría que Sanguily era tío de los Papines y era toda una leyenda rumbera en Marianao, sobre todo en la zona de los Pocitos y en Pogolotti.

Pero en el tema del baile lo que más disfrutaba era ver a las parejas que salían en algunos programas de televisión de la época bailando el son tradicional. Me cautivaban aquellos movimientos exactos y los giros que ejecutaban sobre todo cuando ella daba vueltas alrededor de su compañero y este comenzaba a descender estirando uno de sus pies para completar un movimiento o paso conocido como “el tornillo”. Con la misma elegancia aquel hombre regresaba a su posición de baile erguido y abrazaba a su pareja con un gesto de marcado cariño.

Pero volvamos a los bailes de mi infancia.

El coyunde -o coyudde, así también le decían- se puede citar a medio camino entre la rumba y algunos movimientos del rock que bailaban los negros norteamericanos. No era necesariamente un baile de pareja y entre sus pasos básicos estaba el movimiento de la cabeza de modo alocado que era acompañado con el hacer flotar los brazos sobre la misma y dar pasos raros, casi como quien hace cuclillas. Recuerdo que la primera vez que le vi bailar en la tele fue en una presentación del cuarteto Las D´ Aida, pero en mi mundo diario la experta en ese baile era una vecina y amiga de la familia llamada Andrea Pinto y García, que en tiempos de carnavales se ponía una peluca de un rubio intenso que contrastaba con su piel negra.

El bim bom era más fácil de bailar. Era un baile de moda impulsado por un tema pegajoso y todo indica que provenía de España la versión que conocimos aquí. Sus pasos no eran complicados y se reducían a chocar los glúteos entre las parejas; aunque nuestra versión agregó a ese los brazos, las piernas y la cabeza. Era divertido ver cómo alguien intentaba con la cabeza golpear los glúteos de su pareja y no preguntarse qué pasaría si se caía de bruces en caso de cometer un fallo.

No olvido que en ciertas fiestas de aquel entonces a las que asistía, alguno de los presentes improvisaba un “trencito” y todos formaban una larga fila poniendo las manos sobre los hombros de quien le antecedía y trataba de llevar el ritmo o no perder el paso que imponía quien marchaba a la cabeza, que casi siempre era o el mejor bailador de la fiesta o el “primo patón absoluto de la familia”; que en ese momento disfrutaba de sus quince minutos de fama y podía convertirse en “el alma de la fiesta”

En mi etapa de adolescente descubrí, gracias al programa de televisión Para bailar, bailes cubanos tales como el mambo y fui parte de aquellos que nos deleitamos con “…el paso del buey cansado… ese que te la tiene muy dura y al que un golpe de conga le viene pintado…”; pero el gran momento para todos nosotros fue la irrupción en nuestras vidas del modo de bailar de los hermanos Santos.

Los Santos, oriundos del habanero barrio de Cayo Hueso, trajeron al baile popular cubano una nueva dinámica y una perspectiva revolucionaria. Así como lo cuento y afirmo. Era el movimiento del hombre de barrio, en sus pasos y coreografías estaba presente toda la impronta rumbera que la academia aún no había descubierto en su totalidad y que ya anunciaba el modo de bailarse la rumba en las décadas posteriores. Ellos, fueron capaces de descifrar la música de Irakere y su forma de bailar el casino distaba mucho de la que hasta ese momento se tenía por clásica; es decir, rompían los cánones de quienes por años habían defendido un modelo bastante conservador si se compara con la forma en que estos dos hermanos asimilaron sus movimientos.

Todos queríamos bailar como los hermanos Santos.

Paralelo a ello nos llegó la Maikel Jackson manía. Mi generación entró en una espiral de baile que buscaba imitar al naciente rey del pop; era el ícono que nos representaba con cada uno de sus movimientos y su modo de vestir. Fue tanta su influencia en nosotros que muchos comenzamos a usar medias blancas con los pantalones con un dobladillo corto para exhibirlas y nos peinábamos con Laxagar para imitar su corte de cabello.

En mi caso muy particular aprendí a bailar casino gracias a la que era novia de un compañero de estudios, además tenía el impulso de estar enamorado perdidamente de una dama que me exigió saber bailar casino para aceptar mis amores. Nunca imaginé que ese sería el primer gran sacrificio que haría por amor. Un par de semanas después dominaba los pasos básicos del casino y podía hasta atreverme con algunas vueltas complejas; lo que junto a poder bailar los temas románticos garantizó éxito en mis lides amorosas.

Cuarenta años han pasado desde el día que por vez primera formé parte de una rueda de casino, fue en una escuela al campo y de ahí a la fecha mis habilidades como bailador han crecido. Logré dominar el ABC de la rumba –incluso hasta me atrevo con el guarapachangueo—y conocí algunos giros del modo de bailar los Íremes y parte de los pasos básicos de las danzas a los orishas. Suficiente para defenderme cuando suene la música.

En todos estos años he participado en decenas de trencitos, he arrollado tras las congas santiagueras y las comparsas habaneras y me he refugiado en una esquina bailando al más puro estilo sonero y he apostado por hacer la vuelta de tornillo. No sé si lo habré conseguido, pero lo cierto es que el título de patón de la familia no me ha sido asignado.


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