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Apuntes sobre una tesis de fotografía


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«En el fondo la fotografía es subversiva

y no cuando asusta, trastorna o incluso estigmatiza,

sino cuando es pensativa».

Roland Barthes

En los últimos diez años la fotografía se ha dinamizado de una manera nunca antes vista. La tecnología ha hecho su parte; los medios de comunicación lo demás. Aún así, el hecho fotográfico no queda claro. La promiscuidad de géneros y estilos se ha exacerbado y los resultados, obviamente, han cambiado.

Antes del embrujo digital era fácil reconocer una fotografía «buena» de una que no lo era tanto. Todos nos cuidábamos. Ahora, es muy fácil corregir una foto y, cuando no, el defecto se vuelve efecto en manos de cualquier habilidoso —ayudado por algún artilugio informático— o de una defensa convincente. Cada vez es más difícil encontrar errores que no sean de «ojo». Las nuevas cámaras están preparadas para hacerlo todo bien y, por supuesto, eso favorece la democratización del proceso. Nunca antes el arte fue más cercano a todos. Ni Vjutemas ni Bauhaus ni el Black Mountain College ni Fluxus ni la Fábrica de Warhol o el Hiperrealismo pudieron generalizar tanto la fotografía ni los efectos secundarios que de ella se derivarían y que terminarían por imprimirle un carácter homogenizador al arte de los últimos quince años.

Hoy en día la fotografía es algo normal. Ya nadie se asusta ni la desconoce. Cualquiera puede hacer una, bien con su teléfono móvil o con una diminuta aplicación en cualquier otro dispositivo digital. Se ha desarrollado a niveles nunca antes visto. Pero nada de eso garantiza un buen resultado. ¿Por qué mientras más popular y menos elitista se vuelve, más atractivo resulta pasar un curso, un taller o una escuela? Porque todos necesitamos, de una u otra manera, comprender sus secretos.

Por lo general, un curso, un taller o una escuela de fotografía se unen bajo un denominador común: enseñar la técnica fotográfica, lo que no es suficiente pues la fotografía no solo es eso. Un mejor curso, taller o escuela es aquel que enseña a crear, a pensar, a ver la fotografía, a entender su proceso total. Es una tarea difícil, no lo niego, pero vital. Y este es el punto en el que gira todo. Es importante hacerle comprender a los estudiantes que la fotografía no solo es un proceso técnico sino también artístico. Lo primero se consigue sin mucho ruido: encuadrando y, posteriormente, apretando el obturador de la cámara; pero lo segundo no es tan fácil enseñarlo.

Hay muchas formas de hacer una fotografía, lo que no te convierte, per se, en fotógrafo. Ni una mejor cámara ni una buena foto son condiciones inmediatas y absolutas para transformarse en un fotógrafo-artista. Si la fotografía no se piensa, como refería Roland Barthes, desde la subversión de la imagen, o Ernst Haas, desde la transformación fotográfica, nunca se comprenderá el verdadero sentido del arte fotográfico.

¿Qué hace que una foto se recuerde, se impregne en la memoria, trascienda su época y su marco social? Muchas son las posibles respuestas pero de todas, el carácter artístico que la produjo es la más acertada. La única garantía de convertirla en un fenómeno perdurable y placentero es su calidad estética, que no se consigue si no se piensa y se investiga mucho.

La memoria fotográfica hay que cultivarla, de ahí que buscar un antecedente no puede ser un ejercicio mecánico, de referencia auditiva. Hay que saber hasta dónde y cuánto uno bebe de cada una de las fuentes anteriores. Desconocer un antecedente es sinónimo de poca investigación. Un fotógrafo —parafraseando al maestro Rafael Morante—, aunque no lo conozca todo sí debe saber de todo. El conocimiento es la única arma que disponemos contra la mediocridad, la vanidad visual y la cursilería. Una fotografía, aunque se tome en menos de un segundo, no debe ser gratuita en su esencia. La gratuidad de su mensaje, a estas alturas y en estos tiempos, no puede ser el derrotero que marque la producción fotográfica contemporánea. Uno se convierte en fotógrafo trabajando y cultivándose.

Los genios cada vez son menos. Ya no se repetirán los Weegee, los Man Ray, los Mapplethorpe o los Cartier-Bresson. Ahora los tiempos son otros y las miradas distintas. Ya no se requiere de mucho esfuerzo para tener una foto de calidad. Y aunque las cámaras, cada vez más, «ayudan» a la mano temblorosa y al ojo miope, no creo que puedan resolver la falta de creatividad, la selección incorrecta o el desfase de tiempo al querer captar el «instante decisivo» que tanto trabajo cuesta atrapar. Don McCullin lo apuntaba hace algún tiempo: «Mi mente es una cámara». ¡Qué mejor sentido que ese!

La mejor foto ya no es solo un hecho de la casualidad. Lo exclusivo cedió espacio a lo inclusivo. Hoy en día los géneros se unifican y se reescriben las poéticas. Los códigos lingüísticos y comunicativos se extienden y el proceso se vuelve más dinámico y productivo. Pensar todavía en lo tradicional como único referente es acortar la mirada, reducir el campo y cerrar para siempre el espectro artístico-creativo. Lo formal complementa el proceso conceptual y garantiza que el discurso se muestre de la manera más idónea o efectiva, pero la idea sigue siendo el motor impulsor. Hay que enseñar a pensar y hay que educar la creatividad, como también se hace necesario explicar cómo se «vende» una obra. No siempre la fotografía se hace para mirarse sobre una pared, en un marco bonito, iluminado, e impresa en un gran formato. Lo instalativo, como recurso visual de las artes plásticas, tiene más de cincuenta años y aún, en nuestros predios, sigue siendo una espina mal sacada. La fotoinstalación —recurso precursor del video arte de Nam Jun Paik—, la proyección de Abelardo Morell, la secuencia fotográfica de los esposos Becher, la sobreimpresión en soportes no tradicionales a lo Joan Fontcuberta, el neocollage de Gordon Matta Clark o Eduardo Hernández, la manipulación imaginaria de Lisandra Isabel García o John Baldessari, siguen siendo recursos aún sin explotar.

Pero también la fotografía hay que saber presentarla más allá de una exposición. Un dossier de artista, un fotobloc, una página web o una multimedia devienen, hoy por hoy, en las nuevas cartas de presentación. Ya no se concibe un buen fotógrafo si no conoce el diseño, y no el elemental sino el gráfico, porque como he repetido en otras ocasiones, la fotografía no es más que un acto de diseño. Es un proceso semiótico y comunicativo. Por eso, se hace cada vez más necesario complementar la formación del fotógrafo-artista con talleres de diseño y edición de presentaciones —que permitan mejorar los resultados en la confección de los dossier y los catálogos de las exposiciones, aún deficientes—, con talleres de análisis del discurso —que no es más que una suerte de talleres de tesis—, con espacios para la presentación y la discusión crítica, y el fomento de la producción simbólica desde una manera creativa.

Junto a esto, se deben buscar antecedentes en todos los campos, no solo el fotográfico, porque reducir el panorama es contraproducente. Un ejemplo bien elocuente es el fotopictorrealismo, desarrollado a mediados del siglo xix y que vinculó exitosamente los aportes de la pintura académica. Por otra parte, la captación fotográfica del hombre y del medio ambiente como guía para la pintura fue objeto de estudio de Eugène Delacroix y de algunos de los más destacados impresionistas (Renoir, Manet y Pissarro), quienes aprovecharon los recursos fotográficos para desarrollar la pintura de paisajes y de retratos.

Debemos reparar en esto como también en la necesidad de fomentar una nueva mirada fotográfica, lograr que los estudiantes sean atrevidos, osados, completamente desprejuiciados e innovadores, como lo fueron los artistas dadá o los surrealistas, quienes obtuvieron de la fotografía posibilidades configurativas totalmente inéditas: la invención del fotomontaje y la schadografía —exposición del papel fotográfico mediante la aplicación directa de objetos—, o el collage, con la cual la fotografía llegó a ser completamente «medial» de la expresión artística.

Enfocar los caminos hacia una-otra didáctica de la fotografía no es nada nuevo, pero sí necesario replantearse. Urge posicionar la enseñanza actual de la fotografía sobre modelos más significativos, que aborden el recorrido de una manera no cronológica y el proceso como un acto creativo más dinámico: la deconstrucción de las narrativas, el despensar del argumento fotográfico y el reencuentro con una dinámica visual que obligue al estudiante a armar su propia estructura discursiva sobre una producción simbólica más elocuente y menos repetitiva.

Se necesita trabajar mucho más y desprenderse de códigos creativos que limitan el acto fotográfico. Es necesario exponer una cultura de la imagen que compita constantemente contra nuestro propio trabajo. Que beba de todas las artes y regrese siempre a ellas. No las separemos entonces.


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