Asuntos de amores y otros descubrimientos.


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Ahora el asunto se trata de amores. Sí; porque estar enamorados es un estado de gracia que te sorprende, sobre todo si tienes unos alegres doce o trece años. A esa corta edad muchos de nosotros nos enamoramos, coincidentemente, de la niña más hermosa del aula o del barrio; que curiosamente era el sueño de todos los amiguitos, compañeros de aula y muchos más. Es decir, engrosábamos la larga lista de posibles candidatos a ser “su noviecito” de acuerdo a sus expectativas.

Ella, por su parte, ponía sus ojos en el galán de moda del barrio; que casi siempre era algunos años mayores que ella y el resto de nosotros.

Uno de los encantos de ese estado de gracia primigenio era el amor por la geometría que desarrollamos en ese entonces. Sí, porque una y otra vez circundábamos su cuadra en espera de que se asomara, o al menos, estuviera conversando con alguna de sus amiguitas y en ese momento nos cruzara con una mirada; una simple mirada y el cielo se nos abría. Entonces regresábamos al punto de partida –cerrando el círculo—que siempre debía comenzar en una de las esquinas de su casa en la que (curiosamente) vivía un amiguito de siempre, o uno que recién habíamos descubierto y se convertía o en cómplice o en mejor amigo.

Mi generación, nosotros los de entonces como decía el poeta, nos enamorábamos de a verdad. Como perros. Y ese amor despertaba todos los sueños posibles y permitía dar riendas a las más descabelladas fantasías que surgen en la preadolescencia. Esas que van del beso a la muerte.

El adolescente enamorado escribe en el margen de una libreta el nombre de esa beldad que descubre. Asocia canciones a la historia que se comienza a labrar y en un arranque de furia se lee de un tirón cuanto libro de poemas de amor descubre, se los aprende de memoria y espera el momento, ese momento y esa hora, de poder decirlos con voz temblorosa. Había llegado el momento de “tallar”; es decir comunicar nuestros sentimientos.

Todo en espera del monosílabo deseado: sí.

Mi generación, a pesar de haber nacido y crecido en plena efervescencia de la liberación sexual, tenía una forma muy peculiar de confirmar el comienzo de un noviazgo; toda vez que habíamos superado la larga fila de aspirantes: ella debía demostrar la aceptación con un beso.

El primer beso de nuestras vidas para muchos.

Entonces comenzaba la larga operación de Relaciones Públicas a nivel social que no era otra cosa que gritar a los cuatro vientos que “ella” era nuestra novia. Tal movimiento publicitario podía despertar sentimientos encontrados entre los otros aspirantes a ocupar semejante lugar.

Una vez aceptado como “novio” era el momento en que comenzaban las reales dificultades. Primero se debía lograr ser aceptado por los hermanos mayores en caso de que los hubiese. Para muchos de nosotros era el “primer acto de hombría”; después llegaba el gran momento de enfrentar al padre –el futuro suegro—o la hora “de pedir la mano”, que era todo un acontecimiento ceremonial y el momento más difícil de todo noviazgo.

Ciertamente ya sabía de nuestra existencia y siempre que nos cruzábamos el hombre ponía cara de perros, desafiante; y uno por vergüenza bajaba la mirada o esquivaba su presencia hasta que no quedaba otro remedio que ir a enfrentarlo.

Frente a frente el hombre hacía las preguntas de rigor: ¿qué intenciones tiene usted con mi hija… o la más vergonzosa: orina usted dulce ya como para enfrentar esta responsabilidad? Después llegaba el momento de las instrucciones o de la lectura del manual de procedimientos, que incluía entre otras recomendaciones el horario de las visitas, la hora de llegada siempre que hubiera una salida y lo más importante: “proteger la moral de la muchacha”. Lo que implicaba el honor de la familia.

Esta última exigencia era toda una pesada carga sobre los hombros de un adolescente cuyas hormonas estaban en plena ebullición. Pero no quedaba más remedio que acatar las reglas hasta que fuera el momento –de mutuo acuerdo—de “meter la pata”. Tal vez el acto más arriesgado de todo noviazgo de ese entonces.

Una vez consumado el acto de “la metedura” se debía guardar estricto silencio y era un secreto que se debía llevara a la tumba si uno no quería ser casado en el acto o excomulgado por el resto de la familia.

Con el paso de los años la institución del noviazgo ha evolucionado. Se diría que ese primer apareamiento perdió su glamur y ahora en más de un caso son ellos, los adolescentes, los asediados y los seducidos. Ellas, sin ambages definen qué quieren y a quién quieren de acuerdo a sus intereses y sus deseos. Son tiempos de paridad de hormonas. Me atrevo a afirmar que siempre fue así, ellas elegían y uno solo actuaba por compulsión.

Los libros de poesía, las libretas con poemas y las cartas de amor han quedado en el pasado y sin el eslabón perdido que alimenta las historias personales de los padres y las madres de muchos de estos jóvenes –incluyo a mis hijos.

Nosotros, los padres, dejamos de ser ese animal feroz, dominante, al que se debía recurrir para obtener el placer. Y de los horarios y “el honor de la familia” ni te cuento. Mis abuelas se hubieran escandalizado si una de sus hijas saliera con el novio y antes de irse anunciara que se quedaba en su casa esa noche y regresaba tres días después y con una sonrisa de oreja a oreja.

La acepto, lo admito y lo apruebo. Son los tiempos que corren.

Yo, por mi parte aún conservo –por si acaso—los viejos libros de poesía con los que alguna vez enamoré a esa que me acompaña hace casi un cuarto de siglo y no renuncio a decirlos en voz baja alguna que otra vez.

Neruda, está más demostrado, es más trascedente que un mensaje de voz o una charla por whassap.  


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