Autoridad y autoritarismo / Por Juan Nicolás Padrón


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La autoridad está vinculada a la influencia de una persona sobre un colectivo o de una institución sobre la sociedad, y se sostiene en una plataforma de acciones y efectos positivos y reconocidos que ofrecen ventajas a muchos beneficiados. Esta atribución personal está relacionada con el prestigio ganado, y tanto potestad como crédito, se ganan y se pierden, perduran hasta el final de los tiempos o nunca se tienen a pesar de cargos, grados, títulos, condecoraciones… Quienes deben ganar autoridad, más que con palabras, tendrán que hacerlo con la mayor de las eficacias posibles: el ejemplo. Los que la han ganado en la Historia están en el deber de mantener el prestigio y la autoridad con una limpia actuación cotidiana; de lo contrario, se pueden perder, por muy glorioso que haya sido el pasado, pues no se trata de un título nobiliario, por lo que tampoco se transmite por la sangre. Honradez, honestidad, justicia, decencia, capacidad, inteligencia, habilidad, calidad, competencia, respeto, sistematicidad, limpieza, coraje… son algunas virtudes que distinguen la actuación aquellos a los que se les reconoce autoridad en cualquier materia.

No siempre la autoridad está relacionada con el poder del Estado, pero cuando tiene ese vínculo resulta también una forma de dominación. Los que representan el poder estatal, gobiernan o ejercen mando con facultades otorgadas por designación o elección, siempre deben encontrarse bajo la legitimidad de leyes y normas vigentes; al actuar en nombre de ese poder no deben perder de vista que en cualquier sistema legítimo hay una cuestión principal que atender: el poder ostentado por el funcionario estatal está construido bajo una autoridad que necesita acatamiento de los demás, pues de lo contrario no habrá autoridad, pero los gobernados también tienen derechos en ese pacto. La autoridad ejercida desde el Estado no se relaciona con la persona, sino con la representación que ostenta; su poder está asegurado con la posición en el sistema, pero si personalmente no tiene autoridad se quedará sin ella el cargo, por muy encumbrado que sea, y aún más, cuando sea sustituido, el desprestigio de la persona será incuestionable.

La autoridad en un colectivo es una necesidad. El británico Sir William Golding, premio Nobel de Literatura en 1983, en su magistral novela El Señor de las moscas, narra una situación límite de niños sobrevivientes de un accidente aéreo en una isla; en ella se demuestra la necesidad del liderazgo para la sobrevivencia en condiciones de contingencia; uno de los temas abordados es la alegoría de la naturaleza humana en relación con el poder y el papel del guía. De un lado, el protagonista, Ralph, atractivo líder electo por los náufragos, lucha bajo un orden democrático para implantar la justicia, auxiliado por Piggy, un gordito miope y asmático representante de la razón y el buen juicio; del otro, el antagonista celoso del poder de Ralph: Jack, que transformado en violento y arrogante obtiene la disensión del grupo usando su fuerza física y la posibilidad de cazar y tener más comida, y puede llegar a la crueldad y el asesinato apoyado por sádicos como Roger. A pesar de lo esquemático que resulta el argumento sintetizado, la novela lo elabora y desarrolla de manera admirable, para demostrar lo imprescindible de la autoridad, especialmente en situaciones de riesgo, y la importancia de ejercerla con justeza y claro juicio.

Se ha estudiado al líder a partir de sus habilidades individuales para influir en un grupo, comunidad o nación, capaz de elevar la eficacia y eficiencia en los logros de sus objetivos, por lo que es una condición singular relacionada con los rasgos de una persona en específico, y no siempre aparece fácilmente. Se caracteriza por la iniciativa y creatividad en la gestión, el poder de convocatoria, las facultades comunicativas para motivar el cumplimiento de tareas o misiones; por las capacidades administrativas y organizativas, y por la utilización de métodos y técnicas adecuadas para conducir a una meta satisfactoria. La autoridad en un sistema legitimado entraña que el líder y sus colaboradores estén sometidos al control popular, bajo el principio de responsabilidad compartida. Hay líderes carismáticos capaces de generar un entusiasmo desmedido, otros gozan de una reputación sancionada por tradiciones y costumbres, y algunos obtienen la aceptación de la mayoría con gran facilidad, pero todos pueden convertirse en autócratas, si no se someten a las leyes. En cualquier caso, los liderazgos positivos, con su gran prestigio, inspiran y adelantan procesos que tardaría más tiempo en realizarse sin ellos, aunque lo ideal sería que diversas personas capaces en diferentes disciplinas lograran la excelencia, pero tal y como lo demuestra la novela de Golding, este estado es ideal pero no real, pues los líderes hacen falta para guiar procesos.

La ideología construida de la autocracia, nacida no pocas veces del paternalismo ─en que todo se puede justificar por la protección─, si añade acciones represivas, puede derivar en peligrosa autarquía. Cuando el líder funda un poder en que no existen vías para discutir y revocar sus decisiones, no se somete a ningún control y ejerce con exceso su poderío sin contraparte, el sistema se convierte en autoritario. El autoritarismo se relaciona con un régimen en que la voluntad del líder anula cuestionamientos y críticas, no atiende el consenso democrático construido de manera participativa para mantener el orden establecido, y se impone su voluntad bajo la opresión con diferentes tipos de coacciones. En política el autoritarismo puede ser de cualquier color, lo mismo de derecha que de izquierda, y uno de los rasgos típicos que emplea para perpetuarse es concentrar el poder en manos de un líder o de una enmascarada élite incondicional que, a veces, ni siquiera forma parte del gobierno o de la máxima dirección del poder establecido; generalmente no se rinde cuentas al pueblo, por lo que se resquebraja el orden legal en el ejercicio del poder, se convierten en arbitrarias e incoherentes las medidas de la política ejercida ─lo que se permite a algunos, es delito para otros─ y fuera del control de los cuerpos legalmente establecidos, se rompe la legalidad y se deslegitima el sistema. Este camino siempre está vinculado estrechamente a la corrupción, no hay dudas que este método, comprobado por la Historia, conduce a la descomposición de cualquier régimen, da lo mismo la naturaleza del líder y la condición del sistema, aunque sea respaldado por los más nobles intereses o ni siquiera el líder participe de esa corrupción.

No pocas etiquetas indeseables le ha otorgado la maquinaria publicitaria capitalista al socialismo; una de ellas ha sido el rótulo de autoritario. Algunos afirman que solo puede incubarse bajo las condiciones de “comunismo de guerra”, como en la Rusia soviética de 1917 bajo la guerra civil, en que se lanzó la consigna de “todo el poder a los soviets”, en medio de una coyuntura singular que llevó a los bolcheviques al poder revolucionario, aunque se sabe que, en ese momento, no había otra solución posible para alcanzar el poder revolucionario. Unos han querido igualar el socialismo revolucionario al “nacional socialismo”, este último representante de ideologías fascistas, nazistas y falangistas, provocando una confusión intencionada con la hipócrita proclamación de algunas homogenizaciones populares convertidas en populistas en política con el rechazo a las democracias liberales. Otros han identificado todo socialismo al totalitarismo, el extremismo ideológico, la condición antidemocrática y a un régimen que viola derechos y libertades, con categorías establecidas por los países occidentales del primer mundo. Se ha atacado el socialismo relacionándolo con el autoritarismo de partido único, régimen militar, fundamentalismo ideológico... Imposible que sean visibilizadas en los medios principales del mundo las explicaciones que ofrecen una explicación razonada a estas marcas, determinadas por las características propias de cada país, o a veces ni siquiera se deja profundizar para matizar en estos sellos creados por la industria capitalista de la información y las comunicaciones.

No es la fuerza de la verdad y la potencia de la razón lo que se impone al hablar de totalitarismo, extremismo, derechos, libertades... El autoritarismo de la realidad capitalista y la autoridad de las ideas socialistas, no predominan hoy en el mundo como matriz de opinión pública mundial. Sin embargo, el socialismo por definición no puede ser autoritario porque sería contraproducente con su naturaleza democrática, ni tampoco se puede establecer por la fuerza del autoritarismo porque resulta indeseado y a la larga inestable. Los que creen que con autoritarismos se puede establecer el socialismo, aunque usen la verdad, pero no se han convencido, no han sacado lecciones de la Historia. Habrá que discutir por qué entonces, en sentido general, no se cree en su autoridad. Se trata de un sistema muy joven, con algunas experiencias autoritarias fallidas que durante algún tiempo se ocultaron y otras prácticas erráticas, de la cual se hereda un pesado lastre, entre otras cuestiones, por responsabilidad e incapacidad de revolucionarios frente a la cruenta, integral y sistemática guerra total que el actual capitalismo le hace, mucho más destructiva que aquella realizada por los nobles feudales a los burgueses en el inicio del capitalismo, que estos últimos combatieron guillotinando a unos cuantos enemigos de la burguesía.

Los revolucionarios socialistas han sido pésimos propagandistas y se han dejado potenciar sus errores, cuando hábilmente la publicidad capitalista ha sabido ocultar, y a veces sepultar, sus grandes desmanes. El socialismo debe concientizar que contará con la existencia de un enemigo con las armas más poderosas de la historia de la humanidad de todos los tiempos, las del dinero, para impedir que triunfe el socialismo en ningún sitio: eso viene incluido en el paquete histórico de su lucha, de lo contrario sería muy fácil. Habrá que contrarrestar las agresiones del experimentado imperialismo actual, desde las más sutiles hasta las militares, con el tratamiento adecuado para cada caso; y habrá que continuar combatiendo y compensando sus nefastos efectos, no hay dudas que la defensa frente a los ataques será siempre una tarea de primer orden; pero junto a esa capacidad defensiva, siempre en perfeccionamiento para pasar a la ofensiva, se trabajará duro, rápido y bien ─es decir, con el dinamismo que requieren estos tiempos─, para que verdades y razones socialistas se acepten desde la comprensión en la práctica social cotidiana y en su real construcción, con la autoridad que emana de su justeza, despojándose del fácil y peligroso autoritarismo regresivo de otras épocas: la mejor manera de consolidar la valoración socialista es haciéndolo visible y eficaz con las herramientas de la comunicación y creando atractivos sus mensajes en la actual época de la “posverdad”.

Si Cuba hubiera construido un socialismo autoritario con las reglas y modelos que muchos imitaron, se hubiera caído, aunque eso no quiera decir que en la Isla nunca se cometieron algunos errores. Sin embargo, la autoridad de muchos líderes revolucionarios cubanos históricos que intentaron construir un socialismo “por cuenta propia”, hoy mantiene vigencia, porque ellos conservaron sus oídos atentos en la población, permitieron compartir y equilibrar poderes, y dialogaron siempre con el pueblo, bajo el elocuente ejemplo de Fidel, una guía que en su permanente diálogo con diversos tipos, estratos o grupos de la sociedad cubana, supo construir, rectificar y reconstruir caminos, usar cuantiosos medios de información e investigación, verificación y chequeo; medios convencionales y alternativos, indirectos y directos, para conocer verdades y sintetizarlas en una sistemática comunicación persuasiva con maestría pedagógica. Durante mucho tiempo escuchamos los enfáticos discursos de Fidel en los primeros años épicos, y poco a poco se hicieron más reflexivos hasta que se convirtieron en conversaciones en que situaba los límites de la política con la ética, y respondía a varias personas del pueblo y a diferentes tipos de enemigos que siempre lo escuchaban, aunque muchos murieron negándolo.

El 17 de noviembre de 2005 en la Universidad de La Habana y ante un grupo de jóvenes Fidel confesaba: “Esta Revolución puede destruirse… nosotros podemos destruirla, y será culpa nuestra”. Mejor que nadie sabía los planes de subversión de todos los colores y tipos que en aquellos momentos, como desde el 1959 hasta hoy, estaban en marcha y se preparaban en el exterior para destruir a la Revolución, pero frente a los que iban a dirigir la nación en un futuro muy próximo, reconocía que también nuestro “enemigo principal” se localizaba en los propios errores de los revolucionarios. Fidel sabía que la autoridad ganada por los líderes históricos no se podía perder. Por esa razón, hay siempre que seguir explicando, con la misma intensidad y eficacia al pueblo, las verdades y razones revolucionarias. La derecha no necesita explicar nada porque por su condición conservadora no lo necesita, pero nadie dude que, si los revolucionarios lo dejamos de hacer, nos derechizamos. Fidel estaba al tanto de la nueva época, no se podía establecer comunicación hoy con el pueblo de la misma manera que en “aquella” era pasada, porque la guerra estaba planteada de otra manera; por eso añadía: “Si vamos a dar la batalla hay que usar proyectiles de más calibre, hay que ir a la crítica y autocrítica en el aula, en el núcleo y después fuera del núcleo, después en el municipio y después en el país”.

Todavía hay quien no ve en la crítica y autocrítica una forma de imprescindible lucha, no solo para identificar, sino para resolver los problemas actuales del socialismo. El consignismo y el triunfalismo, junto al secretismo ─no pocas veces encubridor de corruptos─, siguen resultando ingredientes anacrónicos que a veces funcionan como nuestros propios cantos de sirenas que a la larga obstaculizan el avance real del socialismo. Algunos, hasta con buena voluntad, creen que la crítica sincera y edificante, es una vía negativa y peligrosa, exactamente lo contrario de lo que pensaba Fidel. Sin olvidar las labores subversivas preparadas para destruir a la Revolución por varias vías, desde la económica, comercial y financiera, hasta la ideológica y cultural, y que hoy están más vivas que nunca, el Comandante en Jefe llamaba a los más jóvenes a que prestaran mayor atención a los problemas internos y propios, usando la crítica y la autocrítica, no en balde las situaba como las armas más potentes para solucionar cualquier dificultad interna, pero siempre de manera consensuada, es decir, democrática. Con esta tarea pendiente, nadie puede imaginarse que en Cuba puede ganarse esa guerra con autoritarismos. Ahora más que nunca el socialismo revolucionario cubano necesita de su autoridad, cuya base es el conocimiento real de la sociedad, en que la ciencia desempeña un papel esencial utilizando las armas señaladas por Fidel, único modo para vencer al oportunista, el simulador y el corrupto, convertido hoy en el otro silencioso enemigo principal.


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