En lo más profundo, y atendiendo a su pensamiento, no es exacto decir que José Martí murió de balas españolas. Él mismo supo diferenciar al pueblo español humilde del sistema que lo oprimía al igual que al cubano. Conocedor de la naturaleza humana, tuvo en cuenta la heterogeneidad de España, y del mundo, y así como desde su infancia repudió a compatriotas traidores, alabó la presencia de españoles en las luchas por la libertad de Cuba.
Para ser fieles a su ideario, y a la verdad, lo pertinente sería decir que lo mataron balas colonialistas: de una metrópoli carcomida y dispuesta a someterse a los designios de la potencia imperialista que emergía en la América del Norte, antes que aceptar la independencia que Cuba merecía y estaba en camino de alcanzar. Él lo previó, y su acierto se confirmó en 1898, cuando la Corona hispana se humilló ante la intervención de los Estados Unidos y se hizo cómplice de que ese país se apoderase de Cuba y de Puerto Rico.
La consumación de la tragedia que Martí había tratado de impedir a tiempo, dio paso a la República proclamada el 20 de mayo de 1902, que nació maniatada con la injerencia militar y la Enmienda Platt impuestas por los Estados Unidos, país que tuvo cómplices vernáculos como los había tenido la España monárquica. De entre los autonomistas y anexionistas del siglo XIX, y de quienes han venido dándoles continuidad desde entonces, surgieron y no han dejado de surgir servidores del imperialismo, antimartianos por definición.
Ya en vida de Martí no faltó el cubano que actuase en su contra, como el Enrique Trujillo que, celoso de su grandeza, promovió intrigas a las que él siempre respondió desde su altura ética, ya fuera con el silencio —sabía que lo defendía su vida— o como la vez en que, acusado por Trujillo de haber estado murmurando de él, le contestó que no murmuraba de nadie, y que, en todo caso, vería si podía levantarlo hasta su estimación para luego darle una bofetada. Hubo incluso quien, mal aconsejado, intentó matarlo, y él se opuso a que lo castigara. Con una conversación le demostró que había actuado erróneamente, inducido por otros a cometer el homicidio, y aquel que estuvo a punto de ser su asesino fue luego combatiente en las filas mambisas.
A raíz de la muerte de quien se ganó el calificativo de Apóstol por su entrega a la liberación de la patria, un cubano que servía de práctico a las tropas españolas se jactó de haberle dado el tiro de gracia. Acaso mintió, pero para condenar su actitud bastaría que lo hubiera dicho, máxime si lo hacía como un alarde dirigido a ganar méritos ante los enemigos de su patria. Aunque a la inmensa mayoría del pueblo cubano lo ha caracterizado el patriotismo revolucionario, hayan sido o no hayan sido reales, las del práctico no serían las últimas balas salidas de otros cubanos contra Martí, aunque no fueran balas físicas.
Aquel burdo traidor era rústico, pero también hubo apátridas ilustrados. Un miembro de la asamblea en que, a pesar de la digna negativa de verdaderos patriotas, se constituyó una república atada por los designios de la potencia intervencionista, expresó contra Martí un odio también repugnante. Se negó a contribuir a la colecta popular que estaba en marcha para dotar a doña Leonor Pérez de una casa donde vivir, y dijo que no ayudaría a la madre de quien, según él, había sido el hombre más funesto que había tenido Cuba.
Para colmo, ante el rechazo de asambleístas que no estaban dispuestos a tolerar semejante afrenta, se impuso el formalismo que autorizaba al apátrida a expresarse de tal modo porque esa era su opinión personal. Muy torcida tiene que ser una república que se asiente sobre tales argucias y permita que sus pilares sean calumniados. Pero esa no es la Cuba que se construye desde que en enero triunfó una Revolución que ya durante la lucha armada proclamó a Martí como su mentor, para orgullo del pueblo que en rotunda mayoría la hizo suya y la defiende.
Enemigos de la Revolución se han dado inútilmente a urdir falsedades con que simular que Martí les pertenece —es también una forma de afrenta, y no la más leve— o para tratar de mellar su filo revolucionario, cuando no para denigrarlo abiertamente. Un ejemplo de esta última variante lo dio quien, radicado en el exterior y empeñado en deslegitimar los fundamentos ideológicos de la Revolución Cubana, terminó percatándose de que se hallaban en Martí, y lanzó contra él su rabia.
Posiciones similares las han protagonizado quienes, incluso dentro del país en uno de los casos, se han desbocado tratando de reducir a Martí a la nada —de convertirlo en aire inútil, no el aire vital que él trasmite como aliento a su pueblo— o acusándolo de hipócrita, racista, antiobrero y otras “maravillas”. Los promotores de tan dolosas maniobras, condenados al fracaso, siguen criterios “posmodernos” según los cuales la historia es un mero relato o simulacro, pero cuentan con que, si lograsen borrar a Martí, minarían gravemente los pilares históricos de Cuba.
Aunque se le venera justamente no solo en este país, resulta natural que aquí la veneración por Martí sea masiva y tenga la marca de lo sagrado, no en abstracto, sino en vínculo profundo con un proyecto de salvación nacional. Eso mismo pudiera explicar que, al parecer, los mayores y más encarnizados insultos contra él los han lanzado unos poquísimos hijos de Cuba, incapaces de identificarse con el modo de significación directa que para cubanos y cubanas tiene la continuidad entre Martí y la Revolución.
De ahí el afán de quienes intentan desconocer la altura del héroe, con lo que, si algo revelan además de miseria política y moral, y conciencia de su propia frustración, es ignorancia, no una ignorancia cualquiera, sino voluntaria, que no se explica ni por deficiencias que pueda haber habido en la enseñanza de la historia. Ni siquiera se fijan en voces representativas del imperio, al cual de hecho ellos sirven al revolverse contra la nación cubana, que intentan tergiversar el pensamiento de Martí, apropiarse de él. Para eso lo citan dolosamente —como hizo, cuando era césar, el Barack Obama que en eso, y probablemente en otros asuntos, fue menos ignorante y torpe que ellos—, y necesitan parecer que no lo desconocen, y que lo respetan, y explícitamente no lo ofenden, aunque lo hagan con solo mencionarlo.
Abiertamente ofenden a Martí quienes hoy son continuadores de aquellos que él impugnó en su discurso del 26 de noviembre de 1891: “Por supuesto que se nos echarán atrás los petimetres de la política, que olvidan cómo es necesario contar con lo que no se puede suprimir, —y que se pondrá a refunfuñar el patriotismo de polvos de arroz, so pretexto de que los pueblos, en el sudor de la creación, no dan siempre olor de clavellina”. Ese es el discurso conocido por el espíritu que lo recorre y se concentra en el lema final: “Con todos, y para el bien de todos”, aunque de punta a cabo revela la comprensión, por el propio Martí, de que no todos estaban dispuestos a ser parte de esa totalidad. También por esa luz sigue siendo el mentor de Cuba.
En todo eso pensaba el autor de estas notas a propósito de una de las películas concebidas para ser presentada este año en la Muestra Joven que desde 2001 auspicia el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC). La productora del filme, quien no pertenece al ICAIC, ha difundido en Facebook palabras suyas y un diálogo de la película, que muestran un desfachatado irrespeto a Martí.
Especialmente el diálogo es de una grosería a la que no había llegado ninguno de los más enconados detractores de Martí, y si algo revela no es precisamente agudeza conceptual ni tino artístico, lo que tampoco se aprecia en las palabras de la productora. Nada tienen esos textos del rigor que se requiere para acercarse por cualquier camino a una figura de la relevancia histórica y afectiva que tiene el Apóstol, a quien nadie que se respete a sí mismo, o a sí misma, ultrajaría de ninguna manera.
El irrespeto en que incurre el referido diálogo —en cuya difusión difícilmente quiera participar alguien que se respete— merece un rechazo que nada tiene que ver con normas como las implantadas en monarquías donde, imposición de autoridad por medio, se permite ser irrespetuoso con casi todo, pero no con la Corona, urgida de tal protección para acallar las críticas y reprobaciones, a menudo graves, que merece. El respeto que vale exigir para el tratamiento de Martí es el que él se ganó con su entrega a la lucha emancipadora, con la altura extraordinaria de su obra escrita y en actos, con su inquebrantable coherencia ética entre pensamiento, palabra y acción, y hasta con una fineza que sigue siendo ejemplar y convoca a seguirla.
Muy mal estaría el ICAIC, o cualquier otra institución cultural del país, si cediera a la supuesta libertad de expresión válida para denigrar y poner en solfa los más altos valores e ideales de la patria. Muy mal estaría la nación si, chantajeada por maniobras de sus enemigos —que nunca le perdonarán su decisión de no acatar las presiones con que han intentado aplastarla, empeño al cual no renuncian—, se amarrara las manos para no poner freno a lo que deba ser frenado. Muy mal estaría Cuba si el concepto de juventud se confundiera con el derecho a la irreverencia y a cometer actos de lesa patria.
Si es joven la Muestra en que los realizadores de la película aludida pretendían que esta se presentara, no es nueva la saña antimartiana de algunas personas nacidas en Cuba, y de otras. Y la juventud, si de arte e ideología se trata, lo es más por razones de esencia que cronológicas. Al día siguiente del discurso ya citado, Martí pronunció otro que lecturas superficiales pudieran considerar el más excluyente de los suyos: el que se conoce como “Los pinos nuevos”, expresión tomada del texto, donde no tiene la connotación generacionalista que a menudo se le ha atribuido.
Quien, estando a la altura de los tiempos, rechazaba a los neómanos desorientados, no alababa de preferencia a la juventud en sentido etario, sino a la que viene de abrazar lo fundacional nuevo. Para hablar del ímpetu con que debía fomentarse en su tiempo el movimiento patriótico cubano, se refirió a “los racimos gozosos de los pinos nuevos” que brotan por entre los troncos de un pinar quemado que había visto en su camino hacia Tampa, y exclamó: “¡Eso somos nosotros: pinos nuevos!”.
Para apreciar el contenido de ese nosotros, debe tenerse en cuenta que lo incluía no solamente a él, entonces con treinta y ocho años, sino también a todos los que abrazaban el nuevo plan revolucionario: desde ancianos mucho mayores que él, y que Máximo Gómez incluso, hasta jóvenes y adolescentes. Si para ser verdaderamente joven no basta tener pocos años, tampoco tener una edad avanzada es razón para devaluar a nadie.
En cuanto a Martí, sigue enérgico, vigente y fundador cuando ha pasado bastante más de un siglo de su caída en combate, y así continuará siendo. Acaso lo previó él mismo cuando, libre de soberbia y vanidad, vaticinó: “Mi verso crecerá: bajo la yerba/ Yo también creceré”, a lo cual añadió algo que vale recordar aquí, aunque él no estuviera pensando en su grandeza personal, sino en la del universo: “¡Cobarde y ciego/ Quien del mundo magnífico murmura!”. Tuvo toda la autoridad moral para decir de sí mismo: “Y yo pasé sereno entre los viles”.
En cuanto a la salvaguarda, la defensa y la veneración de su legado, no vivimos en una república maniatada por el imperio, en la que, aunque la mayoría del pueblo rechazara actos tales, los gobernantes —de esencia antimartiana, salvo honrosas excepciones— toleraban ultrajes como el perpetrado por marinos estadounidenses al monumento que le rinde homenaje al Apóstol en el Parque Central habanero. Vivimos en una república revolucionaria, a despecho del imperio que le ha causado muchísimo daño, pero ha fracasado en el afán de derrocarla con el auxilio de cómplices y lacayos. A estas alturas y en un tema tan serio, ¿cabrá hablar de ingenuos, como pudo ocurrir en el caso del equivocado que intentó envenenar a Martí? Otros venenos y proyectiles ominosos hay.
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