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¿Cómo aprendimos a tomar café?


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En los países del Oriente corre de boca en boca una leyenda que narra cómo el hombre descubrió las virtudes estimulantes del café.

Pero en nuestro Oriente, en ese triángulo en que remata al este la isla de Cuba, también se escucha una historia fantasiosa sobre el café, en este caso descriptiva de la manera en que los humanos aprendimos a procesar el grano para su consumo final.

En ambos “Orientes”, los animales juegan el papel de involuntarios aliados de los hombres, para que degustásemos esa infusión, de la cual el travieso cojo Talleyrand dijo que era “negra como el demonio, caliente como el infierno, pura como un ángel y dulce como el amor”.

Un poquito de historia

El café es oriundo de Arabia y, en el siglo XV, se extendió por todo el Oriente. En la centuria de los mil seiscientos cruza el Atlántico, en viaje de Europa a las Antillas Francesas.

Según una antiquísima y bastante ingenua leyenda, un pastor observó que sus ovejas se mostraban tremendamente excitadas cuando consumían las rojas frutillas de cierto arbusto, y así el hombre tuvo noticias de las propiedades estimulantes del café.

Cuando el café llega a Cuba, lo hace sin bombos ni platillos. Es más bien una rareza, una curiosidad de gabinete. Aún cubanos y españoles beben chocolate, una de las adquisiciones en la aventura mexicana.

De igual modo que mucho después Rockefeller vendería frasquitos de petróleo en calidad de cúralo-todo, el café, a partir de su introducción en Cuba, al mediar el siglo XVIII, caería en manos de charlatanes confeccionadores de medicinas, cuya dudosa eficacia es de imaginar.

Claro está, en esos días el café no figura en las primitivas estadísticas coloniales. Pero, al cabo de unos años, el panorama cambiaría radicalmente.

Los sucesos revolucionarios en el vecino Haití privarían a esa isla de su condición de proveedor mundial cafetalero.

La población haitiana descendería de 500 mil a 200 mil habitantes. Gran parte de los fugitivos iba a arribar a costas cubanas y se establecerían principalmente en la zona oriental.

Llega la inmigración a cifras tales, que en Santiago de Cuba y sus alrededores uno de cada cinco habitantes es de habla francesa.

El mundo ha perdido dos quintas partes de su café y la fuerza del hábito exige un proveedor sustituto. Y a Cuba han llegado quienes saben al dedillo las técnicas del cultivo y el procesamiento del grano.

No es raro, entonces, que alrededor de Santiago surjan unos 600 cafetales.

Y el café, hasta hace poco sólo una rareza museable o materia prima para boticarios embaucadores, se transformaría en un símbolo nacional. Como antesala de más serias fricciones en el porvenir, el criollo iba a esforzarse en establecer diferencias con el peninsular. Y abandonaría el chocolate, a favor del café.

Hermosa leyenda

Hay una historia oficial que, con metodología, rigor y cientificismo, reposa en adustos libracos académicos. Según esta versión, los francohaitianos nos familiarizaron con el consumo del café.

Ah, pero hay otra historia, que el pueblo amasa en una poética amalgama de fantasía y delirio.

En nuestro Oriente, Anubis Galardy recogió el mito que, siguiendo esa línea del pensamiento mágico, explica cómo el cubano aprendió a preparar la olorosa infusión. En las palabras que siguen, lo que le narraron a Anubis Galardy sobre el portentoso hecho: “Una vez el hombre, tras agotar su jornada diaria, se fue a pasear por los montes acompañado por su jolongo de tiempo. Caminaquetecamina, caminaquetecamina, llegó a lo más espeso.”

“De pronto, a la luz de la tarde, se fijó en un extraño arbusto cuyas ramas cargaban fruticas coloradas y redondas. El hombre quedó sorprendido. Nunca, de la montaña al llano, del copito de la palma a su cueva, había encontrado nada semejante. Probó el fruto pegajoso y vio que aquello no se podía comer. Entonces, los espíritus del monte dijeron: «Hay que ayudar al hombre». Y enviaron un mensaje con el guineo, de plumaje blanquinegro, que susurró «Tostao, tostao» por entre las breñas del monte.”

“Después vino el guareao, que cantó así: «Pilao, pilao». Al guanajo le tocó tartamudear: «Colao, colao».”

“El hombre siguió todas las indicaciones brindadas por las aves: tostó los granos, los piló y coló el polvo con agua hirviente. Por el monte se esparció el aroma de la primera colada”.

Y así, según el bello mito, fue posible que los cubanos nos deleitásemos ante una jícara de la aromosa infusión, la cual, en el decir de compositor  Giuseppe Verdi, “es un bálsamo para el corazón y el espíritu”.


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