Cuando la Isla apenas existía para el resto de los europeos, los Reyes Católicos fueron los primeros en violar las leyes que ellos mismos concibieran para las nuevas tierras “descubiertas”: las Capitulaciones de Santa Fe, contrato firmado con Cristóbal Colón y en que se le otorgaba el 10% de los beneficios obtenidos, nunca se cumplieron. La repartición de tierras en hatos, sitios y corrales, y la entrega de encomiendas de indios por Diego Velázquez, primer gobernador de Cuba, resultaron totalmente arbitrarias y no respondieron a ningún código o norma jurídica, solo a indicaciones generales del virrey Diego Colón. Las llamadas “monterías”, repartición de tierras monte adentro, eran todavía más caprichosas, y se reconocían u otorgaban más bien por el arrojo o la audacia demostrados. Los “realengos” eran terrenos que habían quedado sin otorgamiento después del reparto circular, por lo que no tenían “dueño” ni se registraba ningún orden legal en ellos. La reina Isabel la Católica había autorizado en 1497 el reparto de tierras pero no de indios; su instrucción dejaba claro que “todos los indios de la Española fuesen libres de servidumbres […] que viviesen como vasallos libres […] que se procurasen que en la Santa Fe Católica fuesen instruidos”. Sin embargo, los indios fueron esclavizados para complacer a los gobernadores, violando la disposición de la reina, con el pretexto de que a causa de la mucha libertad que tenían, era imposible comunicarse con ellos y atraerlos a la religión cristiana: en 1503 se habían creado las encomiendas.
La primera merced legal de tierra otorgada por un cabildo en Cuba de la cual hay noticia, data de 1537 en Sancti Spíritus, después de más de 30 años de procedimientos irregulares a consideración de alcaldes y regidores. En las actas del cabildo se registraron las disposiciones legales de las villas; la mayor parte reportaron gran cantidad de prohibiciones con alto grado de arbitrariedades y autoritarismo local. Las actas del cabildo de La Habana revelan la manera en que las autoridades creían “controlar” el comercio, sin antes haberlo regulado; el 19 de junio de 1551, se escribía como acuerdo: “…que se pregone publicamente que ningund vecino ni estante en esta villa de su labranza e criança no pueda vender ni benda la carga de casabi a mas preçio de dos pesos de oro…”. Nunca los comerciantes cumplían con una medida que nada tenía que ver con las reglas del comercio.
De parecida manera se dictaban otras disposiciones; el 12 de junio de 1567 se registraba en el acta del cabildo habanero: “…por quanto ay mucho dehorden los Domingos e fiestas de guardar en las tabernas e bodegones en dar de comer o vender vino antes de la misa mayor se pregone publicamente que de aquí adelante ningund tabernero abra taberna ni venda vino ni ninguna persona hasta ser dicha e acabada la misa mayor…”, y, por supuesto, también esto se violaba porque se reprimía la consecuencia sin solucionar la causa.
No fue hasta 1573 que el oidor Alonso de Cáceres vino a Cuba, comisionado por la Audiencia de Santo Domingo, para dejar organizados los cabildos, dejó un código conocido como Ordenanzas de Cáceres, muchas de las cuales contradecían lo ordenado por los cabildos.
En 1503, Isabel la Católica creó la Casa de Contratación de Sevilla destinada a monopolizar el comercio colonial y establecer todas las negociaciones con las Indias. Si bien en los inicios de la colonización se había creado un Consejo de Indias, que dirigía personalmente el rey Fernando para atender los asuntos relacionados con el llamado “Nuevo Mundo”, solo en 1524 se organizó definitivamente. El personal burocrático de la Casa creció y el Consejo dictaba reales cédulas y ordenanzas muy estrictas y difíciles de cumplir. No quedó nada sin legislarse o fuera de las leyes del Consejo, pero nadie podía cumplirlas, ni siquiera memorizar las decenas de miles de órdenes, muchas veces contrapuestas, por lo que se popularizó aquello de que “se acatan pero no se cumplen”. A la postura inflexible en el control de puertos para comerciar, pues solamente podía hacerse entre La Habana y Cádiz, la respuesta fue el lógico contrabando que gozaba del privilegio de más de un millar de kilómetros de excelentes costas, playas y bahías que permitían un amplio acceso de intercambio de productos a poblaciones en zonas incomunicadas: el libre comercio se asoció a la ilegalidad.
En un principio, quienes ejercían el comercio de contrabando o “de rescate” eran corsarios y piratas; los corsarios, amparados por un monarca, y los piratas, por cuenta propia, “sin rey ni ley”. Todos comerciaban ilegalmente, y robaban, saqueaban, atacaban embarcaciones y poblaciones; y también le dieron vida social a muchas poblaciones. Inglaterra, Francia y Holanda ampararon a corsarios para acumular el mayor capital de Europa; fueron famosos Francis Drake ―nombrado Sir por Isabel I, llegó a ser vicealmirante de la Marina Real Británica― y Henry Morgan ―filibustero galés que terminó siendo gobernador de Jamaica. Los ingleses adoptaron el libre comercio que enriqueció a la metrópoli y algunas de sus colonias; mientras que la política de España sobre el control del comercio, asociado a la ilegalidad, frenaba el desarrollo; las autoridades de la Corona actuaban en las colonias como el perro del hortelano: “ni comían, ni dejaban comer”. Muy pronto la solución fue ponerse fuera de la ley bajo un contrabando generalizado que incluía al clero y a funcionarios de la metrópoli en la Isla.
La acumulación originaria del capital de quienes más adelante constituirían la oligarquía criolla se sustentó en nuevas formas de contrabando que fueron surgiendo. Felipe V en la España de 1746 toleró el comercio de contrabando, un “dejar hacer” o “hacerse de la vista gorda”, debido a los perjuicios causados por la Real Compañía de Comercio de La Habana; no se tomaba una decisión para disolverla, e incluso, ella misma era de las principales instituciones asociadas al contrabando, e introducía mercancías sin registrar en la Aduana para beneficio de sus corruptos funcionarios.
El “contrabando” dentro del “bando”, además, desarrolló a la Compañía Inglesa del Mar del Sur, pues existía un convenio para la introducción de esclavos en las colonias españolas, y al amparo de esa autorización llegaban en sus barcos muchos productos no registrados, con la complicidad de los funcionarios aduanales: casi toda la ropa que compraba la población de clase media ―y hasta rica― habanera, incluso en los establecimientos regulados para ese fin, era contrabando que entraba por la Aduana. El Teniente Gobernador de Santiago de Cuba dispuso en 1742 que cualquier embarcación que saliera de ese puerto debiera hacerlo con una documentación exhaustiva, expedida por el Teniente de Guerra; si llegara a otro puerto, el Teniente de ese lugar debería hacer lo mismo: el resultado fue que todos entraron en el negocio y la corrupción se generalizó aún más.
Durante la administración británica en La Habana, se conocieron disposiciones menos rígidas, como las pragmáticas regulaciones referidas al comercio: los habaneros aprendieron entonces que sus productos tenían más valor comercial del que pagaba la metrópoli española. Después que España recuperó la capital cubana, se aceleraron medidas relacionadas con la débil Ilustración peninsular, por temor a perder sus colonias: en 1778 Carlos III dictó un Reglamento para el Comercio Libre de España a Indias en que se simplificaban los cuantiosos documentos y se facilitaba el intercambio entre varios puertos españoles y cubanos, y entre los puertos de la Isla, que no tenían comercio marítimo entre ellos; el resultado fue que el “contrabando oficial” se allanó y creció.
En 1789 se decretaba la libertad de comercio de esclavos mediante una Real Cédula; con esta autorización la clase terrateniente criolla se enriqueció con la industria azucarera, y también algunos Capitanes Generales y sus allegados, que especularon con la masiva entrada de africanos; cuando posteriormente se prohibió el comercio de esclavos, con la entrada ilegal subió la cotización para el Capitán: el contrabando había llegado a la más importante autoridad colonial.
Con estas realidades, la conciencia jurídica de las “fuerzas vivas” de la colonia se había deformado considerablemente. La constitución de Cádiz fue jurada en América, y el legado de las juntas revolucionarias formadas para apoyar al rey Fernando VII, con la excepción de Cuba y Puerto Rico, fue notorio para la futura independencia de las colonias hispanoamericanas. En esa época, la oligarquía “cubana” ganaba mucho dinero y pudo ser disuadida con relativa facilidad para olvidar sus derechos constitucionales.
La primera conspiración separatista de 1809, de Román de la Luz y Luis F. Basabe, dejó la Constitución de Joaquín Infante, publicada en Venezuela en 1812; llama la atención que en su artículo primero instituía cuatro poderes: el legislativo, el ejecutivo, el judicial y el militar; además, en el articulado referido a la religión, se explica que a pesar de que la católica es la dominante, “se tolerarán las demás por el fomento, y prosperidad que proporciona a la Isla la concurrencia de hombres de todos países, y opiniones”. Los primeros patriotas cubanos insistían en el uso de la legalidad porque fue su reclamo ético a un gobierno autónomo, como lo hizo José Antonio Saco hasta donde su formación esclavista se lo permitió, o para reclamar la independencia, como proclamó Félix Varela con una perspectiva emancipadora sostenida en el más puro cristianismo de los pobres; por esta razón los dos tuvieron que ir al exilio y abandonar la vía legal que habían concebido para su lucha.
Capitanes generales como Dionisio Vives y Miguel Tacón gobernaron en Cuba con facultades legales omnímodas; la explicación para ese cómodo autoritarismo la ofreció el propio Tacón al asegurar que La Habana era una “plaza sitiada por liberales”. En los reglamentos de esclavos, redactados bajo la presión de Inglaterra para recoger los frutos de su Revolución Industrial, eran estipulados los deberes de los esclavos y los castigos correspondientes, que los amos solían cumplir estrictamente; sin embargo, desconocían con regularidad los derechos de alimentación, vestidos, aseo, cura, fiestas de guardar, espacio amplio y limpio para dormir y descansar, e incluso, a veces, hasta la instrucción cristiana, por lo que muchos de esos reglamentos fueron letra muerta. En las relaciones entre peninsulares y criollos ocurría algo parecido: las leyes que implicaban algún beneficio para los criollos se demoraban y restringían, las que contemplaban erogación de impuestos o castigos, se aplicaban de inmediato y con saña.
El pronunciamiento de Carlos Manuel de Céspedes venía acompañado de su primer decreto de la legalidad revolucionaria sobre la abolición de la esclavitud, el gran problema para proclamar la independencia. La Asamblea de Guáimaro fue una constituyente en que se fundó el poder civil de la República en Armas y en que brilló la figura de Ignacio Agramonte; de lo contrario, los insurgentes solo habrían organizado una revuelta armada para defender intereses privados y no una revolución social. Antonio Maceo tenía conciencia de estos acatamientos y lo demostró con su inquebrantable disciplina, solo violada ante el Pacto del Zanjón, para dejar constancia de la Protesta de Baraguá, junto a una breve constitución vigente por dos meses y no muy divulgada, en cuyo Artículo 4 establecía con claridad el verdadero sentido de la legalidad revolucionaria: “No podrá hacer la paz con el gobierno español bajo otras bases sin el conocimiento y consentimiento del pueblo”.
José Martí, el más grande de todos los cubanos, fue muy celoso con el sustento legal de la revolución cubana desde su fundación, pues estaba al tanto de los problemas ocasionados por el caudillismo, no solo en Cuba, sino en América Latina; no sorprende su ruptura con los patriotas Máximo Gómez y Maceo sobre un plan militar que no tenía en cuenta el poder civil para regular mediante leyes las decisiones de los jefes; Martí nunca fue un leguleyo, su visión de revolución llegaba a las bases de la formación de una futura República “con todos y para el bien de todos”, que no podía gobernarse como se mandaba a un campamento. En la Constitución de Jimaguayú, en 1895, no se recogió el espíritu del Apóstol de la independencia y la libertad de Cuba, cuyo legado ni siquiera se mencionó; todavía más alejada de sus propósitos legales que garantizaban el equilibrio y la justicia, estuvo la extensa y laberíntica Constitución de la Yaya de 1897.
Sin Martí y sin Maceo, y con la intervención estadounidense en la Isla, se produjo un traspaso jurídico de España a Estados Unidos; Leonardo Wood gobernó a partir de 1898 con una constitución provisional que le permitió, ayudado por Tomás Estrada Palma y otros, disolver el Partido Revolucionario Cubano, desmovilizar al Ejército Libertador y anular la Asamblea de Representantes. La Constitución de 1901, que regiría para la futura República, nació con el Apéndice de la Enmienda Platt, que dejaba atada a Cuba a la política de Estados Unidos. Gerardo Machado intentó modificarla para prorrogar su mandato, y solo después de su caída fue revisada; ante la caducidad de la Enmienda, esta fue derogada, aunque se mantuvo la Base Naval de Guantánamo. En 1935 se realizaron ligeras modificaciones a la Constitución de 1901 para permitir redactar una nueva, que en 1940, bajo los auspicios de Fulgencio Batista, quedó establecida.
La Constitución de 1940 introducía innovaciones a todas las anteriores, tenía un definido carácter nacionalista y proclamaba un amplio espíritu progresista y democrático; se proscribían el caudillismo y el latifundio, se exigía una sociedad solidaria, se declaraba un sistema democrático y participativo, se expresaba el combate a las malversaciones y otros tipos de corrupción, y se prometía un sistema de educación libre, entre otros aspectos; sin embargo, nunca aparecieron las leyes para respaldar estos enunciados, y más bien la realidad de los años 40 y 50 negaba estos y otros postulados, convertido el país en una sucursal de negocios de Estados Unidos, en que el principal propietario era Batista y algunas otras familias oligárquicas allegadas al dictador, quien en 1952 violó la propia constitución que había favorecido.
El joven abogado Fidel Castro, antes de fundar el Movimiento Revolucionario 26 de Julio participó en varios litigios jurídicos en que se denunciaban las ilegalidades y la violación a la Constitución del 40, sin ningún resultado; una de las motivaciones de los jóvenes que asaltaron el Cuartel Moncada fue la frustración ante el olvido sistemático de lo recogido en la Carta Magna. El 7 de febrero de 1959 el gobierno provisional revolucionario de Cuba decretó la Ley Fundamental de la República que regía a partir de ese momento en todo el país, y que resultó casi una transcripción de la Constitución del 40, con un cambio sustancial: la disolución del Congreso y la atribución al Consejo de Ministros de las funciones del órgano legislativo. Al avanzar la Revolución en los reclamos de justicia social del pueblo, la Ley fue objeto de continuadas transformaciones: restablecimiento de la pena de muerte para los torturadores y asesinos; confiscación de los bienes malversados; expropiación de compañías norteamericanas y de miles de caballerías de tierras improductivas de latifundistas criollos… Estas reformas se promulgaban por el Consejo de Ministros y las firmaba su primer ministro.
A mediados de los años 70 se vio la necesidad de formular otra constitución, pero para elaborarla no se siguió el proceso indicado en el Artículo 286 de la del 40; la sociedad cubana se había transformado radicalmente y no podía seguir aquellas indicaciones que limitaban la democracia popular convertida ya en socialismo. Sometido el texto a referendo popular y discutido ampliamente, en 1976 fue aprobada la nueva constitución de Cuba socialista, con la participación del 98% de los ciudadanos aptos para votar y una aprobación del 97,6%. El 24 de febrero de ese año se proclamó la Carta Magna de la República que derogaba la del 40; en su concepción y su letra asimilaba diversos modelos constitucionales, como el socialista de los países europeos; el derecho constitucional español, el angloamericano y el latinoamericano. La ley del Patrimonio Cultural y el Código de Familia, para ilustrar con dos ejemplos, fueron modelos muy elogiados en el extranjero en ese tiempo.
La Constitución de 1976 ha sufrido tres modificaciones: la primera, para cambiar el nombre de la Isla de Pinos por el de Isla de la Juventud. La segunda, en 1992, en cumplimiento de los acuerdos del IV Congreso del Partido, debido a la necesidad de adecuar su letra a las nuevas condiciones sociales y económicas, luego de la desintegración del campo socialista europeo. La tercera, en 2002, mediante la cual se proclamó la irreversibilidad del carácter socialista de la Revolución, se aprobó en un plebiscito por el 98,97% de los votantes.
En estos momentos Cuba necesita una nueva constitución, o una profunda reforma constitucional, con el consiguiente cuerpo legislativo, que atienda a las circunstancias presentes: instituciones que protejan, en la práctica, a quienes sean discriminados por el color de la piel, sexo o preferencia sexual, o velen por la aplicación de la legislación laboral cubana a los trabajadores de negocios privados; leyes para el desenvolvimiento de la prensa, el cine o el libro, en un momento en que la digitalización, Internet, las redes sociales... han cambiado las reglas del juego, por solo mencionar algunos aspectos pendientes.
Durante demasiado tiempo las leyes se han acatado pero no siempre cumplido, y la mayoría de los cubanos seguimos sin tener conciencia jurídica. Se han acumulado innumerables ilegalidades que la Contraloría comprueba a diario; las violaciones que han caotizado el planeamiento urbanístico y alterado el orden social son visibles; la falta de regulación o el abandono del control, después que existe la normativa, por parte de ministerios e instituciones, ha sido muy común.
Ya encontramos en nuestra prensa quejas de la población y comentarios de periodistas al descontrol, pero todavía no se va muchas veces a las causas más profundas de las cosas. Se han aprobado leyes para la protección de recursos naturales como las aguas y la duna costera, se ha comenzado a exigir el respeto de las regulaciones urbanísticas, los medios insisten cada vez más en el imperativo de enraizar la disciplina social, pero todavía no es suficiente. Se necesita un coherente y dinámico cuerpo de leyes puesto a disposición del Ejecutivo para su cumplimiento, junto a la actuación del sistema judicial funcionando con todos los requisitos y garantías del derecho socialista cubano, y que cada ciudadano asuma una constitución que, apegada a la realidad, trace deberes y garantice derechos.
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