La Cuba revolucionaria tiene la responsabilidad de actuar con el mayor tino y la mayor voluntad de justicia. Sería iluso que intentara complacer a sus enemigos, dados a encontrar o fabricar asideros para desaprobarla y calumniarla. Hasta la acusan, por ejemplo, de no luchar contra la pobreza, sino contra la riqueza, a pesar de todo lo hecho desde 1959 para transformar el país y librar de la miseria a gran parte de la población que la sufría en zonas rurales y en ciudades, con lo cual vino a cumplir el programa trazado en La historia me absolverá, que el título del presente artículo recuerda con la alusión al modo como allí expresó Fidel Castro su revolucionario concepto de pueblo.
Habrá quienes —en el propósito de idealizar a la neocolonia— prefieran desconocer esa realidad, y la preferencia puede hallar eco hasta en personas beneficiadas por la Revolución al revertir la miseria que no solo se expresaba en el plano material, con hambre, enfermedades, carencia de recursos para vivir con decoro. Se daba igualmente en el espiritual, dañado por el analfabetismo y otros grados de la ignorancia que afectaba sobre todo a los sectores más pobres. La Campaña Nacional de Alfabetización, básica para el desarrollo de los gigantescos planes educacionales acometidos desde el triunfo de 1959, fue una gran victoria popular alcanzada a finales de 1961, año en que había enfrentado la invasión mercenaria en Playa Girón.
Los logros en el terreno de la educación marcharon junto con las grandes conquistas en la salud pública, y unos y otros constituyen expresiones objetivas de la riqueza de carácter colectivo que benefició a la población en su conjunto, en especial a los más humildes. Ambos frentes deben reconocerse como estratégicos en todo cuanto concierna al avance de la nación: sin un pueblo sano e instruido no hay economía garantizada, ni equidad verdadera. Los logros en la educación, la cultura y la salud, como los alcanzados en el desarrollo vial, industrial y agropecuario —también índices de riqueza— han demandado esfuerzos e inversiones enormes en medio de la hostilidad del imperialismo para derrocar a la Revolución.
En esa hostilidad se inscribe el bloqueo económico, financiero y comercial que tiene casi la misma edad de la Revolución y sigue vigente, y también hechos de violencia armada, no únicamente la mencionada invasión, que el pueblo uniformado aplastó en poco más de sesenta horas. Por gran parte del territorio nacional se expandieron las bandas, también mercenarias,y asesinas, derrotadas igualmente por el pueblo.
Las agresiones las patrocinaba, CIA y cómplices mediante, el gobierno de la potencia imperialista que en 1898 le arrebató a Cuba la independencia para imponerle un régimen neocolonial, y que aun la ofende ilegalmente con una base naval que viola su soberanía y desoye su voluntad. Desde esa base —cuya sola presencia constituye una agresión permanente— se han segado a fuego vidas humanas, y hace años incluye una cárcel donde las autoridades del imperio cometen hechos repudiados por la humanidad.
A pesar de todo lo que aquí se resume apretadamente, la Revolución significó un profundo cambio de vida para la gran mayoría, que hasta 1958 había sido desfavorecida en todos los órdenes. Exigir que la Revolución avance como si actuara en medio de circunstancias favorables sería, cuando menos, un acto de ceguera, pero abundan además las malas intenciones. Sostener que Cuba no ha luchado contra la pobreza se ubica en infundios comparables con el que significa decir que nada ha hecho por la emancipación de la mujer, o contra la discriminación racial, esa herencia que vino de la esclavitud y se reforzó en una República sojuzgada por los Estados Unidos, donde aun campea el llamado supremacismo, con la tétrica estela del Ku Klux Klan.
Mucho han dicho y hecho los enemigos de Cuba para desacreditar una obra que, pese a los obstáculos que se le han opuesto, ha sido el logro más alto de la nación cubana en la búsqueda de la justicia social. Los empeños enfilados a denigrarla son múltiples y abarcadores. Por un lado, se le acusa de no haber alcanzado la equidad que ha de seguir siendo uno de sus propósitos rectores; y, por otro —aunque a veces lo hacen las mismas voces que propulsan la anterior mentira—, se le repudia lo que se califica, sin más, de lucha contra la riqueza.
La voluntad de construir el socialismo implica oponerse a la riqueza ilícita, a la concentración de medios de propiedad privada que podrían generar una fuerza opuesta a los ideales socialistas. Los intereses de esa fuerza no serían los del bienestar colectivo, social, que la Revolución ha defendido y mantiene en la médula de su proyecto a pesar de las dificultades contextuales que enfrenta. Ella no se desarrolla en condiciones idílicas, sino en un mundo marcado por desmontajes del socialismo en distintos lares, y por el fomento de la agresividad característica de un imperio que, aunque empeñado en no reconocerlo, se sabe en decadencia y, por eso mismo, puede ser más peligroso aun.
Quienes protagonizan los ataques contra la Revolución Cubana —ya sean abiertos o velados, y no se deben olvidar lo que en otras partes son las llamadas guerras de baja intensidad o de cuarta generación, o los supuestos golpes blandos— no abogan de veras por rectificar errores, contra los cuales la propia Revolución es la primera en actuar, sino por el triunfo de otro modelo de sociedad. Para ese modelo sería natural la acumulación de las riquezas, obtenidas de cualquier manera, en pocas manos. Eso es lo que había en la Cuba anterior a 1959, donde, por añadidura, los millonarios vernáculos estaban sometidos a la voluntad del imperio, erigido como el propietario mayor, y es lo que abunda en los países capitalistas. Contra esas realidades se desató el 26 de julio de 1953 una nueva etapa en las luchas revolucionarias cubanas, que dio el triunfo de l959.
No hay por qué asombrarse, pues, de que algunas voces que le impugnan a Cuba el no haber podido alcanzar la equidad que no se ha logrado en ninguna parte del mundo, sean también defensoras del desafuero de las riquezas. Por ese camino, y desde la aspiración de que el país renuncie a los ideales de justicia social, también proclaman que quienes trabajan en el sector estatal cubano—ya sean profesionales de la enseñanza, de las ingenierías, de las ciencias en general, del periodismo o de otras esferas— nunca llegarán a recibir salarios que les haga llevadera la vida y les cree condiciones favorables para luchar efectivamente contra las ilegalidades.
En este punto sería aconsejable reflexionar sobre algunos hechos. Uno de ellos remite a una expresión que fue familiar en la sociedad cubana, y hoy apenas se oye: “ser pobre, pero honrado”. Ante el posible olvido parece necesario considerar algunos elementos, y vale empezar por la insuficiente defensa o mala administración de la propiedad social, que no tiene por qué ser fatalmente improductiva, y en no pocos casos ha confirmado su eficacia, aparte de que a ella le debe Cuba sus mayores logros. Añádase que la Revolución, con las virtudes que debe mantener, se propuso que quienes vivían en la penuria adquiriesen conciencia de esa realidad y la rechazaran para siempre.
Antes de 1959, como en busca de sufrir menos sus condiciones de vida, tal vez los más pobres ni siquiera se planteaban qué eran las penurias: por lo general las vivían como condena diaria del destino, y ya. La Revolución vino a cambiarles la realidad material y los conceptos, y —acto de dignidad que ha de continuar cultivándose— a establecer que nadie merece vivir en la miseria. Eso pudiera explicar la existencia de grandes cualidades en el seno de la población, y también de indeseables resquicios que violan el respeto a la propiedad social y sus frutos, y minan la economía, con lo cual se erigen de hecho en enemigos de la equidad que, en el socialismo, debe sustentarse en un principio no plenamente justo, porque avala grados de desigualdad, pero es ineludible: aporte cada quien según su capacidad, y reciba de acuerdo con su trabajo.
Los desafíos son serios, graves; pero a la Revolución no le queda otro camino digno que no sea enfrentarlos con el ánimo de vencerlos o, en el menos satisfactorio de los casos, dar la lección del mayor y mejor esfuerzo hecho en pos de cumplir los reclamos insoslayables. Pero hay quienes vaticinan que el intento de aplicar los ideales socialistas impide que en los dominios de la propiedad social se tengan salarios justos.
Frente a semejante campaña es aun más inexcusable que los resultados de la política tributaria, pensada para favorecer el desarrollo de la nación y la distribución de riquezas—y cuya eficacia peligra si no se erradica la corrupción en todos los terrenos—, se expresen concretamente, y cuanto antes, en la elevación de los salarios de quienes laboran en el ámbito de la propiedad social. Ese logro dejaría sin argumentos a enemigos de la Revolución, y a personas confundidas por las limitaciones que se han padecido y se padecen, pero lo más importante es que propiciaría satisfacer las necesidades del pueblo y ratificarle razones para la justa esperanza.
Se sabe que en cuestiones sociales la voluntad de acción es imprescindible, aunque no baste para vencer obstáculos. Propósitos como los defendidos en el presente artículo pueden entorpecerlos las circunstancias de un mundo en que el imperialismo sigue desplegando sus prácticas criminales y la injusticia social prospera, hechos que lo agravan todo. Contra el logro de la equidad actúan no solo tradiciones en que resulta difícil escindir hasta dónde llegan las justas aspiraciones personales y dónde empiezan las ambiciones opuestas a la justicia social, y ante eso leyes y educación están llamadas a desempeñar una función primordial.
Todo puede complicarse cuando entra en acción el ineludible mercado, que no es sensato satanizar ni idealizar para saber —lo muestra la vida— hasta dónde puede llegar si se le deja suelto. Al hablar hoy de enriquecimiento y de fuentes lícitas para lograrlo, suelen mencionarse actividades en las que, por su naturaleza, se desempeñan minorías: el deporte y el arte. En este último las ganancias no siempre responden necesariamente a jerarquías cualitativas, ni benefician por igual a todas las manifestaciones. Notables cantantes líricos y concertistas pueden ganar muchísimo menos que algunos músicos de dudosa valía y discutible importancia pero que medran en otras manifestaciones.
En el deporte, no cabe obviar que frecuentemente las grandes ganancias obtenidas en él se deben también más a la inserción de las prácticas deportivas en una maquinaria mercantil de espectáculo y publicidad —en vez de contratar atletas suele decirse comprarlos— que a la importancia intrínseca de dicha práctica para el devenir humano. ¿Es más valioso un gol en el fútbol que una exitosa operación de neurocirugía, por ejemplo? Y en la Cuba revolucionaria la aceptación de tales contratos no fue un frutoespontáneo de la voluntad de la Revolución: se debió a que, en el contexto internacional, bajo el influjo del mercado, no fue posible mantener el modelo de deporte defendido durante décadas y que el líder de la Revolución fue el primero en propulsar.
Es harto compleja la realidad que tiene ante sí una nación guiada por la finalidad de construir el socialismo sin ceder a las adversidades. Pero es tal el peso de estas que dicha finalidad en sí misma es, dígase con José Carlos Mariátegui, un acto de creación heroica. Cuando en condiciones que eran o parecían más favorables para la edificación socialista, desde distintos ángulos —entre ellos, y no era ni es de extrañar, el de sus enemigos más pertinaces— se le criticaba a Cuba que expresase su voluntad comunista cuando aun no se divisaba con certeza la posibilidad de que el socialismo triunfase.
Ahora habrá que prepararse para enfrentar saña y sarcasmo si en la nueva Constitución no quedara ninguna referencia explícita a los ideales del comunismo. Pero de donde este no se debe excluir es del pensamiento revolucionario, de las aspiraciones de un futuro plenamente equitativo, aunque se prevea lejano. Tal omisión sería impropia en un país que, frente a tantos cambios de casaca y traiciones vistos en el mundo, ha mantenido hasta el nombre de Partido Comunista para la organización que se reconoce como fuerza política rectora. Se trata de conceptos fundamentales para el cultivo de una cultura de la equidad cuya defensa no puede dejarse para cuando la construcción del comunismo sea o parezca fácil de lograr en un planeta que podría destruirse antes.
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