De aquí… y de todas partes / Por: Nelson Herrera Ysla


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“Yo vengo de todas partes y hacia todas partes voy… ”bien pudiera ser una síntesis martiana de la vida y obra de Adelaida de Juan, con la salvedad de que ese territorio minúsculo que es El Vedado se convirtió en el gran espacio de su existencia afectiva e intelectual y de donde proviene su espíritu y su letra, sus andanzas, su peregrinaje lezamiano pues unas pocas cuadras bastaron para darle suficiente aliento vital y armarse de amor y de conocimientos durante más de 80 años. Lezama Lima, como casi todos sabemos, se ufanaba de girar en torno al mundo como un soberano planeta desde ese mínimo epicentro situado en la calle Trocadero número 162 en el corazón de La Habana. Adelaida sitúa el suyo en un territorio algo mayor entre las calles 21, 23, F, G y H, luego enriquecidos y extendidos hasta las calles 12 y L, incluso hasta el malecón, para tener lo que tenía que tener. Ese conjunto de letras y números, encriptados quizás para quien no conozca la cantidad de barrios y repartos que conforman la galaxia habanera, Adelaida los convirtió en coordenadas de resonancia universal.

Desde ese lugar, no tan “vedado” ya, y considerado por muchos, entre ellos yo, el centro irradiante de la Isla de Cuba, esta mujer se convirtió en una ser humana curiosa en extremo, sabia, educada, enamorada, maternal, protocolar, recia, doctoral, capaz de cantar las cuarenta y las cincuenta a su interlocutor cuando de artes plásticas conversaba sentada en un sillón o rodeada de imágenes en un estrado docente lleno de estudiantes universitarios o pares académicos.

Desde El Vedado viajó a ignotos lugares de La Habana y del oriente de Cuba, y desde allí partió en aviones de hélice y de turbinas para recorrer el mundo occidental, entonces considerado el mundo,y descubrir otras geografías y culturas capaces de enriquecer su visión del arte y de la vida. Y desde allí se sentó a escribir sus memorias, empujada sospechosamente por Roberto y Laidi quienes, según consta en la dedicatoria de las mismas, se convirtieron de hecho, como en muchos filmes y novelas policíacas, en sus más cercanos cómplices, esta vez de olvidos y de recuerdos

Tiene la dicha de vivir para contarlas, como Gabriel García Márquez hizo años atrás en un espléndido tomo inicial, y no dejar que otros lleguen luego a reunirlas y entresacarlas de entrevistas, cartas, reportajes y artículos. Tanto como memorias tengo la sensación de que por momentos adquieren el visado de crónicas pues en alguna página por ahí, creo que a partir de los años 50 del siglo XX, deja ligeramente a un lado su yo, sus avatares personales y aventuras para describir mejor lo que ocurría a su alrededor en La Habana y otras partes del mundo, y convertirse así en la figura intelectual de primer orden para la cultura cubana y latinoamericana que es y seguirá siendo.

Ese delicado giro en sus confesiones tiene para mí su origen en la curiosidad. Adelaida es infinitamente curiosa: gracias a ese don, que no solo tienen los niños obsesionados en querer saber, se adentró en las superficies y profundidades del arte, la arquitectura, el diseño gráfico, la fotografía, el humorismo, la literatura, el ballet, la música, el cine, el teatro, la amistad, ciudades y países. De ahí también que en un momento de sus memorias afloren variados nombres de restaurantes, calles, ríos, teatros, cines, plazas, parques, puentes, comidas, bebidas, pues se empeñaba en vivirlo todo, en conocerlo todo para, bien lo sabe Dios, arrojarlo luego en sus clases y conferencias, en sus textos y hasta en sus conversaciones y consejos si alguien lo pide.

Y la curiosidad, esa avidez por estar al tanto, por saber de buena tinta cuanta cosa hay en este mundo y habrá es, a no dudarlo, el origen del conocimiento. Su sorpresa al escuchar por casualidad a la Doctora Rosario Novoa durante cincuenta minutos un día caluroso, y sin otra alternativa casi para paliar la temperatura ambiental, hizo que sintiera muy de cerca el aletear del ángel de la curiosidad, no el de la jiribilla, y desde entonces lo sigue sintiendo y escuchando y lo persigue a dondequiera que va. Y no teme ni se acongoja para llamarte a cualquier hora del día o la noche para indagar sobre el significado de algo, aclarar una fecha indecisa o un término difícil de los que ahora inundan y desbordan la crítica y teoría del arte (que son cada día más, dicho sea de paso). Lo hace por curiosidad, ese don natural que poseen en demasía algunos seres humanos y humanas. Entre ellos quienes fueron entrañables amigos como los Diego y los Vitier, los Lezama y los Carpentier, incesantes en anotar siempre lo desconocido, sus asombros, aquellos sobresaltos espumeantes con que la vida y la cultura los acechaban, hasta encontrarlos vivos por fin en una imagen de periódico o revista, en un mito, una leyenda o en un libro apenas entrevisto por esos seres felices, normales, a los que aludió Roberto en su tan recordado poema.

Estas memorias se mueven en tranvía a lo largo de La Habana para luego entrar y salir de guaguas y, por último volar en aviones. Son, pues, memorias itinerantes, viajeras, intranquilas, entrando y saliendo de un lugar a otro. Son, paradójicamente, la expresión de una vida en calma dedicada a pasiones tan íntimas como la familia (esposo, hijas, nietos) y públicas como el arte, la cultura y la revolución cubana. Digo en calma porque eso, en buena parte, transpiran estas páginas que leerán amigos y conocidos y otros tantos curiosos que habitan el mundo. En ellas hallaremos sucesos y acontecimientos duros, dolorosos, vividos en intensas décadas desde los años cincuenta hasta hoy que son asimilados por Adelaida con quietud asombrosa y reflexión mesurada, constante, sin esos apasionamientos tan caros a los cubanos en general. Y se traducen también en idiomas necesarios como el inglés y el francés, manejados por ella desde su infancia y adolescencia, ideales a lo largo de su vida para, entre tantos beneficios, conversar a columpio tendido con Henri Cartier-Bresson en su casa de la calle H en La Habana, y a pierna suelta en Inglaterra con Henry Moore. Con el alemán sí que no pudo hasta hoy, confiesa ella misma, a pesar de que anduvo muy dispuesta con un diccionario y una gramática germanas bajo el brazo con el fin de aspirar a formar parte del curso que organizaba el Dr. George Kubler en la Universidad de Yale en el lejano 1957.

Y en estas memorias, uno de sus cómplices ocupa notorios espacios. No hay que pensar ni adivinar mucho para descubrir que es Roberto Fernández Retamar, ese alto y flaco que escribía poemas y ensayos desde los años 50 el cual, según confiesa Adelaida“nadaba muy bien y bailaba con más entusiasmo que pericia”. Del compañerismo inicial ambos se movieron suavemente hacia un atildado noviazgo como correspondía entonces y no pararon hasta casarse en una ceremonia familiar ocurrida en el lugar de todas estas memorias, El Vedado. Desde el mismísimo viaje de luna de miel a México ambos han entrecruzado sus vidas y emociones, sus ideas y sentimientos, su constante formación y aspiraciones con los quese han nutridoel uno y la otra. Recorrieron juntos numerosos países, y compartieron amigos, tertulias, comidas y fotografías hasta que nació la segunda cómplice, Laidi, en 1961, justo en medio del torbellino intelectual que orientó los destinos culturales de la Isla a partir de entonces y los unió aún más luego en los trajines de la UNEAC y la Casa de las Américas.

Adelaida participó en el entramado artístico surgido en los años 60, desde los núcleos esenciales donde se debatían cuestiones importantes de nuestro destino y de buena parte de Latinoamérica hasta la práctica de eventos nacionales e internacionales realizados, sobre todo, en Cuba. Ella describe el impetuoso ambiente de esos años por el que desfila la vanguardia cubana artística en pleno, desde Mariano Rodríguez, Wifredo Lam, Amelia Peláez… hasta Umberto Peña, junto a latinoamericanos que compartieron entonces tantos sueños y esperanzas como Roberto Matta, Julio Cortázar, Julio Le Parc. Alternando su vida académica y sus primeros textos publicados en forma de libro, el universo local y regional de las artes fija su atención en ella y le brinda sitios prominentes en la recién iniciada red de colaboración continental al lado de otros y otras historiadoras, investigadoras y críticas.

Sus libros comienzan a ser parte indiscutible de su vida desde los años 60, según ella gracias a notables editores como Roberto, Ambrosio Fornet y Hugo Luis quien le influyó tanto que, según el propio Roberto, le endilgó un cierto “estilo Western Union” a sus textos. Yo, mientras estudiaba arquitectura en la Universidad de La Habana, recuerdo con simpatía y especial cariño su Introducción a Cuba: las artes plásticas, de aquella “Colección de cuadernos populares” en pequeño formato. Y recuerdo también, cómo olvidarlo, su notable y mínimo manifiesto en favor de la gráfica cubana bajo el polémico y casi novelero título La belleza de todos los días, en el que calificó al afiche como “el hecho más novedoso del ambiente cubano de los últimos años”, publicado en el estremecedor 1968. Texto y año que recordamos, cuando de hacer recuentos se trata, los miembros de mi generación literaria e intelectual.

De sus tantos libros hace comentarios modestos pues más le interesa lo que sucede a su alrededor, como tratando de escaparse, creo yo, de la celebridad y evitar así quemarse en la fatua hoguera de las vanidades. Mientras, su cabeza continúa en El Vedado, donde siempre ha estado, al recorrer la Isla en brigadas y grupos para comprender mejor nuestra realidad histórica, y nuestro contexto político y social y cerciorarse de que este es el lugar de la Tierra donde siempre ha querido vivir. De sus experiencias en el exterior alude por esos mismos años con entusiasmo al Lejano Oriente, especialmente Japón, que la sacude con sus modos de vida, diseño, arquitectura y el sufijo san, que confiesa no haber entendido nunca.

Ya en los años 90 vuelve con Roberto a los Estados Unidos para re-encontrarse con viejos amigos y profesores y quedar en suspenso emocional ante la extraordinaria Casa de las Cascadas, de Frank Lloyd Wrigh. Siguen sus visitas a numerosas ciudades de ese país y ya en el siglo XXI retorna por igual a México, Argentina, Chile, Brasil, todos de suave calidez para ella, y por última vez, hasta hoy, claro está, París en 2014, su segundo amor después de Cuba… y de Roberto. O sabe Dios en qué lugar ambos 3 finalmente.

La última etapa de estas memorias no podía ser otra que el principio; es decir El Vedado, donde recuerda a Titón, Agustín Pi, María Lastayo, Muñoz Bachs, Estorino, e incluso edificios, nombres, algunos inexistentes ya como el Hotel Trotcha, el hotel Habana Hilton, y los viejos parque Víctor Hugo, la calle Calzada, las residencias de los Gómez Mena hasta, colmo de los colmos, decir empeñada que la antigua casa de Dulce María Loynaz radica en la esquina de las calles 19… y Baños. Con sorpresa menciona la turbadora actividad de la Fábrica de Arte Cubano y los friqui, los repas, los emo, pienso que por boca de sus nietos, aunque no debiera dudar de que se haya aventurado una noche incierta y oscura hacia los predios de la calle G bien cercanos a su casa, donde han habitado ocasionalmente estas tribus urbanas de hoy. La actualidad de la vida en La Habana la desborda: no quiere estar fuera de lo que acontece donde sea y seguro, sospecho yo, interroga cada día a cualquier miembro del clan Fernández de Juan para obtener esa otra información que necesita para vivir.

Así ve aparecer los cuentapropistas en restaurantes y cafeterías, letreros Room for Rent y otros que le dan la “impresión de estar inmersa en una publicidad que hace décadas proliferaba…” Los últimos párrafos, las últimas páginas de estas memorias, están dedicadas a su cuadra de la calle H, de la que conoce todos sus baches, gusta decir, y donde un aguerrido turista tuvo a bien preguntarle una mañana a su nieto más joven, apodado El Rubio: where are you from? Y al que Rubén contestó sin que se le moviera un músculo de su rostro: “… soy de aquí, asere, soy de aquí …” Y así termina este libro Soy de aquí, que es su título, por donde todos debemos comenzar.


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