Es tiempo, una vez más, de pasar revista a la vida. Esta vez ha sido fruto de eso que nuestras madres y abuelas llamaban “limpieza general” o “botar cosas inservibles”. Han trascurrido cuatro años desde el fallecimiento de mi madre y hasta hace una semana estuvimos todos de modo tácito renuentes a deshacernos de aquellas cosas que nos conectaban con ella.
Pero llegó el día. Hora de pasar la página y entrar en la decadente espiral de los recuerdos.
Mi madre tenía atesorados un sinfín de cosas increíbles. Algunas absurdas y otras de un verdadero valor sentimental.
Identificados en dos amarillos sobres de plásticos estaban un mechón de pelo mío y otro de mi hermano. Similares suertes corrieron los primeros “dientes de leche” que mudamos: todos minuciosamente identificados. Envueltos, con religioso cuidado, estaban también los cobertores –su nombre cubanizado era frazadita—, que usamos en nuestra infancia y en donde con esmero una de sus hermanas había bordado dos de los íconos que identificaron a muchos de mi generación: un ciervo que deduzco debió llamarse “Bamby” y un muñeco cuyos ojos después de más de medio siglo me miraron con acusada curiosidad.
Sin embargo; la guinda del pastel de este ejercicio de vivencias y memoria lo constituían unas chancletas de plástico gastadas por el uso y un ejemplar perfectamente conservado del sacrosanto “palo de la hervidura”. Sí, la más preciada posesión de sus útiles domésticos que en más de una ocasión hube de hacer desaparecer pero, lo mismo que ciertas especies de animales, retornaba a su lugar de origen después de cierto periodo migratorio.
No voy a negar que fuera un jodedor desde niño. Eso que hoy llaman “hiperquinético” o “hiperactivo”, según la escuela sicológica a que se suscriba la definición. Y como todo niño con esas características tuve y hube de enfrentar las consecuencias de mis travesuras y algunos comportamientos indebidos.
Dos principios me fueron inculcados desde la infancia: respeto y obediencia. Principios que alguna que otra vez –más de las que puedo recordar a esta hora—violé en toda su dimensión.
El respeto, decían mis mayores, era la base de todo. Se debía respetar a los ancianos, a las mujeres, a las maestras y a los padres. Y ese respeto tenía sus límites.
Si una persona adulta no lo aplicaba, lo correcto era comunicarlo a los padres. Hasta ahí estamos de acuerdo. Pero, ¿qué pasaba si era este servidor el que no lo aplicaba? Digamos que en forma de un gesto, una palabra o respuesta indebida, o simplemente haciendo oídos sordos a un reclamo de disciplina. Se debía entonces asumir las consecuencias.
Lo primero a enfrentar era “la versión de los hechos” contada por el adulto afligido u ofendido, según su percepción personal de los hechos. Debía pararme frente a mis padres y guardar silencio mientras escuchaba su versión “adornada” con los matices correspondientes para que la reprimenda tuviera las consecuencias debidas.
De acuerdo al grado de complejidad de la historia, al lugar donde ocurrieron los hechos y a la cercanía del ofendido con la familia, dependía el nivel del castigo.
Estaba el ser condenado a no ver la televisión desde un día hasta una semana, lo que era bastante doloroso pues dejaba de disfrutar de mis programas favoritos. También como sanción accesoria se podía imponer el estar acostado una vez terminadas las tareas. Y no era acuéstate y ya, no señor, “acuéstate y léeme completo este libro y pobrecito si te duermes…”. Bien podía ser una novela de Emilio Salgari o un tratado de lo que mi madre considerara.
Este castigo, que agradeceré siempre, me aficionó tanto a la lectura que hubo momentos en la vida en los que me lo he autoimpuesto. La disciplina que da el leer es la sanción materna que más impacto ha tenido en mi vida y que a su vez agradezco.
Si la falta siguiente era de mayor cuantía, y se producía siendo parte de un grupo de amigos –digamos que el burlarnos de fulano o trajinar a mengano—el riesgo de un cocotazo o un “pase de primer nivel con la chancleta” estaban en el orden del día. Eso mismo aplicaba al hecho de irrespetar una decisión materna. Ejemplo de ello fueron las veces en que me fugué al Parque Martí a jugar pelota sin el debido permiso.
Recuerdo que cierta vez celebraba haber jugado como pícher del equipo y haber ganado el juego. Todo marchaba bien hasta que Andrea Pinto, una vecina cuyo hijo era parte del equipo me advirtió que: “…tú madre anda como loca buscándote por todo el barrio y yo le dije que te fuiste para el Martí…”
Temblé. No voy a negar que por cerca de una hora estuve escondido dentro de la casa; tiempo que aproveché para esconderle el cinto de marinero que mi abuela había donado como medio para imponer la disciplina y sus nuevas chancletas de plástico recién compradas en Flogar o Fin de Silgo, no recuerdo bien. Contando con esta ventaja me presenté ante ella que solo atinó a hacer la pregunta justa: “¿Con permiso de quién te fuiste para el Martí?”
No tuve tiempo de responder. En uno de mis muslos sentí el impacto de una nueva arma doméstica; una que había sido escondida hasta entonces: el palo de la hervidura, ¡ese mismo! Un trozo de madera redondo, originalmente había sido parte del mango de una escoba o un trapeador y que al quebrarse pasó a una nueva función: complemento en el proceso de lavado. Nunca voy a olvidar que fueron dos golpes, uno en cada muslo. Recordar ese momento me revive la sensación de dolor.
Pero soy un hombre fuerte. Era un niño fuerte y me preparé para tomar venganza. ¿Cómo pude olvidar semejante arma de castigo?, ¿o es que hasta ese momento no lo conocía? Debieron pasar muchos años para que mi madre me contara que me había visto escondiendo las posibles fuentes de castigo y que apeló a él para que supiera que ella siempre tenía un arma bajo la manga (o en el patio de la casa). No voy a negar que al día siguiente oculté el objeto: lo boté varias calles lejos de mi casa. Pero… él regresó a su lugar de siempre, cómo lo logró, lo desconozco… Y en esa lucha me mantuve hasta descubrir que era sustituido por otro y así indefinidamente. Perdí esa pelea.
En ese proceso de aprendizaje que es la vida también estaba la obediencia. Una obediencia que se basaba en aceptar la palabra de los mayores no como ley, pero sí desde sus vivencias, no importa que pudieran equivocar su juicio. Por respeto se les debía escuchar.
Y en eso de reclamar obediencia la campeona era mi abuela. Si no se cumplían sus órdenes, que eran más ruego que otra cosa, si le contradecía, lo menos que se podía esperar como castigo era, además de un regaño, la supresión del derecho a comer hasta el hartazgo del dulce que cada domingo ofrecía en la reunión familiar.
Ciertamente más de una vez acusé a alguno de mis primos de mis travesuras o maldades, pero no sé por qué extraño mecanismo de información ella lograba saber quién era el culpable de la fechoría y quién la víctima. Aun así, una vez en casa, mi madre me otorgaba el perdón necesario y mi cuota o ración de dulce era restituida.
Esta tarde, después de revisar mi memoria, de volver a imaginar el rostro de mi abuela y de ver fotos de mi madre, me he llevado a mi casa, cual trofeo familiar, el palo de la hervidura que sobrevivió a mi madre y espero me sobreviva.
Son otros tiempos y la sicología social pesa más que un buen cocotazo, un par de chancletazos bien dados en las piernas, y el palo de la hervidura es totalmente obsoleto ante la fuerza de las lavadoras automáticas; de hecho, ya no se hierve la ropa. Los castigos corporales no siempre surten efecto y el respeto y la obediencia se intentan conseguir por medio del diálogo.
Pero el hombre de bien que soy, agradece, desde su altura infantil, el valor del respeto y un par de palazos en los muslos para no olvidar, incluso ahora que ella no está más, quién manda en la casa…
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