De nuestro pasado: Cruz Milián, un pillo de siete suelas


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Riquezas--De nuestro pasado: Cruz Milián, un pillo de siete suelas

Lo han dicho mil religiones en sus textos sagrados.

Así, el rey-sabio Salomón escribe en los Proverbios: Yahveh rechaza la codicia de los malos”. Por su parte Mahoma, inspirado por Alá, ordena en El Corán: “No codiciéis los bienes con que Dios os ha elevado los unos por encima de los otros”.

Surgirían en el mundo escuelas de pensamiento del más variado tinte, pero todos los filósofos dirían a coro, con la misma voz: “No ambicionar riquezas es el único camino para ser feliz”.

Ah, pero el hombre haría oídos sordos al mandato de las religiones y al consejo de los sabios.

En efecto, “tener” se constituyó en un impulso maldito desde los albores de los tiempos. Y lo que es más grave: si las riquezas no implicaban esfuerzo propio… mejor que mejor.

Sí, lo ideal era encontrarse el dinero, que convenientemente habría alguien enterrado para después morir y hacernos felices con el imprevisto legado.

Así nació la enfebrecida estirpe de los buscadores de tesoros.

Algunos, fantasioso derrotero en mano, debían moverse treinta yardas a partir de cierta palma y de allí orientarse gracias a una piedra blanca, según sale el sol, para encontrar un cofre enterrado por el pirata Pata de Palo a diez varas de profundidad. Y en tan oligofrénico trajín malinvertían sus horas gentes sin oficio ni beneficio, para obtener al final, en premio, el hallazgo de alguna enterrada rueda herrumbrosa de carreta.

Ah, pero había también los confiados en que el aviso les llegase por medio de una especie de telegrafía del más allá.

Almas en pena, muy buenas gentes ellas, andaban insomnes en la búsqueda de alguien a quien entregar mansamente sus enterramientos.

Para ello, los difuntos se valían de las más disímiles señales. Podía ser una luminosidad que flotase, fantasmal, sobre el escondite del dinero. O la aparición de un ahorcado, que sale a las doce de la noche para entregar las coordenadas exactas. O hasta el comportamiento inusual de un gato, siempre tan asociado al misterio.

Claro, otros muertos preferían entregar sus riquezas a través de sueños, y los que tal creen podrían haber disertado sobre el asunto con más amplitud que el mismísimo Sigmund Freud.

Cierto es que en Cuba, carente durante siglos de instituciones bancarias, fue costumbre muy común entre la gente adinerada enterrar sus caudales en botijas de las que se usaban para envasar aceite de oliva.

Con el paso de los tiempos no fue raro que un campesino, al arar su tierra, viese con sorpresa inaudita cómo el surco se ribeteaba de monedas doradas.

Coger monedas, pero sin escarbar

Hubo también, no obstante, cazadores de riquezas por una vía más segura e inescrupulosa: los que se aprovecharon de la fe, a la vez ingenua y codiciosa, de los buscadores de tesoros.

Y esto me recuerda lo sucedido, hace años, en Maffo, según lo relató el investigador David González Gross, a cuyo testimonio, de aquí en adelante, me atengo al pie de la letra.

Aquel hombre, Cruz Milián, era lo que se suele designar como “un tremendo punto”. Quizás no hubiese cursado ninguno de los peldaños de la enseñanza elemental, pero La Naturaleza —o El Enemigo Malo—  lo habían dotado con un don para él inapreciable: la capacidad para engañar al prójimo codicioso.

Desde su guarida en El Bibijagual, en Maffo, instruía a sus compinches para que llevasen a cabo lo que era la fase inicial del golpe: cuál comerciante, caficultor o ganadero de la zona albergaba creencias en seres de ultratumba.

Escogida la víctima, los ayudantes hacían llegar a sus oídos noticias sobre  “el don espiritual” que poseía Cruz Milián para detectar tesoros enterrados.

Cuando el potentado se personaba en casa del embaucador, este le explicaba que los espíritus no resisten “que los estén agitando”, y que todo el asunto debía llevarse con paciencia extrema.

Siguiendo el criterio de que tiene que haber para el alcance de todos los bolsillos, el estafador prometía botijas de tres mil, seis mil y hasta doce mil pesos, —a la dobladilla—  según la solvencia del agraciado.

Ya los secuaces  habían enterrado, en algunos puntos del territorio, botijas llenas de caracoles y tierra. Y Cruz Milián, en espera de la luz divina que lo guiase hasta la ubicación, se mudaba para casa de la víctima, a comer y a beber de lo lindo.

A partir de entonces, el escogido quedaba en manos de aquel guajiro lépero que aún recuerdan por allá, por el triángulo oriental cubano.

El resto del modus operandi era sencillo. Periódicamente Cruz Milián se presentaba en casa de la víctima para solicitar dinero, pues “hay que mantener contentos a los espíritus”.

Cuando llegaba el momento, anunciaba que ya era posible desenterrar la botija. Ah, pero cuidado: no podría ser abierta hasta que los muertos lo ordenaran, pues de lo contario las monedas que contenía se iban a transformar en caracoles y tierra.

Todos los fines de semana, el “templo” de Cruz Milián se abarrotaba de crédulos, en espera de la orden para romper sus respectivos recipientes.

Cuenta González Gross que al morir Cruz Milián y transcurrir los años, muchos esperaban su regreso del Reino de La Muerte, para que les ordenase quebrar el barro de las botijas.

Meditación final

¿Acaso no dice la sabiduría popular que “el vivo vive del bobo”?

Y, en aquellas tierras regadas por el Contramaestre, esos roles estuvieron muy bien distribuidos durante las puestas en escena:  

Elenco:

El vivo: El astuto Cruz Milián.

El bobo: Cualquier mentecato que no había leído lo que, sobre la codicia, se escribió en los textos sagrados y en los libros de los sabios.

Fuentes consultadas:

Samuel,  Feijóo: Mitología Cubana. Editorial Letras Cubanas. La Habana, 1986.

Gerardo E. Chávez Spínola: “Apariciones, tesoros y botijas en el imaginario popular cubano”. Ver http://www.cubarte.cult.cu/periodico/columnas/imaginario-popular-mitologia-cubana/apariciones-tesoros-y-botijas-en-el-imaginario-popular-cubano/11/20871.html


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