José Delarra hizo con su obra lo que quiso, sabiéndola enjundiosa, sensible y noble, como su propia existencia humana; y sobre todo fiel a sí mismo, haciendo de cada proyecto, un verdadero martirio creativo, consciente de que no puede ser aborrecible, ni injusto, ni antiartístico, que el público –verdadero y último juez de toda creación artística– se deleite ante una obra que le proporciona recuerdos o experiencias individuales, si bien es sabido que, queramos o no, al contemplar cualquier arte estamos sometidos a un conjunto de recuerdos que para bien o para mal influyen sobre nuestros gustos.
Él produjo su obra pictórica sabedor de que el verdadero arte es aquel mediante el cual el ser humano expresa ideas, emociones o, en general, una visión del mundo, a través de recursos plásticos, lingüísticos, sonoros, cinematográficos o mixtos.
Enjundiosas valoraciones del hombre y la sociedad
Algunos críticos sostienen que es difícil encontrar un dibujo dulce de Delarra. Evidentemente tales “críticos” no han repasado el conjunto de su creación plástica, como tampoco han logrado entender la magnitud de un discurso sustentado en las apariencias sensibles, los colores y las formas. En sus figuraciones determina una suerte de juego con la psiquis y las emociones del espectador. Enjundiosas valoraciones del hombre y la sociedad, con sus alegrías y tristezas, sus problemas y sus temores…
¿Acaso puede calificarse de “dulce” el convulso tiempo que hemos vivido desde la Primera Guerra Mundial hasta nuestros días? ¿Cómo “dulcificar” cualquier narración plástica, literaria, cinematográfica o teatral que intente insertarse o de algún modo ser representativa del hombre y la sociedad pertenecientes a un mundo cada vez más hostil, en el que la pérdida de valores, de sentimientos y de solidaridad del uno para el otro, de amor y cuidado hacia el medio ambiente y la naturaleza, cada vez más forman parte del presente?
Pero, contrariamente a aquellas infundadas afirmaciones, la mayoría de las producciones de este artífice en pintura y grabado, son un lírico canto a la vida, a la fe y a la esperanza, es una exhortación a luchar por un mundo mejor, donde la paz, la unidad y el amor entre los hombres prevalezca en lírica armonía de colores, como expresan sus cuadros.
Vigorosos estudios de la luz
Delarra había afirmado, en reiteradas ocasiones, que se consideraba por encima de todo, un escultor. Para él, “la pintura es la maravilla, la poesía del color y cada pintor tiene su color”. En sus creaciones no escultóricas antepone las emociones y los sentimientos sobre las formas, las líneas, las manchas, con el fin de que el observador experimente un impacto fundamentalmente emotivo ante sus obras. En tales intenciones, evidentemente expresionistas, mucho influyeron sus cotidianos ejercicios como copista en el emblemático Museo del Prado, de Madrid.
Sus trabajos pictóricos, como sus esculturas, son vigorosos estudios de la luz. Muchas de sus cartulinas provocan éxtasis ante la magistral superposición de aguadas, transparencias, huellas; insinuaciones que por momentos hacen guiños al arte abstracto, pero evitándolo, para erigirse más bien en estudios del gesto, en proposiciones plásticas que atrapan y buscan dirigir el ojo, para establecer una forma de mirar, de entender, de disfrutar de su arte. Son dibujos, pinturas y grabados generalmente fluidos, y construidos mediante un discurso del que también emana una extraña musicalidad que armoniza nuestras sensaciones. Las pinturas y dibujos de Delarra, cual fino entretejido de gradaciones con leves o fuertes capas de color, o superposiciones, amén de las texturas por medio de veladuras, son como oleadas de color que deleitan y provocan reflexión.
Fiel cubano de sensibilidades y martirios
Mucho más pudiera escribirse sobre la obra no escultórica de Delarra, el fiel cubano de sensibilidades y martirios, el artista inconcebiblemente preterido, pero reconocido por su pueblo, el cual, aunque desconoce la múltiple y valiosa faceta de su quehacer como pintor y grabador, cotidianamente disfruta de sus monumentales obras escultóricas emplazadas a lo largo y ancho de la isla. Pienso que es hora ya de que las instituciones cubanas, encargadas de redimensionar su figura, de ubicar su nombre y su obra en el sitio que merecen, estimulen a las nuevas generaciones –sobre todo a los estudiantes de la enseñanza artística– a conocer y estudiar mejor el extraordinario legado a la cultura cubana, y al arte latinoamericano y universal de quien sin dudas es el más connotado escultor cubano de todos los tiempos, técnica que, al decir de la poetisa Carilda Oliver Labra, fue para él un arma, como el agua, un encuentro o una despedida de amor.
¿Y cómo no calificar de connotado a quien realizó las más colosales y trascendentales esculturas existentes en Cuba y el mundo en memoria del más universal de los guerrilleros: el Comandante Ernesto Che Guevara?
Para algunos conocedores de la plástica contemporánea, la trayectoria artística de José Ramón de Lázaro Bencomo, Delarra –como se dio a conocer en el mundo artístico–, se resume en el calificativo de que fue un cronista de la Revolución Cubana.
Sin menospreciar semejante honor para cualquier creador, pienso que esa frase no está completa y en cierto modo deja de expresar o elude el verdadero magisterio que caracterizó la obra toda de quien, siendo aún muy joven, a pocos años de graduado de la Academia de Arte de San Alejandro, se destacó como creador visual.
Delarra trabajó sus esculturas casi al punto de la perfección, lo cual, por sí sólo constituye una envidiable cualidad. Evidentemente desinteresado por las corrientes y los “ismos” postmodernistas (cuyos más intolerantes abanderados suelen sub-valorar también, con marcada hostilidad, otras centenarias expresiones del arte, como el paisaje y el retrato, en comprometedores maridajes con el comercio y las galerías de arte), el desempeño intelectual de este artista del bronce, la espuela y la cabalgadura, fue prácticamente desconocido, para no decir “ignorado”, por quienes no apreciaron la evidente profundidad de sus discursos plásticos, en los que conjugó los valores históricos, sociales, culturales y artísticos en cada una de sus composiciones.
Lógicamente, para quien desconoce aspectos relacionados con nuestra historia, el emplazamiento de los complejos monumentarios que realizó en varias regiones de la Isla no son más que conglomerados de estatuas de mártires.
Para que se tenga una idea de la profundidad de sus estudios en torno a cada una de sus obras escultóricas, voy a referirme a dos de las más conocidas: la de la Plaza de la Revolución de Villa Clara, que perpetúa la memoria del Comandante Ché Guevara y sus compañeros caídos en Bolivia, y la existente en esa misma provincia en homenaje al afamado asalto del Guerrillero Heroico al tren blindado.
La primera, colosal y majestuosa, no solamente se erigió en Santa Clara en recordación a la trascendental batalla que allí libró el Ché al frente de la Columna 8 en la guerra de liberación nacional contra la dictadura de Batista, como ya lo refiere el autor de este libro, sino también recoge muchos episodios de la vida del inolvidable luchador antimperialista, entre los que se encuentran varios de sus más conocidos textos, como el de su exilio en Guatemala, su intervención en Naciones Unidas y la histórica carta de despedida que dejó al Comandante Fidel Castro, la cual tiene más de dos mil letras que aparecen sobre una columna de seis metros.
La figura del Ché, que en uno de los bolsillos de su desgarrado uniforme deja ver un spray de asma, está orientada a 190 grados, lo cual significa que, si se traza una línea recta desde este punto de la Tierra, su imagen –en gesto andante y con el brazo enyesado– procedente del Oriente cubano, atravesando el Escambray, se dirige hacia Sudamérica. “Yo le puse el brazo fuera del cabestrillo, no solamente por el hecho histórico de que él se partió el brazo, sino porque esto de no estar en el cabestrillo forma parte de su personalidad, un hombre rebelde hasta consigo mismo”, precisó Delarra en una ocasión.
Vale destacar que entre las fotos que sirvieron a Delarra para esculpir la figura del Che se encuentran alrededor de una decena que el fotorreportero Perfecto Romero Ramírez, Premio Nacional de Periodismo José Martí, le imprimió especialmente para ese fin a solicitud del maestro.
El complejo monumentario posee además varios frisos en los que se narran diferentes momentos del Guerrillero Heroico durante la guerra y después del triunfo de la Revolución Cubana, los cuales fueron concebidos en cubos, “elementos geométricos muy puros. (…) el cubo, el rectángulo, son formas geométricas muy fuertes y están sobre un plano inclinado de 72 metros, que también viene a ser otro rectángulo. Esto va a representar la personalidad del Ché, un hombre muy firme, muy sobrio; es decir, en un monumento no solamente es simbólico el rostro del héroe o los gestos de los héroes o de todas las personas que aparecen, sino también hay que tener en cuenta cómo representar su personalidad, por lo tanto, este monumento es también una escultura que da esta idea”.
Estas palabras del maestro corroboran también el sentido eminentemente humanístico y lírico de toda su producción escultórica, cualidad que, amén de una magistral técnica, la distingue con un sello único e irrepetible.
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