El día que el año se acaba


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A ciencia cierta no recuerdo exactamente cuando comencé a disfrutar a plenitud la llegada del nuevo año. Lo que si mantengo fresco en mi memoria es el momento que descubrí la importancia de las fiestas que se celebran la última decena de diciembre y el valor que tienen para todas las familias; y la mía no era una excepción aunque con sus propias particularidades.

El asunto de celebrar comenzaba los primeros días del mes en cuestión. Exactamente la noche del día tres cuando mi abuelo paterno celebraba su cumpleaños. Ese día, sin excusas ni pretextos –como decía mi abuela—era obligado que todos su nietos e hijos se reunieran en torno a la mesa familiar para gran comelata en la que nunca, o casi nunca, faltaban un suculento potaje de frijoles colorados “con todos los hierros” y plátanos maduros fritos; sus dos pasiones culinarias; y como dulce era obligada la harina en dulce o el majarete.

Después tocaba el turno a mi abuelo materno que la noche del diez y siete organizaba su comelata para celebrar devoción por San Lázaro. A diferencia de la anterior en esta se comía copiosamente quimbombó en todas las formas posibles. A esta gran reunión tampoco se podía faltar y es que mi abuela organizaba las tareas de forma tal que quien se ausentara generaba caos. A cada uno de mis tíos y tías correspondía una tarea que ella seguía de cerca hasta el más mínimo detalle.

Recuerdo que esta cita era el momento en que mis dos abuelos se encontraban y mientras todos se ocupaban de los detalles ellos se enfrascaban en largas discusiones sobre cualquier tema que les interesara o simplemente repasaban asuntos “propios de hombres” (una categoría social que años después descubrí que giraba en torno a sus estudios masónicos); mientras mis abuelas combinaban sabiduría en el tema que más les apasionaba: lograr una comida exquisita y que nos hartáramos.

Como cierre de los encuentros familiares del mes de diciembre estaba la alternancia de almorzar en una casa y cenar en la otra. Recuerdo vagamente a mis padres organizando cada año donde se comía primero. Aunque ciertamente lo más real era pasar el 31 en una casa y el primero visitar la otra.

En ese entonces términos como “navidad o día de reyes magos” no tenían la misma connotación que hoy les damos. Eran los años setenta, en sus comienzos, y para muchos de mi generación “el día de Reyes era una mera formalidad en la que recibíamos un regalo X, muchas veces logrado tras una larga batalla campal en una tienda X donde se podía comprar un regalo por la libreta de productos industriales.

En el fondo muchas veces fui feliz con un paquete de bolas o un guante y una pelota para poder ser parte de algunos de los “pitenes” que se organizaban en el barrio los sábados y domingo en la mañana.

Igualmente Papá Noel y sus atributos no dominaban nuestras energías o nos subyugaban con sus atuendos. Lo más cercanos que teníamos como referencia era la existencia del nacimiento del Niño Jesús; una tradición que las urgencias del momento habían casi sepultado.

Pasaron los años y mis abuelos fueron perdiendo facultades, energías y por último se marcharon para siempre dejando en cada uno de nosotros recuerdos, alegrías y sobre todo el sabor de una comida que pocas veces hemos vuelto a degustar.

Por mi parte comencé a descubrir que  día 31, la última noche del año, lo común era visitar desde bien temprano a los amigos y desear a ellos y familiares un buen año nuevo; hasta el mismo momento que nos fuimos independizando y comenzamos a organizar nuestros encuentros ya en función de los intereses que teníamos. Así que era lo más natural pasar esa noche en casa de la novia o con amigos que tras un largo ejercicio de ahorros o acudiendo a la conocida ponina lográbamos reunir lo suficiente para nuestra celebración. Para muchos fue el debut como cocineros; una profesión que hoy nos acompaña más allá del matrimonio, el código de familia del momento; un placer al que creo pocos han renunciado.No importaba que la carne se chamuscara, que el arroz tuviera una fuerte raspa o los frijoles se ahumaran. Eran fruto de nuestros esfuerzos, y ello nos gratificaba.

Aquellos tiempos, soportados en la vida de estudiante, fueron quedando atrás y muchos de aquellos amigos hoy no están y solo queda el recuerdo que de vez en vez nos arranca o bien una sonrisa o bien una lágrima en dependencia del estado emocional que nos embargue.

Los años setenta, lo mismo que el siglo XX, son parte de nuestros pasados. Son nuestras vivencias a las que no podemos renunciar. En ella habitan esos personajes que no tuvimos y que nos hicieron esas personas que hoy somos; solo que nuestra versión de las navidades, la noche vieja, el año nuevo y el día de Reyes era más terrenal e incluso gregaria.

Pienso así mientras organizo la reunión familiar de esta noche final del año y me aterra saber que la navidad en muchos rincones de este barrio, de esta ciudad donde habito, ha sido secuestrada por obra y gracia de la globalización y algunas visiones posmodernas.

Hoy se asocia navidad con Papá Noel y se desecha el pesebre del que algunos se avergüenzan por ser algo demodé, y me sonrío al ver bajo el fuerte sol tropical que nos calienta este diciembre a un hombre usando un atuendo propio de zonas donde nieva en estas fechas. Y qué decir de aquellos que te mandan una tarjeta de navidad digital que te desea “Mery Chrisman “, cuya imagen dominante es un pernil de cerdo humeante acompañado de un plato de congrí.

Estoy al frente de la tarea cocina, el fantasma de mis abuelas me acompaña en esta empresa que me regresa a mis primeros años de vida. El olor de las especies, el imaginar sus modos de hacer dulces encantadores como el arroz con leche, el boniatillo, las torrejas y la harina en dulce reafirman mi sentido de pertenencia a una cultura y a un modo de vida que alguna vez refrendara el escritor Gabriel García Márquez al afirmar: “…mi navidad está marcada por los olores y los sabores de mi tierra (…) por la reunión junto al hogar a los pies de mis abuelos y las leyendas de sus hazañas (…) por asistir en familia a la misa del gallo de la mano de mi abuela (…) mi navidad no es la que fríamente me quieren convencer que se tiñe de rojo y viene en trineo y que curiosamente cruza el Caribe sin sudarse la frente…”

Quisiera seguir recordando, pero corro el riesgo de que se me queme el arroz y cause más estragos de los debidos esta noche que el año se acaba.


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