El imperio que nació en el verano de 1776 (I Parte)


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Para los estadounidenses el 4 de julio es el Día de la independencia aunque en un sentido estricto de los hechos acontecidos ese día, no es exactamente así. Lo cierto es que, para la mayoría de los que habitan aquél país, en la práctica, es una fecha más de asueto y divertimento como el día de acción de gracias o el de navidad.

Muchas familias de clases medias acampan en picnics familiares y las clases altas lo celebran con suculentos almuerzos o cenas con invitados de su interés para cerrar negocios, formalizar matrimonios o anunciar venturas sociales. Nadie nunca reseña cómo lo hacen los homeleds o las otras personas que viven por debajo del umbral de la pobreza –si es que algo pueden celebrar- en la primera economía mundial y la más poderosa potencia militar.

Ya dije que no es exactamente el Día de la independencia, pero sí el día en que quedó proclamado el deseo de soberanía de las antiguas trece colonias inglesas de la costa atlántica de la América del Norte. En el verano de 1776, en la edificación que después se conoció como Independence Hall en la ciudad de Filadelfia, colonia de Pennsilvanya, se reunieron los delegados de los trece territorios coloniales en un “congreso continental” y firmaron una declaración que rezaba que todos los hombres eran creados iguales y tenían el derecho a la felicidad.

En lo que he dicho en el párrafo anterior, parece haber dos errores que sus autores no advirtieron. Lo primero, es que el congreso no era continental. Las trece colonias, entre la costa atlántica y los montes Apalaches y del río Savanah, hasta la Nueva Inglaterra, abarcaban sólo unos cientos de miles de kilómetros cuadrados y Las Américas en total, tienen unos 41 millones de kilómetros cuadrados, de los cuales, la mayoría eran territorios coloniales españoles, desde lo que hoy es la Columbia Británica y Vancouver en el Canadá hasta la Tierra del Fuego; Portugal tenía una gigante colonia sudamericana: el Brasil el nordeste del Canadá  no estaba incluido dentro de los límites  de los convocados mientras la cuenca del Caribe era frontera imperial entre España, Francia, Holanda, Dinamarca y la propia Gran Bretaña.

En fin, las trece colonias no era el continente pero sus delegados a Filadelfia se lo creyeron o al menos, creyeron que representaban a todos los americanos ó –nada discretamente- decidieron desconocerlos. Desde entonces, se robaron el gentilicio que nos pertenece a todos. Ellos son los “americanos” y nosotros, parece que somos súbditos de cuarta categoría o si lo entendemos mejor, somos el patio trasero de su poderoso castillo.

El otro error no advertido es que escribieron cosas que no podían creer. ¿Cómo es eso de que todos los hombres nacen iguales y merecen la felicidad? Thomas Jefferson, uno de los principales autores del documento, escribió eso siendo un hacendado de la colonia sureña de Virginia con una numerosa población de personas esclavizadas a las que nunca les dio la libertad y ni siquiera pensó en ello. Las trece colonias ambicionaban por entonces su expansión al oeste rumbo al Mississippi a costa del exterminio de los pueblos originarios nativo-americanos que poblaban esos territorios. ¿Acaso las personas de piel negra esclavizadas y las de piel rojo-cobriza que pretendían exterminar no formaban parte de ese concepto de igualdad y felicidad entre los hombres?

Un proceso convulso y mal contado

El 4 de julio de 1776 no fue nada espontáneo ni casual, las contradicciones entre los entonces llamados colonos –las personas de origen anglosajón nacidas en las colonias- y la metrópolis en Londres se fueron acrecentando en la segunda mitad del siglo XVIII. Las trece colonias comenzaron paulatinamente formándose a partir de 1603 y se toma el buque Myflower, como el pionero de esa colonización. A esa parte de América llegaron anglosajones de todo tipo de estamento social, buscando libertad personal y riqueza, con la premisa de “ser ganadores o no perdedores” y teniendo bien claro el discurso maquiavélico: “el fin justifica los medios”.

Las nueve colonias del centro y norte, se desarrollaron sobre la base de la industria manufacturera y el libre comercio, o sea, las relaciones de producción capitalistas que, en las islas británicas tenían un vertiginoso ascenso. Las cuatro colonias del sur: Georgia, Virginia, Virginia Occidental y Carolina del Sur, se desarrollaron en el principio de la economía de plantación esclavista y aquí es válido aclarar algo: en el sentido estrecho del término, plantación es un espacio de cultivo de plantas, lo mismo un conuco de yuca, que una vega de tabaco, que un cañaveral, cafetal o cualquier producto, cultivado de cualquier forma, por una persona y su familia, por una comuna o cooperativa campesina o por pocos esclavos en forma de esclavitud patriarcal pero cuando nos referimos a “economía de plantación esclavista” es otra cosa. Es un espacio grande de tierras de propiedad privada cultivadas de forma intensiva por numerosa mano de obra esclava, cuya producción estaba en función del mercado mundial y en el que el castigo corporal, la humillación, las vejaciones y todo tipo de abuso psicológico y físico se “justificaban” con el fin de obtener una gran producción.

Fueron Inglaterra y Francia –abanderadas de las nuevas formas de producción capitalistas- quienes inauguraron ese tipo de economía en el Caribe, también implantada en las colonias sureñas del norte continental. Brasil la acogió por influencia del capital inglés. A la llanura Habana-Matanzas en el occidente cubano llegó en el siglo XVIII por la influencia inglesa hacia los hacendados criollos durante la ocupación británica, después llegaron los franceses de Saint Domingue al oriente y los de La Luisiana a Cienfuegos y la sierra del Rosario y extendieron este tipo de economía.

Regresando al proceso de las trece colonias, cuando la corona inglesa emitió leyes que cercenaban sus ansias, los colonos las calificaron de “intolerables” y estalló el conflicto. “La fiesta del Té”, en 1775, fue el hecho simbólico que prepararon para el estallido bélico y de nuevo, otra contradicción entre el dicho y el hecho. Los colonos, buscando autoctonía americana se vistieron con atuendos iroqueses para marcar la diferencia entre América y Europa, sin embargo, ya habían exterminado a gran parte de los nativo-americanos y el resto, empujados al oeste de los Apalaches.

Los colonos anglonorteamericanos recibieron un apoyo en hombres, armas, pertrechos, alimentos y financiamiento de varias potencias enemigas de Ingleterra. La Francia borbónica, por ejemplo, entró en esa guerra en 1777 y envió al general Lafayette al frente de un poderoso contingente que cruzó el Atlántico para combatir en Norteamérica al que se unió tropas de su colonia antillana de Santo Domingo Occidental o Saint Domingue, con creoles de esa isla, la mayoría negros y mulatos que adquirieron experiencia militar que les serviría para su propia guerra de independencia entre 1790 y 1804.

España declaró la beligerancia en 1778 y en La Habana creó todo una barriada de extramuros conocida como “barrio de los barracones” en la que acantonaron y prepararon las tropas que enviaron a combatir en auxilio de los colonos rebeldes de Norteamérica, entre ellas, los batallones de pardos y morenos que se ya se habían destacado en la defensa de la ciudad ante la invasión británica entre el 6 de junio y el 13 de agosto de 1762. España aprovecharía la guerra también para tratar de reconquistar Las Floridas y las Bahamas –inglesas desde 1763- y Jamaica –perdida ante Inglaterra en 1656. Como dato adicional, las damas de la aristocracia habanera donaron muchas de sus joyas para financiar al ejército de los colonos rebeldes.

Holanda, que declaró su entrada en la contienda en 1779 también envió sus tropas como aliadas.

Lo interesante de todo eso es que habitualmente, los estadounidenses reconocen la alianza franco-hispano-holandesa y resaltan el aporte de Lafayette pero nada se habla de las tropas negras de criollos cubanos y creoles haitianos –dominicanos entonces- ni del aporte financiero de las damas habaneras.

Lexington, Saratoga y Yorktown, entre otras, fueron batallas bien libradas a lo largo del extenso período entre 1776 y 1783 por el ejército cuyo general en jefe fue el colono de Maryland George Washington y las potencias aliadas.

El reconocimiento de la independencia por la metrópolis ocurrió en 1783 cuando se firmó el tratado de paz en París y como regalo, Inglaterra cedió al nuevo país, el llamado “territorio de la orilla izquierda del Mississippi”, que llevó las fronteras de los Apalaches hasta el gran río y que triplicó el territorio original de las trece colonias. Ese amplio territorio, si bien era declarado bajo soberanía inglesa, estaba poblado por varias naciones nativo-americanas a cuyo exterminio se dispusieron los angloamericanos ya independientes.

Ese primer ciclo se cierra cuatro años después, en 1787, cuando se aprueba la carta magna que debía regir los destinos de la nueva nación. Una constitución democrático-burguesa y liberal que, con cientos de enmiendas, es la más antigua de las leyes de leyes que rigen en el mundo hoy. Con su constitución, se fraguó definitivamente el imperio naciente, Washington fue electo su primer presidente y fue entonces que adoptó su nombre definitivo: Estados Unidos de América, quedando jurídicamente robado el nombre del continente y su gentilicio por un imperio, en detrimento del resto de sus pobladores: América es Estados Unidos y americanos sus ciudadanos.


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