El legado de Fidel Castro y la actualidad de nuestra América


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Esencialmente, al líder Fidel Castro se le admira o se le rechaza, se le sigue o se le combate, se le venera o se le odia, por las mismas razones, que siguen y seguirán vigentes, esas por las cuales lo sintió suyo la inmensa mayoría de su pueblo, y en otras partes del mundo se apreciaron sus condiciones de fundador y las esperanzas que él sembraba paso a paso, mientras que el imperio auspició más de seiscientos intentos de asesinarlo. Las razones pueden sintetizarse en unos pocos enunciados, pero la plenitud de su alcance los desborda ampliamente.

Fidel fue capaz de interpretar la historia y las necesidades de su pueblo desde perspectivas radicalmente revolucionarias, y cultivó la ética y la unidad indispensables para encarar y vencer a enemigos terribles y obstáculos tremendos. Se ubicó –lo ubicaron los hechos, su vida– en el camino de luchas jalonado en el ámbito nacional por sucesos como los del 10 de octubre de 1868 y el 24 de febrero de 1895, y por fundadores de la talla de Carlos Manuel de Céspedes y José Martí, en quien halló su guía mayor, el autor intelectual de sus actos.

La dimensión revolucionaria del Comandante se acendró en la voluntad de emancipar a la patria con una transformación concebida y consumada con los humildes, por los humildes y para los humildes. Consecuentemente, esa resolución le granjeó el amor de la gran mayoría ya mencionada, y la aversión de quienes comprendieron que la obra y el pensamiento del líder eran contrarios a los privilegios con que ellos, amparados por el poderío imperialista, habían oprimido al pueblo.

Lucha armada mediante, y con el apoyo de las masas populares, la tenacidad del líder condujo a una toma del poder a partir de la cual se echaron abajo las estructuras en que se había sostenido la burguesía del país. En realidad, su viceburguesía, como se le ha llamado por su subordinación –antinacional– a los designios del imperialismo estadounidense, que desde 1898 hasta 1958 mantuvo a Cuba avasallada en régimen neocolonial, humillación que los revolucionarios de la patria representada por Martí y Fidel no aceptaban.

El logro que empezó a consumarse el 1 de enero de 1959 fue mucho más allá de un gobierno basado en las normas del juego de una democracia teórica y verbal –falaz–, venida del ascenso de una burguesía que históricamente y a escala planetaria no tardó en abandonar los ímpetus revolucionarios con que, para llegar a clase dominante, se enfrentó al feudalismo, empleando a las masas en la lucha pero sin reconocer sus derechos.

Llegar al gobierno por las vías de esas reglas puede ser estimulante, hasta heroico, pero deja a los ideales revolucionarios a merced de intereses y manejos electorales y propagandísticos, políticos e ideológicos, ¡y económicos!, diametralmente contrarios a las masas explotadas. Las fuerzas portadoras de tales intereses no aceparán la equidad social.

Desde el triunfo de la Revolución, la gran mayoría del pueblo –así deben entenderse por lo general las menciones que se hagan de él en los presentes apuntes– comprendió que en Cuba se estaba poniendo en acción una democracia verdadera, descendiente de la sincera democracia reclamada por Martí. Se constituyó un gobierno al servicio de los grandes sectores y clases sociales que hasta entonces habían padecido abandono y opresión. Simultáneamente, las clases y los sectores que habían medrado con ese estado de cosas comprendieron la otra cara de la realidad: el país no seguía ya el rumbo que ellos se habían acostumbrado a capitalizar.

Incapaces de intuir que había empezado a consumarse una transformación a fondo y perdurable, no una modificación superficial y efímera, los opresores y sus cómplices no contaron con que la obra revolucionaria se mantendría en pie. Movidos por la desorientación y la soberbia, y por el menosprecio de las capacidades del pueblo, emigraron a los Estados Unidos, cuyo gobierno los había usado y apoyado, y de donde contaban con poder regresar pronto para recuperar sus privilegios. Calzaron esa ilusión con todo tipo de servicios al gobierno imperialista que los protegía, y no pudieron o no quisieron percatarse de que, al establecerse fuera de Cuba, apoyaban involuntariamente su proyecto revolucionario, porque así no podrían actuar contra él desde su seno.

Pero la causa fundamental de la fortaleza de la Revolución Cubana estribó, y estriba, en su naturaleza popular y en el consiguiente desmontaje del poder capitalista y sus mecanismos de dominación. De lo contrario, difícilmente habría conseguido completar las seis décadas de vida que ha cumplido, y continuar su marcha hacia el futuro. Tal capacidad de resistencia y victoria se pondría a prueba frente a los actos con que el imperialismo estadounidense y sus secuaces han intentado aplastarla: entre ellos, la invasión mercenaria derrotada en poco más de sesenta horas, las bandas de alzados que puntearon cruentamente el territorio nacional y fueron asimismo derrotadas por las armas del pueblo, otras acciones terroristas y un férreo bloqueo financiero, económico y comercial. Este, que también merece ser calificado de terrorista y ha cumplido ya casi tantos años como la Revolución, en vez de aflojar, arrecia, despreciando la gran repulsa que recibe de la comunidad internacional.

Añádase una sistemática y calumniosa campaña propagandística dirigida a desprestigiar al gobierno revolucionario. En las mentiras difundidas ocupan lugar prominente las destinadas a presentarlo como un régimen dictatorial, y no han menguado ante la creciente institucionalización con que el país fomenta un funcionamiento cada vez más verdaderamente democrático: el poder del pueblo.

En medio de la voluntad de perfeccionamiento, esa institucionalización se caracteriza por una orgánica, permanente participación popular, con elecciones que los poderosos medios desinformativos dominantes en el mundo tergiversan o silencian, y con limpios replanteamientos constitucionales que han dado lugar a dos cartas magnas, aprobadas en 1976 y 2019, respectivamente. Tanto en los procesos eleccionarios como en los constituyentes la totalidad del pueblo ha tenido y ejercido el derecho a participar en las masivas consultas hechas y en las votaciones, definidas por la limpieza, cuya evidencia mayor la dan las urnas custodiadas por niñas y niños.

En la difamación acometida contra Cuba se sitúa el ocultamiento de los logros que, a pesar del férreo bloqueo que se le impone, el país ha venido alcanzando en distintos frentes, como la educación, la salud, las ciencias, los deportes y otros. De igual modo se soslaya, sobre todo, lo que el proceso revolucionario ha significado para el disfrute de esos logros al calor de la soberanía, la independencia y la dignidad que han venido fortaleciéndose desde 1959. Al mismo tiempo se cultivan valores humanos de la significación del internacionalismo, tanto en la lucha armada por la liberación de otros pueblos como, sobre todo, en el aporte brindado a la educación y la salud de numerosas naciones. No es fortuito que se orquesten maniobras y farsas para desacreditar esa colaboración, que goza de reconocimiento internacional.

Pero Cuba continúa su marcha, mientras obsesivamente el imperio intenta aplastarla, neutralizarla al menos, para anular su ejemplo y reforzar la derechización promovida en todo el mundo y particularmente en nuestra América. Está a la vista, aunque no haya conseguido segar los afanes emancipadores defendidos por pueblos de esta región y de otras.

Tanto los avances revolucionarios como las reversiones generadas contra ellos por las fuerzas del imperialismo y sus aliados, ratifican incesantemente el valor de la herencia de la obra revolucionaria consolidada e iluminada por Fidel Castro, líder cuyas enseñanzas continúan vivas y perdurarán aunque él haya muerto hace ya tres años. Ante su muerte el pueblo cubano mostró una vez más las potencialidades patrióticas y revolucionarias contra las cuales se han estallado las pretensiones imperialistas de derrocar la Revolución.


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