El mar de los sargazos: el secreto de la felicidad


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Fotos: Cortesía del grupo de Teatro Rompetacones.

Un texto del cual uno quisiera atrapar más de una sentencia para recordar después, una puesta en escena que resulta absolutamente coherente con este discurso de ideas y una interpretación memorable pueden resumir en pocas palabras la experiencia que nos deparó El mar de los sargazos que Teatro Rompetacones presentó en la Sala el Sótano durante el mes de septiembre.

Miladys Ramos, actriz, ha elaborado un texto teatral otro, a partir de la obra Mar Nuestro, de Alberto Pedro Torriente, autor con el cual Miladys, en su función de escritora teatral, dialoga para dar como resultado una reescritura sobre el original, un mano a mano entre la actriz-dramaturga y el actor devenido autor de teatro en el desarrollo de su intensa vida. En principio, eso es El mar de los sargazos —mostrado al público ahora en una temporada teatral de todos los fines de semana de este septiembre—, pero solo en principio, porque lo que la audiencia recibe es mucho, muchísimo más, tal y como uno desea que resulte la experiencia teatral personalísima que ha de ser el Teatro; eso acerca de lo cual tanto se discute y se termina definiendo, en su peculiar especie de inefabilidad, como el hecho teatral.

A los estremecimientos, las sacudidas, el vértigo que produce lo que se enuncia verbalmente desde la escena se suma un trabajo de interpretación tan memorable que pareciera que sobre las tablas está de nuevo una Helena Huerta, ¿una Myriam Acevedo? y para quienes no dispongan de la información suficiente aclaro que estoy nombrando a dos grandes de la escena cubana del mismo centro del pasado siglo.

Miladys Ramos, discípula de Vicente Revuelta y Flora Lauten y dueña de un peculiar carisma, desarrolla una partitura actoral riquísima, tanto, que le permite mantener a su público en vilo por setenta minutos. Miladys es Fe (una de las tres mujeres humildes que habitan la balsa de Mar Nuestro), pero luego es Ochún y también Ikú (la Muerte) y más tarde será Yemayá. Y si para Yemayá la actriz se auxilia de la tela enorme que refiere el velamen de la rústica balsa, los tres personajes anteriores se presentan a cuerpo desnudo, en el sentido de que se componen únicamente desde la  fisicalidad del intérprete, teniendo como pautas una caracterización que incluye el trabajo con la voz, el tono y  el ritmo del habla, la disposición plástica del cuerpo y la tensión distribuida por zonas diversas, el énfasis en determinadas acciones y posturas corporales y, por supuesto, el manejo de las energías. En el curso del monólogo la actriz comienza sosteniendo un diálogo con Esperanza (su supuesta compañera de travesía) de tal organicidad que terminamos por verla allí, en aquel sitio específico de la balsa donde Fe nos la ubica. Luego, las salidas y entradas de uno y en otro personaje se producen en fracciones de segundos en un monólogo que, como toda escritura de similar carácter, en realidad contiene y se sostiene sobre un sentido dialógico que, en este caso, exhibe una intensidad poco usual a la par que una actriz muy segura, en completo dominio de la escena. Por su parte, el concepto de la puesta en escena de José Enrique Rodríguez, director artístico y general de Rompetacones, tributa a la labor actoral y aporta el resto de los necesarios recursos expresivos, entre los que destaca, además de una cuidada elaboración de imágenes escénicas plenas de sentido, el adecuado diseño escenográfico, el trabajo con el espacio en todos sus planos y una atinada y delicadísima banda sonora que tiene como joya de la Corona la versión que hace Mario Darias sobre la canción Pueblo Blanco que diera a conocer el cantautor Joan Manuel Serrat a varias generaciones.

Si bien espectáculo difícil, sin concesiones ni para hacer amable el diálogo con la audiencia; sin lugar a dudas teatro de arte, no creo que El mar de los sargazos sea obra que pueda dejar a alguno indiferente. Su nivel de compromiso es absoluto —no ha lugar aquí para el eufemismo— y viene desde su estructura poética, la conflictividad profunda de su texto, las operaciones de desmitificación y relectura, las ideas que flamean sobre su escritura, la austeridad de su puesta y la honestidad y entrega de su intérprete. Creo que pocas veces mi generación y las que le suceden han podido presenciar ese concepto que Grotowski definió para nuestra contemporaneidad como el actor santo y el sacrificio del actor en ofrenda de sí mismo, de su ser, al público del Teatro. Esta es la experiencia que Miladys Ramos y José Enrique Rodríguez y el equipo que los auxilia me ha proporcionado haciéndome regresar una y otra vez en estas noches a la sala El Sótano, altar de este sacrificio que devela el sentido ritual más profundo del Teatro, la verdadera esencia de los términos “personaje”, “intérprete” donde todo ha sido dispuesto para que el ser energético de quien realiza el oficio del actor funja como el médium, el intérprete de tantos sentimientos y emociones, “la zona”, el lugar de las revelaciones, el artífice que posibilita que tengan lugar esos atisbos, esa otra realidad, realidad expresiva, que es el arte.

Poesía dramática. Espectáculo rotundo. Pan imprescindible de estos duros días. Simplemente, gracias.


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